31.3.09

Color esperanza

Después de los treinta años, te habrás golpeado la cabeza contra el techo. El techo, tan metafórico como real, es el techo de tus posibilidades. Si estás casado es probable que te divorcies, y si estás divorciado es probable que te cases otra vez. Se trata de enfrentar los momentos donde la soledad te lastima los tímpanos y pensás que todo lo que necesitás es encontrar la compañía adecuada, o simplemente compañía para terminar huyendo al poco tiempo boqueando como un pez que se desespera por llegar al remanso del agua y poder respirar, un poco, otra vez. Te parecerá que la génesis de todos tus problemas es el trabajo que te atormenta, y que si tan solo no tuvieras que ir a ese maldito trabajo entonces sí podrías finalmente hacer lo que por tanto tiempo soñaste. Pero si te quedaras sin trabajo por tres meses, empezarías a planear cualquier trabajo absurdo, desde domador de delfines a fabricante de alfajores de maizena, porque no sabés qué corneta hacer con tu alma. Y está el aspecto lúdico, claro, las ganas de aprender teatro o tocar el piano o volverte un avezado jugador de ajedrez. Pero es tarde, lo sabés. ¡Y viajes! Claro, viajes, hasta que te das cuenta que las últimas mil trescientas veinticuatro fotos que sacaste son una repelotudez, y que un monasterio es un monasterio donde los que aspiraban a conversar con Dios tienen que lavarse los dientes y comer un puñado de arroz día tras día, esperando el rayo de luz que nunca llega. Y descubrís que la arena de San Clemente y la arena de Egipto es más o menos la misma cosa. Y boludos hay en todas partes, y gente que te quiere vender una alfombra, claro que sí. Y te volvés. Y puede que te encuentres con la chica que fue tu novia durante quinto grado de la escuela primaria, y no puedas creer lo que ves. Y puede que te emociones cuando alguno de tus hijos actúe en la fiesta de fin de año, o no.
Y después te empieza a molestar tremendamente la rodilla izquierda, o no ves bien de un ojo, o el colesterol se te voló a 33. Después se pone peor, y en la tele dan siempre las mismas series.

27.3.09

Perfecta para mí

Ahora que tenés las tetas de durlock.
Ahora que te hiciste un tratamiento capilar a base de placenta de tortuga y líquido amniótico de ballena embarazada en el mar Adriático.
Ahora que te pusiste dos pómulos reforzados con titanio del que se usó en la construcción del transbordador Columbia, recubiertos con una fina capa de polímeros cerámicos policarbonatados sódicos.
Ahora que te hiciste un injerto en el culo, en realidad dos paralelogramos de piel de foca cruzada con cebra y una mezcla de dulce de batata con dulce de membrillo para lograr un mayor brillo, una perfecta adherencia.
Ahora que te hiciste pintar las córneas de un violeta pálido, con una pintura especial que se usa para pintar los guardabarros del Porsche Baxter.
Ahora que te aplicaste un nuevo láser que transforma la grasa en plastilina que puede ser moldeada a voluntad y conserva su forma por 96 horas.
Ahora que vas 28 horas semanales a un gimnasio donde te hacen escalar una montaña inexistente, y pedalear a oscuras en bicicletas a lo largo de ningún paisaje, y donde el sudor de tus ingles se mezcla con el óxido de los goznes de complejas maquinarias, dando lugar a un ácido capaz de quemar las más resistentes superficies.
Quiero decirte que estoy cogiendo con tu prima. La gordita, la de lentes, que camina medio encorvada.

23.3.09

Me despierto

Y de pronto me despierto y sé tocar el piano, es increíble. Yo, que jamás he estado a menos de treinta metros de un instrumento musical, soy un pianista. De jazz, soy Petruciani y Monk, y toco en clubes nocturnos sin quitarme el cigarrillo de la boca. Y tomo whisky de la botella, y la gente aplaude, y el fenómeno corre de boca en boca, y vienen a verme de las más importantes discográficas porque hay un nuevo genio musical capaz de acariciarte el alma con un piano, soy yo.
Y de pronto me despierto y sé pintar, soy un pintor genial. Mezcla de Picasso y Dalí, la reencarnación de Pollock, pinto a lo Pollock pero con la garompa, y hago cuadros magníficos y deformes y llenos de significados, a lo Bacon, lo que equivale a decir que con una mano pinto como Velázquez, con la otra como Bacon, con la garompa como Pollock. Y pinto con los pies, también. Soy increíble, nunca se vio algo así.
Y de pronto me despierto y sé escribir, soy un escritor de la reputísima madre. Escribo cuentos como Chejov, como Carver, escribo poemas como Ferlinghetti, como Bukowski, como Pound, escribo novelas con la complejidad de Saer, con la tristeza de Onetti, con la genialidad de Burgess, todos juntos, y firmo autógrafos y fornico con veinteañeras que desean ser mis alumnas o que les firme las tetas con un marcador o que les regale una sonrisa, un moco, un pelo de mis huevos. Firmo también contratos por anticipado, tengo vendidas novelas que escribiré dentro de diecisiete años, viajo por el mundo, doy conferencias, tomo buenos vinos, fumo cigarros, salgo a caminar por Paris en camiseta.
Y de pronto me despierto mientras soñaba que me despertaba siete minutos antes.

19.3.09

Seguir

ya pasó el desafío de ser feliz.
ya estás volviendo de tu anteúltimo
fracaso
y ahora sí
quizás puedas mirar por la ventana
o caminar bajo la lluvia
o sonreír.
ya podés barrer los vidrios de tus
sueños rotos
ordenar un poco
y seguir.
lo que salió mal se mezcla con lo que
salió
peor
y da una mermelada casi capaz
de sorprender.
salís a navegar en tu fracaso
recién pintado.
es bueno oler el mar.

15.3.09

En China

Entro al supermercado, el supermercado del chino de la vuelta de mi casa, el supermercado de barrio que sueña con ser alguna vez uno de los grandes supermercados de las grandes cadenas de supermercados que se desayunan a los supermercados de barrio como si se tratara de bocadillos. Peces grandes comiéndose a peces chicos, peces chicos luchando y soñando con ser peces grandes alguna vez, para poder decir que ahora sí, ahora entienden, que hacen lo que hacen porque alguna vez fueron peces chicos. No sé, todo el mundo tiene razón, me perdí.
Agarro un paquete de fideos Don Vicente algo machucado, una botella de vino Norton, barato y contundente, un poco de manteca, un poco de queso rallado adulterado y fraccionado y embolsado, mezclado tal vez con piedra caliza y limadura de pico de avestruz. Sé que todavía puedo, que mi fracaso no es absoluto y final. Sé que se trata de una mala década. Como ir a la ruleta y que salga setenta y siete veces seguidas el cero. No es normal, no corresponde, pero las leyes de la estadística dicen que puede pasar.
Mientras pueda comer un plato de fideos y tomar un vaso de vino sé que todavía soy posible, sé que tengo una posibilidad.
Voy a la caja, a cumplir con el sagrado rito de pagar. En la caja hay un chino flaquito, de esos chinos que pueden tener entre diecisiete y cincuenta y siete años, a los que sólo les interesa fumar.
Al verme, el chino tira para atrás su silla, se arrodilla sobre el mugriento suelo, cruza los dedos y coloca sus manos prácticamente sobre su frente, en una tan sorprendente como absurda plegaria.
–¡No, por favor! ¡Por favor! –dice.
Es extraño, lo admito, pero estoy acostumbrado a ver cosas extrañas. Apoyo los fideos, la manteca, el vino.
–¿Me cobrás?
–¡No me mate! –está llorando, puedo ver lágrimas en su enjuto rostro, sobre sus huesudos pómulos apenas recubiertos de piel– ¡Por favor! ¡Tengo familia! ¡Por favor!
No entiendo qué sucede. Es evidente que el hombre de rodillas me habla, sin mirarme, a mí. Me pide clemencia, continúa con su súplica sin animarse a abrir los ojos.
–No entiendo. ¿Qué te pasa?
–¡Por favor! Ayer fue suficiente. Ya entendí. ¡Ya entendí!
Lo miro. Detrás de él hay una chica, muy pequeña, con el cabello recogido en una simpática coleta. Mantiene la vista baja, en su padre o su marido o su hermano, no lo sé, con esa sumisión oriental y única. Pero está muerta de miedo también, la veo temblar por debajo de su jersey color verde pastel.
–¿Qué carajo pasa? ¿Se volvieron todos locos?
–¡Por favor!
–Hablá de una vez –Agarro la botella por el pico y la sostengo así, pero no sé porqué.
–Usted, usted –abre los ojos y parpadea mucho, me mira un instante y fija la vista en el piso inmediatamente después.
–¡Qué! ¡Yo qué!
–Usted, ayer. Vino y le pegó a mi padre, mucho. Todavía está internado, con conmoción cerebral. Los médicos no creen que sobreviva. Y violó a Sun Twein –señala hacia atrás, a la chica que de inmediato se ruboriza–. Usted, no contento, la violó por detrás, delante de todos, delante de los chicos. Y usted me quemó, con una plancha, a mí –suspende el rezo, la súplica, y con una mano aparta el cabello de un costado de su cabeza, hacia atrás. Falta una oreja allí, debería haber una oreja, en ese lugar, pero no hay oreja, sino un amasijo de piel enrojecida, calcinada, mezclado con algún ungüento y una costra demasiado reciente, todavía no ha empezado a cicatrizar, pero cuando cicatrice quedará otra cosa. Nunca más volverá a haber una oreja allí.
–¡Pero qué decís! ¿Quién te hizo eso? ¿Por qué?
–Ayer –vuelve a cerrar los ojos, vuelve a juntar los dedos bajo el mentón–. Usted. Dijo que nos mataría a todos. Dijo que volvería.
–No puede ser. Yo ayer estaba en Hurlingham. Me quedé en lo de Verónica. ¿Me cobrás?
–No me mate, señor. Llévese lo que quiera. Por favor, ya entendí.

11.3.09

Finura

Cuando suena el teléfono, porque siempre suena el teléfono, y es tarde, porque siempre es tarde, y yo digo ‘hola’. Es alguien, una mujer, para decirme cómo estás tanto tiempo qué es de tu vida. Pero no es real, nada de lo que dice es real, porque la mujer, esa mujer, lo que quiere saber, lo que necesita confirmar, es que hizo bien, más que bien, al dejarme. Esa mujer necesita saber que no se equivocó en huir de mí como si yo fuera un animal apestado y absurdo.
Esa mujer no consigue entender qué fue lo que le sucedió, a ella, en qué momento su magnífico plan lleno de playa y de sol y de hijos y autos y casas con jardín, ese plan tan finamente trazado, fracasó.
Entonces llaman, como quien revuelve cajones olvidados buscando llaves que ya no abren ninguna puerta, y necesitan que yo les diga algo, que mi linterna, aunque sea una vez más, las ilumine.
Y yo les digo que estoy muy mal, que mi vida es un desastre, que nunca después de ellas pude volver a sonreír. Que tengo sarna y lepra, pelagra y botulismo, un poco de tifus, tuberculosis de la fuerte, bastante piorrea, que vivo prácticamente en la miseria, que hay noches donde mi cena es una lata de arvejas y un pedazo de pan, que rengueo un poco, que vendí mis libros, que ya no veo a nadie, que los jóvenes, cuando camino por la calle, se burlan de mí.
Y eso les da un poco de fuerza para continuar con sus estúpidas vidas, para seguir deambulando entre maridos insólitos y trabajos inútiles, para creer que lo único que les hace falta es un viaje o un curso, mientras esperan que empiece ese programa de televisión nocturno donde los participantes cantan o bailan y luego deben aguardar que un jurado de notables les diga que son los elegidos, que sus sueños pueden hacerse realidad, que es posible, sí.

7.3.09

Señoras y señores

El hombre subió al colectivo, como cualquier persona. Esperó que subieran dos personas que estaban delante de él. Era de noche, y estaban la mitad de los asientos ocupados, una persona de pie leyendo un diario viejo. Hacía frío.
El hombre se paró de frente a los pasajeros, de espaldas al conductor, y sacó un arma. La exhibió primero, por un instante, sosteniéndola en alto, con la palma casi abierta, prácticamente colgada del índice encargado del gatillo. Luego nos apuntó.
–Señoras y señores, buenas noches –dijo, y se levantó un poco la gorrita con visera, verde, para que pudiéramos verle el rostro–. Esto no es un robo. Los voy a matar, de a uno. No quiero plata, no deseo reivindicación alguna. Los voy a matar porque los odio, porque me cansaron, porque sí.
Lo cierto era que debíamos ser unas once personas dentro del colectivo, sin contar al hombre de la gorrita verde que nos apuntaba, y el revólver debía tener seis balas. Era un detalle que convenía no dejar de considerar.
–¡No me mate, por favor, estoy muy enfermo! –Dijo un hombre mayor, de lentes, que se irguió apenas en el asiento para mostrar lo que le costaba ponerse de pie. Alzó un bastón como si se estuviera cubriendo el pecho, como si el bastón fuera suficiente para detener las balas.
–¡No me mate, por favor, estoy embarazada, voy a ser madre! –Dijo una mujer de unos treinta años, al borde de las lágrimas o ya llorando, que intentó alisarse el vestido de un horrible estampado con flores amarillas, para que se viera la protuberancia de su vientre. Tuvo otro acceso de llanto y se cubrió la cara con las manos.
–¡No me mate, por favor, soy el futuro! –Dijo un joven flaquito que estaba sentado al fondo y se había quitado los auriculares con los que escuchaba música. El susto superaba la indignación, y ambas cosas eran superadas por el sinsentido de tener que imaginar su vida truncada antes de haber, como quien dice, explotado, antes de haber dado rienda suelta a todo su extraordinario potencial.
–No me mate, por favor –Dije. Me puse de pie, porque estaba sentado en el tercer asiento de la fila del conductor, y tenía prácticamente al hombre de la gorrita verde y la pistola a mi derecha, muy cerca. En un rápido movimiento donde la contundencia no excluía cierta dosis de elegancia, le partí con todas mis fuerzas la botella de vino que tenía sujeta del pico, contra el cráneo. Se escuchó sonido de vidrios rotos, y la sangre y el vino salpicaron en varias direcciones mientras el sujeto caía desarmado, como un maniquí arrojado desde un piso alto. Su gorra, con visera, verde, rebotó contra una ventana y quedó sobre un asiento vacío. Se escucharon algunos gritos de los pasajeros, después de tanta tensión contenida–. Tengo una cena.

3.3.09

Todos queremos ser felices

Te lo explico una vez, porque me da pena verte así. Te lo explico porque es triste que estés tan mal.
Todos queremos ser felices, claro que todos queremos ser felices. Qué novedad. Ser feliz es el faro, la brújula, el motor.
Pero, y acá es donde aparece la trampa, por eso te pido que prestes atención, la felicidad es un organismo parasitario.
Te veo la carita y veo que te cuesta, que no entendés.
La felicidad necesita, para alimentarse, para poder desplegar las alas o bostezar, que estés haciendo algo, otra cosa. La felicidad te da algo, te da felicidad, pero come de lo que vos estés haciendo.
Y entonces podés ser feliz, y darte cuenta quizás, mientras cogés o caminás, mientras pintás una puerta (tampoco te vamos a pedir a vos que pintes el Guernica), mientras comés mantecol, mientras desabrochás un corpiño o peinás un flequillo o jugás al ajedrez o andás en moto o quién sabe qué más.
Pero no se puede ser feliz como objetivo primario, no podés ser feliz y punto porque la felicidad come de eso que estás haciendo y si no estás haciendo nada se marchita, se vuela, se va.
Así que dejá de pensar cosas como ‘yo quiero ser feliz’, o ‘¿porqué no puedo ser feliz?’, porque no funciona de esa forma. Te lo expliqué una vez, no te lo explico más.