24.2.14

Mejor no saber

       ​
       Me separé de Paola, y me fui a vivir a un departamentito por Balvanera. Alquilé de apuro un contrafrente de mierda, donde escuchabas las puteadas de los vecinos mientras cenaban en sus cocinas con desteñidos azulejos colores pastel. Paola me dijo que se iba a volver a Entre Ríos, con su familia, en un par de meses. Entonces, dijo, me devolvía mi departamento. Ella no quería nada mío, le parecía que con no verme más era suficiente premio. No importa cuánto uno haya querido a alguien, lo bien que la hayan pasado juntos, se va acumulando una mugre, un barro de rencor, en el fondo. Algo que termina enchastrando todo lo bueno que hayas sido capaz de construir. En fin, la vida.
       ​Empecé a ir a desayunar a un barcito de la calle S., casi en la esquina de M. Tomaba un café, comía una medialuna, antes de emprender mi via crucis personal, intransferible, ir al centro a dejar un tercio de mi vida por unas pocas monedas. Como hace todo el mundo.​
       ​No sé, fue una cosa extraña. El mozo me estaba sirviendo el pedido, y le dijo a un tipo de otra mesa ‘no, pará, ayer salió el 29, pará un minuto’. Jugaba a la Quiniela, el mozo, y el hombre le estaba levantando su apuesta, como todos los días.
       ​–639 –dije.
       ​–¿Qué? –dijo el mozo.
       ​–639 –repetí–. Es el número que va a salir hoy en la Nacional.
       ​El número, simplemente, había aparecido en mi mente, y lo dije. El mozo se fue, siguió con lo suyo.
       ​A los dos días volví al bar.
       ​–Tomá –vino el mozo, con un café con leche con tres medialunas–. Invito yo.
       ​Lo miré, no entendía.
       ​–Gané, con tu número. Siete lucas –aplaudió, dos veces, para captar la atención del resto de las mesas–. Este señor es un vidente, pregúntenle lo que quieran. Tiene poderes, es mi amigo.
       ​Debió ser un chiste, pasar como un chiste, pero no fue un chiste. A la semana siguiente se me acercó un hombre, algo mayor, de lentes.
       ​–Disculpe, me están ofreciendo un automóvil, acá tengo la foto, y la fotocopia de los papeles –se sentó, el hombre, en mi mesa–. Quiero saber si está en buen estado. Si lo puedo comprar sin problemas.
       ​Tomé la foto. Cerré los ojos.
       ​–Sí -respondí–. Lo puede comprar tranquilo.
       ​Al otro día vino una mujer.
       ​–Buenos días –dijo, me saludó al estilo hindú, juntando las palmas de las manos a la altura de la frente–. Tengo la posibilidad de cambiar de trabajo. No sé qué hacer.
       ​Le toqué un hombro.
       ​–Sí, va a ser bueno para usted –dije–. Cambie de trabajo. La empresa donde usted está trabajando va a cerrar en tres meses.
       Se corrió la voz. Venía la gente. El mozo los hacía esperar en fila, fuera del bar, hacían cola junto a la puerta. Arreglamos, primero, no más de diez personas por día, lo que yo quería era desayunar. Hubo que subir a veinte.
       ​Yo me sentaba siempre en la misma mesa, tomaba mi café, miraba por la ventana. La gente se sentaba o se quedaba de pie, no más de cinco minutos. Hacían una pregunta, yo respondía. Saludaban.
       ​El mozo no quería abusar, pero me preguntó qué número jugar a la Quiniela un par de veces más. Volvió a ganar. Cada vez que me iba del bar, para tomar el colectivo, la gente, en la puerta, aplaudían.
       ​Iba de lunes a viernes, los fines de semana no. Los fines de semana me iba a desayunar con mi hermana que vivía en Hurlingham. Veía a mis sobrinos.
       ​Fui al bar el lunes, como de costumbre. A las ocho de la mañana. El mozo me trajo el desayuno. Al rato dejó pasar a una mujer, se sentó en mi mesa.
       ​–Se murió –dijo. Era una mujer joven, usaba un pulóver color rosa pálido con botones, tenía un pañuelo en una mano. Los ojos hinchados de tanto llorar.
       ​–¿Eh? –dije.
       ​–Se murió, Marquitos –siguió la mujer–. Usted me dijo que se iba a salvar. Lo tenían que operar, y vine a preguntarle, y usted me dijo que se iba a salvar.
       ​Hizo una pausa.
       ​–Y no se salvó –tuvo un acceso de llanto– ¡Marquitos se murió! ¡Lo operaron y se murió!
       ​–Sí –dije, le apreté, por un momento, una de sus manos, su crispado puño sobre la mesa–. Se murió.
       ​–Usted sabía –me dijo, me preguntó– ¿Usted sabía que se iba a morir?
       ​–Sí –terminé mi café–. Lo sabía. Pero no podía hacer nada para evitarlo. Lo operó otro doctor. Usted lo iba a operar con el doctor Parissi, pero a último momento lo operó el doctor Raimondi. Si lo operaba Parissi, había posibilidad.
       ​–¡Me mintió! –gritó la mujer. Se puso de pie, cayó la silla hacia atrás– ¡Lo sabía y me mintió! ¡Marquitos se murió! Se murió...
       ​–Entiendo su dolor –dije–. Supongamos que yo le dijera, ahora, que si me da un cachetazo, el cachetazo que tiene tantas ganas de darme, el cachetazo que está por darme. Bueno, si me da ese cachetazo porque se murió Marquitos, porque yo no se lo dije, porque este mundo es a veces tan triste y tan absurdo. Qué pasaría si yo le dijera que si usted me da ese cachetazo, bueno, cuando salga de acá, cuando cruce la calle, la va a atropellar un colectivo. Y que, si en cambio, no me da el cachetazo, si no me pega, entonces el colectivo no va a atropellarla. Entonces no. ¿Qué haría usted? ¿Me creería?
       ​La mujer soltó el cachetazo. Fue un latigazo, un chasquido que me hizo picar la mejilla derecha.
       ​–Usted me mintió –dijo la mujer. Y salió del bar.

18.2.14

Cosas terribles


       ​Le dije, muy serio, que había leído durante años védicos papiros, sagradas escrituras, donde se explicaba más que claramente que el mundo terminaría en un mes o dos. Sucederían climáticas tragedias como las que estábamos viendo cada vez más seguido en los noticieros de televisión. Terremotos que partirían el pavimento como si fuera de hojaldre, maremotos que devorarían playas enteras, con sus fantásticos hoteles y sus turistas de perversos apetitos.  Llovería detergente y nafta común y Cepita de pomelo y moco de bebé, la gente contraería pelagra, lepra, psoriasis y botulismo, todo en uno. Por los cambios las ratas, con su fantástico poder de mutación, alcanzarían el tamaño de los perros medianos, desarrollarían la habilidad de erguirse sobre sus patas traseras, y de pedir dinero o queso rallado según les viniera en gana, y de pronunciar palabras como ‘master’ o ‘fiera’ o ‘amigo’. Los sobrevivientes tendrían que acostumbrarse, justamente a vivir, en precarias condiciones, sin ley, saqueando y matando como famélicos lobos. Las computadoras personales y los teléfonos celulares expandirían el virus de la depresión y la locura, ejércitos de zombies empleados por un despiadado poder central recorrerían los pueblos en busca de niños, para llevárselos, para robarles los órganos, para comerlos.
       ​Viviríamos, en breve, el inimaginable pero al mismo tiempo tan temido fin de los tiempos. Como los dinosaurios, nuestra civilización se extinguiría.
       ​Ella se tomaba la cabeza con las manos, negaba, se tapaba los oídos. Tuvo un acceso de llanto. Me pregunto por qué le contaba todas esas cosas terribles.
       ​–Es que me dijiste que no querés coger –terminé mi whisky–. Me gustaría que te sientas no digo tan mal como yo, pero un poquito.

12.2.14

La cucaracha


         Estaba durmiendo. Sí, soy un ser humano, a veces duermo. Digamos que trato de dormir, para ser más exactos. A veces el bocho se me va a cualquier lado, todo lo que me salió mal, todo lo que no me salió, esas cosas. Durante muchos años estuve convencido que lo mejor de mí era la cabeza. No, la cabeza de la poronga no, la cabeza. La capocha, la mente. Y un buen día te das cuenta que lo que te está matando, lo que te está haciendo moco, bueno, es la cabeza. Y ahí sí que no sabés qué hacer, cómo bajarte de vos mismo. Tema chivo.
         Estaba durmiendo. Y abrí un ojo. Como se dice en la jerga militar: sin causa.
         –¡Aaahh! ¡Aaaahgsptrbaaa! –Grité. A no más de diez centímetros de mi rostro, sobre la almohada. Una cucaracha.
         Salté de la cama. Del julepe. Me puse contra la pared. Transpirado, asustado. Preocupado, triste.
         La cucaracha, siguiendo ancestrales instintos, emprendió la huida. Cruzó la cama en diagonal, bajó al parquet. Era una cucaracha veloz, una cucaracha con caja de sexta.
         Yo ya había prendido la luz. Agarré una ojota. Y sí, flaco. Si te despertás con una cucaracha cerca de tu cara, la tenés que matar. Porque si no la matás, si la cucaracha consigue darse a la fuga, entonces no vas a dormir. No, no esa noche, no vas a dormir nunca más en tu vida, sabiendo que la cucaracha está ahí, en alguna parte. Al acecho.
         –¡Hija de puta! –le pegué un ojotazo, que la paralizó– ¡La puta madre! –seguí pegando, en cuclillas, ojotazos. Enérgicos, rotundos, algunos absolutamente mal direccionados. Un par habían logrado abollarla un poco, inmovilizarla en parte. Pero no estaba muerta, no todavía.
         Entonces sucedió algo extraño. Hubo un flash, un fogonazo. Como si de pronto hubiera sucedido un relámpago, pero dentro de la habitación. Hubo un sonido también, algo similar a cuando uno abre el agua caliente y el calefón es muy viejo.
         No podía ser real, pero era real. Ahí estaba. La cucaracha. Pero de pie, sobre dos patas traseras. Y la cucaracha, ahora, medía más de un metro ochenta. Gorda, corpulenta, la panza rugosa y veteada, sus patas muy cerca de mi rostro. Las antenas en constante movimiento, el caparazón de un marrón oscuro, como si un humano robusto se hubiera colocado una suerte de coraza.
         Imposible, aterrador a la vez. Sentí que estaba por desmayarme en cualquier momento. Retrocedí un poco.
         –A ver, forro –la cucaracha me hablaba, y me señalaba con una de esas patas que tienen ese horripilante doblez–. A ver si entendés algo de una vez. Yo te entendí, soy una cucaracha, y estaba en tu cama.
         –No, yo –dije. Solté la ojota. La dejé caer.
         –¡Ahora callate! –se trabó, la cucaracha, sacó pecho. Era difícil mirarla y soportar la repugnancia–. Ahora callate porque te arranco la cabeza de un mordisco.
         –Sí –dije. Crucé las manos a la espalda.
         –Prestá atención, pelotudo –dijo la cucaracha–. Soy una cucaracha, y estaba en tu departamento. Okey, hasta ahí estamos. Hacé lo que tengas que hacer. Si me tenés que matar, me matás.
         –No, bueno –dije.
         –¡Pero me matás de una, forro! –se acercó, la cucaracha. Yo no tenía más lugar para retroceder–. Porque la naturaleza no tiene problemas con eso. Los leones se comen a las cebras, los peces grandes se comen a los chicos. Es antropológico, una noción de universal equilibrio que nos excede, nos contiene, nos abarca. No pasa nada.
         Pensé que iba a vomitar, sentí cómo me subía una arcada. Algo ácido, caliente.
         –Pero –siguió la cucaracha, y me tocó, la sensación más horrible que yo jamás hubiera experimentado. Me tocó una mejilla, con una patita que ya no era una patita, era una pata de casi un metro de largo, con algo parecido a pelos o pequeños filamentos. Me tocó la mejilla, como si me acariciara–. Lo que no va, lo que la naturaleza no acepta ni permite, es la violencia innecesaria. El ser humano es el único animal cruel.
         Tragué, como pude, parte de mi vómito. Asentí, no dije nada.
         –Así que ya sabés –dijo la cucaracha–. Si me tenés que matar, matame. No hay problemas con eso. Pero no me boludees, porque no va.
         Hubo otro fogonazo, otro flash.
         La cucaracha desapareció. Quiero decir, ahí estaba otra vez, no más de tres centímetros de largo, caminando con dificultad, intentando salir de la habitación.
         Agarré la ojota, otra vez.
         Solté la ojota. Pasé por encima de la cucaracha, con mucho cuidado. Fui a la cocina, me serví un vaso de agua.

6.2.14

Pura adrenalina


         –Mirá –Me dijo Pablo–. Te voy a dar un ejemplo. Para que veas cómo me he formado. De qué estoy hecho.
         Pablo era un amigo de la adolescencia, lo que bien mirado equivalía a decir de toda la vida. Y siempre, que yo recordara, le había gustado ir al límite. Había hecho todas las artes marciales conocidas, también boxeo. Después, había comenzado a bucear en el Caribe, entre tiburones. Después le había dado por el alpinismo, había subido al Everest más de cinco veces. Saltaba en paracaídas, desde ya, por lo menos una vez por semana. Hacía parapente y kite surfing. Le gustaba irse a surfear, en invierno, a Hawai, y a la Polinesia. Olas de más de diez metros.
         Cuando venía de visita al país, Pablo me llamaba y aunque sea hacíamos un par de cervezas, o un desayuno. Se reía, Pablo, de mi estúpida vida.
         –No entiendo –decía Pablo–. Cómo podés levantarte todas las mañanas, una y otra vez, para ir a la misma oficina. Ni que hablar de tener que coger con la misma mujer. ¡La vida es vértigo, Juan! ¡Adrenalina!
         Actualmente estaba viviendo en Tailandia, Pablo. Competía en Muay Thai contra los locales. Cogía sin preservativo con prostitutas de quince años llenas de tatuajes adictas a la heroína, tenía siempre tres o cuatro jovencitas viviendo con él. Eran como geishas pero mejor que geishas, me explicó. Sabían cocinar y casi no hablaban. Estaban para servirle.
         Quise hacer un comentario acerca de los peligros de la promiscuidad sexual sin los debidos resguardos.
         –Las enfermedades son para los occidentales aburguesados como vos, Juan –se rió, Pablo, se golpeó el pecho con los puños, como Tarzan–. Una vez por semana me tomo un vaso de sangre de cobra. ¡Estoy inmunizado, Juan! ¡Hay que vivir la vida!
         –Mirá –me dijo. Habíamos bajado al subterráneo, íbamos para el centro, a comer. Debían ser las nueve de la noche–. Te voy a dar un ejemplo.
         Se había comprado un café, Pablo. En uno de esos vasitos térmicos. Apoyó, el vaso, junto al borde del andén del subterráneo. Sobre la línea amarilla.
         –Fijate, fijate lo que voy a hacer –dijo.
         Se puso casi acostado, apoyado sobre sus manos y los dedos de los pies, como quien se prepara para hacer flexiones de brazos. Justo sobre el vaso, su cabeza, en el limite del andén.
         –Mirá, Pablo, ya entendí el punto –dije. Algunos curiosos miraban–. Ahora levantate, que está por venir el subte.
         –Sólo se trata de soportar la presión, Juan –dijo. Recordé la frase, de alguna película. Más que probablemente dicha en una cornisa de un rascacielos, Al Pacino.
         –No hace falta. En serio.
         Se escuchó la bocina, más prolongada y fuerte que de costumbre. Venía, el subte, y el conductor, distraído al principio, debió haberse asustado de lo que veía.
         Pasó el subte, mientras frenaba. Estábamos casi al final del andén. Y en el momento que el subterráneos pasaba a no más de medio centímetro de la cabeza de Pablo, él hizo una flexión de brazos, quedó abajo, más cerca del piso, sosteniéndose con la fuerza de sus brazos. Y agarró el vasito de ese material tan parecido al tergopol. Lo agarró, al vasito, con los dientes, y echando un poco la cabeza hacia atrás, bebió un sorbo de café.
         Se fue, el subte. Pablo dejó, el vaso, otra vez con los dientes, sobre la línea amarilla. Se puso de pie, dando un acrobático salto.
         –¿Viste? –dijo, se reía, satisfecho–. No sé si viste.
         –Impresionante –dije–. Aunque se nos fue el subte.
         –Pará, pará –estaba exultante, Pablo. Volvió a acomodar el vasito, al límite exacto del andén. Se habían acercado algunos curiosos, aunque se mantenían a una prudencial distancia. La gente quiere ver, no participar–. Ahora lo mejoro. Vas a ver como lo mejoro.
         Pasaron un par de minutos. Se oyó, todavía lejos, el característico ruido del subterráneo, aproximándose.
         –Mirá –dijo Pablo–. Ahora vas a ver lo que es tomar riesgos.
         Se puso de espaldas, al andén, al vasito de plástico, también. A un metro de distancia más o menos. Y se dejó caer, hacia atrás. Quedó, otra vez, apoyado con las manos y los pies, su cabeza a escasos tres milímetros del borde donde finalizaba el andén. Pero ahora era mucho más difícil sostener la posición. Estaba haciendo un exigido puente.
         Me puse de costado. Tomé carrera, dos pasitos, y ‘¡flum!’. Volé el vasito a la mierda, a la mismísima mierda, justo antes que llegara el subte. De una patada.
         –¡Pero qué hacés! ¡Estás loco! –Se puso de pie, Pablo, alterado– ¡Me podrías haber quebrado un diente!
         –Lo que tenés que entender –dije, mientras subía al subte–, es que el hecho que no quiera jugar al backgammon con cocodrilos ni tirarme desnudo en paracaídas, de ningún modo implica que quiera ser tu espectador.
         Me miraba, Pablo, desde el andén. Dudaba si subir o no subir.
         –Todos vivimos en primera persona, Pablo –dije–. Me voy a comer.