31.10.09

Difícil de masticar

Hay una línea divisoria que se cruza, como tantas otras líneas divisorias, sin darse cuenta, sin saber. La línea divisoria de la que te estoy hablando es cronológica, aunque sus implicancias son mucho más que eso, y se cruza a los treinta años. Como todos somos particulares y distintos, por suerte, lo admito, la línea puede cruzarse a los veintinueve, pero no a los veintisiete. Y se cruza, como máximo, a los treinta y dos.
Una vez cruzada, la línea, sólo queda esperar la agria campanita del reconocimiento. Sucede, entonces, que quienes han cruzado la línea van a descubrir que su situación ha cambiado. El cambio consiste, más o menos, en lo siguiente. Quien ha cruzado la línea advierte, percibe, que su lucha ya no será por un aumento de sus capacidades, cualquiera sean, nunca más. En cambio, bienvenido, la lucha a partir de ahora será por aquello que podríamos denominar ‘mantenimiento’.
Puede ser físico, puede ser mental, o una combinación anárquica de ambas, puede ser coger o pensar. Lo que te quiero decir es que no habrá más alto, más lejos, más fuerte. Habrá que alegrarse de mantener lo que hay.
Esta situación genera fastidio y desconcierto, negación, susto, tristeza en general. Después, poco a poco, uno aprende a recostarse en el sillón de lo posible, se pone uno más tolerante y circunspecto. Lo mejor es tratar de no recordar aquel magnífico potencial.

27.10.09

Lotería

Cada mañana, mientras espero que el semáforo cambie de color para poder cruzar caminando la avenida, con mi absurda y displicente cara de gorila plateado, veo gente que entra al kiosco que vende billetes de lotería. La gente entra, y es claro, compra un billete de lotería, quiniela, bingo, el azar en alguna de sus manifestaciones. La gente entra y al comprar un billete de lotería, también está claro para mí, quieren ganar.
Aquí es donde empiezan los problemas. Sin entrar en discusiones que rozan los rudimentos de la probabilidad y estadística, para ganar, vamos a decirlo de una vez, hay que tener suerte.
Pero, no hay más que verlos, una y otra vez, a quienes compran billetes de lotería, la suerte les fue negada, como quien ha nacido sin flequillo o con una leve bizquera. No es grave en exceso, pero es un dato a tener en cuenta. Pedirle entonces a alguna de estas dulces bestias que tenga suerte, sencillamente no es posible.
Se me ocurre entrar y hablar con el empleado del kiosco que vende billetes de lotería, sugerirle que a cada persona que entre a comprar un billete le diga que no, que no le vende nada, pero que sí puede anotarles en un papelito la dirección de la dependencia ministerial donde pueden tramitar un cambio de identidad. Si pretenden tener suerte que empiecen por cambiarse el nombre, que intenten ser otros lo antes posible.

23.10.09

El conjunto, la gestalt

La doctora se pasó un largo rato mirando los estudios, pasando hoja tras hoja, chequeando números, mirando gráficos, tomando alguna que otra nota en un pequeño block encabezado por el nombre de una pomada para los callos plantales.
–Usted tiene el colesterol muy alto –dijo sin levantar la vista–, tiene bajo el bueno, y alto el malo, porque son dos. Tiene los triglicéridos bastante mal, y ácido úrico, y azúcar, su estudio ergométrico no es bueno, el estado de su corazón deja mucho que desear. La ecografía de sus arterias del cuello no es del todo limpia, sus riñones trabajan con esfuerzo, su próstata tiene un tamaño irregular.
Hizo silencio, se acomodó los lentes sin marco sobre el puente de su pequeña nariz de pekinés, y entonces sí, apoyó ambas palmas sobre el escritorio, y me miró.
–Me gustaría saber qué le parece lo que le estoy diciendo –mi silencio, al parecer, la había contrariado un poco– ¿Quiere decir algo?
–Bueno –me toqué, con un índice, el índice izquierdo, de mi mano izquierda, el lateral, el lateral derecho, de mi amplia nariz–. No sé si tiene algo de tiempo, doctora, pero podemos ir a tomar algo. Estoy en condiciones de pegarle la cogida de su vida, no se deje guiar por unos pocos indicadores.

19.10.09

La física de tus sueños

El autor utiliza una explicación que yo desconocía, una explicación genial, para referirse a la imposibilidad que existan insectos gigantes. El asunto es que la masa se eleva al cubo cuando la disposición lineal se duplica.
Esto explica porqué no pueden existir cucarachas del tamaño de elefantes. Para poder tener ese tamaño, debieran tener patas de elefante, patas de cucaracha no serían suficiente para sostener el cuerpo, y eso le quitaría su característica de insecto. Estaríamos en presencia de otro tipo de animal.
Idéntica línea de razonamiento debieran transitar quienes fantasean con ser portadores, por ejemplo, de monumentales garompas. El peso de los huevos los destrozaría anímicamente.
Hay que tener cuidado con lo que se sueña. Nada, eso.

15.10.09

Sirena

El pescador sintió un tirón fuera de lo habitual. Eran demasiadas noches, demasiados años pescando en aquel desde siempre destartalado muelle de San Clemente, y ni en la época de los tiburones, aunque a decir verdad no eran cazones, pero tampoco eran tiburones, tiburones adolescentes podríamos decir, tampoco tiraban así. Podían cortar la línea con un brusco movimiento de cabeza, claro, pero no tirar así, sin intervalo, con tanta vehemencia.
Debían ser las tres de la mañana, y llovía fuerte. No había nadie, Víctor no se había querido quedar, ni ante al ofrecimiento de compartir media docena de empanadas y un poco menos de media botella de ginebra.
–Hace mucho frío, va a llover toda la noche –Víctor guardó sus cosas y se fue caminando despacio, hasta su herrumbrada camioneta que siempre parecía a punto de desfallecer, un último estertor antes de encenderse y arrancar.
Así que el pescador tiró y tiró, pensando que si era un tiburón, porque no podía ser otra cosa, la línea se cortaría en cualquier momento y entonces sí, se comería tres empanadas, se haría un último buche de ginebra, se iría a dormir. Aunque cada vez le costaba más dormir, eso sí que era un problema. Y no le molestaba mucho la pierna, así que no podía ser la pierna, pero quedaba acostado boca arriba, pensando por qué corno no se dormía. Recordaba fragmentos de su abnegada vida, inconexos, mezclados, incompletos episodios que se desordenaban en la mente como si fueran arrojados desde algún travieso cubilete.
Salió una sirena, como en los cuentos, cosa rara. Una preciosa y plateada sirena, con los pechos pequeños y redondos y una larga cabellera que hacía juego con su cola de pez. Ojos grises, tenía la sirena, y mirada tristona. Estaba muerta de frío, pero igual le sonrió. La envolvió lo mejor que pudo con su abrigo, y la alzó como si fuera una novia. Ella se colgó de su cuello, y apoyó la plateada melena contra su pecho. Llovía, más fuerte, y lanzó una especie de gritito cuando él quiso dejarla en el asiento trasero del 504, para volver por la caña y el resto de las cosas. Ella no estaba dispuesta a soltarle el cuello.
La llevó a su casa, le preparó un baño caliente y le dio de comer. Debía estar clareando cuando ella se vino a su cama y se acostó junto a él, el cabello de plata sobre su pecho de viejo.
Pasaron algunos días sin que se animara a contárselo a nadie, ni siquiera a Víctor, que le hizo un comentario, mientras jugaban al dominó. Le dijo que lo veía raro, que se había peinado, que algo le pasaba.
La verdad era que no podía hablar del tema. Además, quién iba a creerle. Una sirena, una sirena joven y divina, viviendo con él. Algo mágico, un milagro.
Pasaron los días, esperó que volviera la lluvia, porque la lluvia volvía siempre, otra vez. Era un invierno terrible. La gente que veraneaba en la costa jamás podría imaginar lo que era el invierno en esas mismas playas. Le dio un somnífero, en la cena, no muy fuerte. La cargó en brazos. Esperó en el auto, hasta que el muelle quedó vacío, hasta que los últimos pescadores perdieron las ganas. Entonces sí, la cargó en brazos, mientras la lluvia le golpeaba la cara. Hubo un relámpago que pareció abrir el cielo en dos. Las olas golpeaban el muelle con inusitado ímpetu.
Y la tiró al agua. Abrió los brazos, inclinándose un poco, la dejó caer, el contacto con el agua la despertaría de inmediato. La sirenita rompía las pelotas con locura, que la casa estaba hecha un asco, que no dejara las medias tiradas, que tomaba mucho, que nunca iban a comer afuera, le hacía acordar un poco a su ex mujer.
Volvió al auto y encendió un cigarrillo. En un mes como máximo se iba el frío, y volvían los pejerreyes.

11.10.09

Quesología

Se debe entrar a una quesería, o a una fiambrería, porque una fiambrería por su naturaleza intrínseca, aunque el cartel a la calle diga ‘fiambrería’, también incluye el rubro quesos. Dicho de otra forma, es muy raro encontrar un local que venda fiambres y no venda quesos. Busquemos en cualquier barrio, lo que digo es fácil de demostrar.
Se entra y se compra una horma de queso. El experimento, entonces, requiere de algo de dinero. El queso está caro. Se puede comprar prácticamente cualquier queso, aquí el experimento es laxo, puede haber preferencias pero no dogmas.
Puede ser un queso cremoso, queso fresco, un port salut, queso tipo mar del plata, o gruyere, o muzzarella, o porqué no roquefort. Sardo, fontina, provolone también.
Lo que sí es importante es la cantidad. No se debe comprar un pedazo de queso, sino un queso entero. Una horma, tres kilos, o cinco. Puede que en el queso elegido, al quesero, o al fiambrero, al que atiende, le falte justo un pedazo. Que de la horma en cuestión haya vendido, pongamos, medio kilo, o un poco más. Eso no me preocupa, no hay problemas, la horma sirve igual.
Entonces se debe tomar el queso con ambas manos, esto también es importante, quitarle el frágil envoltorio en el que uno recibe el queso, sacarlo de la bolsa o el papel o lo que fuera con la premura con la que se desabrocha un corpiño. No la cáscara, la cáscara es parte constitutiva del queso. Y uno debe empezar a comer. A dar mordiscos. Meter la cara de ser posible en el queso, los ojos, la nariz, y usar los dientes para arrancar un pedazo, pequeños trozos, masticar, desgarrar.
Lo mejor es estar de pie, en el centro de la quesería, o de la fiambrería. A lo sumo dar unos pasos, alejarse, y permanecer de pie, sobre la vereda. Para ser honesto, también se puede estar sentado, no altera en mucho el experimento. Lo importante es sostener el queso con ambas manos y entrarle con la cara, directo, como un desesperado.
Se debe hacer lo dicho durante un lapso que va entre los tres y los cinco minutos. No es necesario más. Sin pensar, un estado de no mente. Sólo queso.
Cuando, pasados los tres o los cinco minutos, se levante la vista, con la trompa pegoteada, llena de migas tal vez, de acuerdo al queso elegido, con las mejillas cubiertas de una particular grasitud, con pedazos de queso en una ceja o en la oreja o en el propio cuero cabelludo, se advertirá que hay un grupo de personas que lo están contemplando, a uno. Puede haberse formado un semicírculo que se mantiene a una prudencial distancia. Habrá gente de ambos lados de la vidriera, se habrán detenido varios automóviles. Habrá miradas de asombro, un poco de susto, toses, codazos, dudas. Pero nadie se estará riendo, ni una tenue sonrisa ni una carcajada franca, ni burla de ninguna especie. En el fondo de su ser ellos también saben que son unas ratas.

7.10.09

Fulgor

Cuando uno conversa con alguien, un sujeto, una persona, un individuo, advierte con excesiva facilidad, en la inmensa mayoría de los casos, que el sujeto en cuestión es un imbécil sin alma.
El sujeto o la sujeta es poco interesante, carece de sentido del humor, ni hablar de potencia expresiva. No le sucede nada más que un racimo de generalidades, no hay aspiraciones que superen la altura de un perro salchicha, ni desgarradoras tragedias. Predomina el gris. Cosas que a uno lo han atormentado a la edad de once años, serán ignoradas por el sujeto hasta casi finalizada su vida adulta.
Para resumir, habrá un poco de fútbol, un par de cumpleaños, un yogur que te hace cagar de inmediato, alguna crema para tapar las arrugas, según el caso. La mención de alguna playa.
Tal vez sea por eso que cuando me ves comprando un alfajor quedás perplejo, cuando me ves revolviendo un café con leche quedás apabullada, te parece que soy una de las personas más extraordinarias que viste en tu vida. Pero no te dejes engañar, no me asignes fantásticos atributos, ni descomunales capacidades. Es tu tremenda opacidad, yo casi no brillo.

3.10.09

Miles de kilómetros

Todos los domingos, en Buenos Aires, como en cualquier ciudad del occidente civilizado, hay carreras. La gente corre. ‘Maratón Nike’, ‘Maratón Adidas’, ‘Maratón Reebok’, ‘Media Maratón por Axel’, ‘Por Brian’, ‘La Carrera de Miguel’, ‘Corramos por Josecito’, ‘Por el transplante de Tatiana’, no sé. Entre diez mil y treinta mil sujetos integrantes de la población económicamente activa, entre dieciocho y cincuenta y cinco años aproximadamente, saludables, con cierto poder adquisitivo, con zapatillas de doscientos dólares, chicas con tetas y culos más o menos dignos, maricas de cráneos afeitados y modernas gafas que ocultan sus famélicas miradas, viejitos simpáticos con también simpáticas gorritas con visera, divorciadas, oficinistas, tristes en general, boludos en particular, salen a correr.
Yo llego temprano, dejo mi automóvil a unas cinco cuadras, y me instalo a un costado de la calle por donde van a pasar los corredores, a quinientos o mil metros del punto de largada.
Llevo una sillita plegable, una botella de whisky Grant’s que me voy sirviendo en un vasito de plástico, enciendo un purito cubano, llevo un libro, también.
Y me quedo ahí, sentado unos cuarenta minutos, nunca más de una hora, mientras la gente pasa sudando como conejos de angora, jadeando como jabalíes perseguidos, esa enérgica multitud de boludos sin alma.
Al pasar, al verme, algunos dudan, algunos quieren detenerse para golpearme o hacerme una pregunta, otros lanzan un chistido del más profundo desagrado, otros abren la boca para decir algo, pero siguen, tienen que seguir con su carrera.
Pasa un rato, ya he apagado mi puro contra el pavimento, me hago un buche más de whisky, me desperezo, y me voy caminando, con paso cansino. Comprobar que mi fracaso personal y único, que mi desesperación está hecha de un material demasiado denso para ser licuado en un maremoto de errantes boludos, es una de las cosas que mejor me ha hecho sentir en mucho tiempo. No te voy a decir que es mejor que coger, pero supera ampliamente al psicoanálisis y las terapias alternativas. Te genera un tremendo cariño hacia tu propia tragedia. Te sentís bárbaro, y encima falta poco para la hora del almuerzo.