Mariana baja todas las tardes a hacer las compras para la cena. Juan Pablo suele llegar a casa a eso de las ocho. Lo espera Mariana, Lucía, que es su sol, y una cena caliente.
Mariana va por la calle a la pescadería. Empuja el carrito con Lucía, que balbucea, señala algo que le llama la atención, y ríe también.
Lucía tiene un pequeño peluche en forma de delfín. Lucía no suelta ese pequeño peluche ni para dormir. El delfín se llama ‘Pepo’, o quizás sean esas las sílabas que Lucía consigue pronunciar.
Va Mariana, por la calle, empuja el carro con Lucía, presta atención al tránsito, algún bocinazo. Está por llover.
Lucía se distrae, algo llama su atención. La calle, los ruidos, los olores, el movimiento. Al bajar un cordón de la vereda, a Lucía se le cae Pepo, su delfín de peluche. Y ni lo advierte, así va ella, entusiasmada por el mundo que ve. Mariana, con tantas cosas en la cabeza, todavía debe volver y bañar a Lucía antes de la cena, ha dejado las papas en el horno, debe llamar a su mamá, en fin. No advierte que a la niña se le ha caído su peluche.
Una mujer, que espera para tomar un colectivo, deja pasar diez segundos. Toma el peluche, y lo guarda en su cartera.
El diariero, que ha visto la escena, la secuencia, al igual que la mujer, le dice algo.
–Es de la nena, se le cayó –dice el diariero, y señala a Mariana, al carrito donde va Lucía, que ha seguido avanzando y está, pongamos, a escasos diez metros.
–Sí –dice la mujer. Y sube al colectivo con el peluche en su cartera, el delfín llamado Pepo. Y se va.
Yo estoy sentado en un bar y acabo de ver toda la escena desde el ventanal. Sé, con inusual claridad, que el mundo no tiene mayor sentido. No hay posibilidad de redención, estamos perdidos.
El mozo desde la barra me mira y se pregunta qué carajo hago ahí todas las tardes, sentado con un cuaderno y una birome. Estos boludos que no tienen nada para hacer.