Estábamos desayunando. En un bar. En San Cristóbal. Ella trabajaba en un juzgado, era secretaria de un juzgado, entraba a trabajar muy temprano. Yo tenía un trabajo de oficina, podía llegar a las nueve de la mañana o a las once, lo mismo daba. Acomodaba unos papeles, contestaba algunas preguntas, escribía unos informes, me pagaban a fin de mes, rutina.
Habíamos pasado la noche en su departamento, habíamos cogido. Hasta coger se estaba volviendo una experiencia no digo traumática, pero cada vez menos divertida. Faltaba que me dejara de gustar el whisky y ahí me quería ver, cómo seguía la película de la vida. ¿La numismática? ¿Los viajes a la India? ¿Los cursos de fotografía?
Ella había pedido un diario y me leía en voz alta. Yo jugaba a ver el punto exacto, cuánto tiempo podía permanecer una medialuna dentro del café con leche sin romperse, sin perder por completo su esencia de seguir siendo medialuna. Sin naufragar.
Me leía, ella, noticias de la caída de un avión en Bélgica, más de doscientos muertos, todavía buscaban los cuerpos. Me leyó de unos enfermeros en Uruguay que mataban a sus pacientes con inyecciones de aire o de morfina, ‘jugaban a ser Dios’, eso declararon. Me leyó de los barcos japoneses que mataban cientos y cientos de delfines. El mar se teñía de rojo y los delfines lloraban de dolor, un llanto agudo e inolvidable del más puro sufrimiento mientras unos japoneses chiquititos seguían arponeando y descuartizando, pedacitos de delfín, matando focas bebés a mazazos en el cráneo.
–¿No te importa mucho lo que te estoy contando, no? –dijo ella.
–No –dije–. La verdad que no.
Me comí tres cuartas partes de una medialuna repleta de café con leche, de un bocado. Por un momento vino a mi mente el bocadito Jackeline que comía cuando era chico. Tenía una especie de dulce de leche, pero líquido. Una cosa bella es una alegría para siempre, dijo el poeta.
–A ver, y qué hacés vos –ella estaba ofuscada, se quitó el cabello de la cara– ¿Se puede saber qué carajo hacés vos para que el mundo sea un cachito mejor, para que este planeta no sea tan pero tan horrible?
–Bueno –dije–, te aguanto.