Entonces, la forma que tiene el vendedor de expresar su odio a la humanidad toda es ignorarte. Vos entrás, y el vendedor sigue hablando con el otro vendedor, o habla por teléfono como si estuviera arreglando para cenar con Daniela Urzi, o mira la computadora, la pantalla de una computadora que atrasa treinta y siete años y tiene un monitor de fósforo naranja. Mira la compu, el vendedor, y no a vos, no te saluda ni sonríe, no te dice ‘hola’, mira la compu como si estuviera jugando al poker con el gordo Ronaldo, como si estuviera twitteándose con Lady Gaga, como si su vida no pudiera parar de ser interesante.
Y antes me ofendía, me ponía mal. Tosía o decía algo. Pero no hace falta eso, no.
El antídoto, la forma, es bien sencilla. Lo único que tenés que hacer es ponerte a tocar algo. Algo de la mercadería que hay en el local. Olvidate del vendedor, olvidate si entra más gente. Si estás en una casa de ropa descolgá un saco que te quede, a vos, tres talles más chico, y empezá a meter un brazo, quizás incluso sin sacarte tu propio saco. O sacás un pantalón de un perchero y empezás a meter un pie con zapato y todo. Si es una fiambrería podés levantar un pedazo de queso fontina que fue prolijamente ubicado sobre el mostrador, lo levantás con ambas manos y apoyás la nariz encima o le metés un dedo para ver la consistencia, o agarrás una mortadela de cinco kilos cortada al medio, te la pasás por la frente y suspirás. Si es una librería agarrá un libro, cualquier libro, lo abrís al máximo, como si quisieras partirlo en dos, y te ponés a leer, así de pie. Das vuelta una página, leés un par de líneas, pensás, das vuelta otra página con descuido, la doblás, la arrugás.
En cualquier caso, el vendedor se va a fastidiar mucho.
‘¿Sí?’, te va a decir, o ‘Señor’, o ‘¿Qué desea?’.
–Nada –respondés–. Quería saber si existo.
Y te vas.