27.6.09

Peregrino

Suena el despertador. Me levanto. Me lavo la cara. Pongo a hervir agua. Necesito tomar dos mates, arrancar. Llego tarde al trabajo, otra vez.
Entonces me veo las manos. Mis manos nunca han sido mi punto fuerte, manos no muy grandes, dedos no muy largos, el dedo del medio torcido por algún pelotazo que inflamó una falange, una falange que decidió no desinflamarse jamás, las uñas mordisqueadas, en fin.
Tengo los estigmas. Jamás había visto algo así. Reviso mi mano derecha, primero, la marca es redonda, del tamaño de una moneda de diez centavos, un par de centímetros por debajo del centro exacto de la palma. Hay restos de sangre reseca. No me atrevo a abrir, preso de la perplejidad, mi mano izquierda, pero finalmente la abro. Aquí la marca es algo más irregular, y la sangre se mezcla con ceniza o tierra.
Me apoyo en la mesada, siento que mis rodillas se aflojan, es un leve desvanecimiento mientras intento descifrar la señal. Lo que me sucede, las implicancias.
Soy un elegido. Un discípulo, tal vez. Debo abandonar mi casa, mi trabajo, mis seres queridos. Debo ser un peregrino que lleva la palabra de Dios a los lugares más recónditos de la tierra, debo emprender mi via crucis personal e intransferible, partir a predicar.
Tomo un mate. Un pensamiento como un relámpago cruza mi fatigada mente. Recuerdo que ayer a la noche fui a una fiesta y me tomé medio litro de whisky. Después quise agarrarme a trompadas con el dueño de casa, también quise hacer un concurso a ver quién soportaba apagarse cigarrillos en distintos lugares del cuerpo. Después quise violar a alguien, una prima de alguien, que tiene problemas motrices. Después rompí botellas y quise cantar un tango, semidesnudo, en el balcón. Recuerdo perfectamente ahora que me bajaron entre varios, a patadas, por las escaleras. Recuerdo que me dejaron tirado en la calle.

*el tango que quise cantar fue ‘callejera’, música: Fausto Frontera, letra: Enrique Cadícamo.
http://www.todotango.com/spanish/las_obras/letra.aspx?idletra=39

23.6.09

Viejo truco

Voy a una panadería, una panadería del barrio, muy conocida, hacen productos de calidad. Me atiende una chica, tiene puesto una especie de delantal anudado a la espalda, y lleva el cabello cubierto con un pañuelo que hace juego, no con el cabello, sí con el delantal. Está cansada, está triste, se fastidia cuando una medialuna logra zafarse por un instante del brusco chasqueo de su pinza, pone cara cuando algún cliente pide que le den otra factura, la que tiene más dulce, envuelve los panes con un exceso de énfasis, ticketea en la caja como si quisiera atravesar las teclas para ver qué hay del otro lado.
Le pido una torta. Una torta que vi en la vidriera, con dulce de leche en medio de dos capas de bizcochuelo, y una tremenda dosis de crema cubriendo toda la superficie. La altitud de la crema es igual a la altura del bizcochuelo. Serán diez centímetros de bizcochuelo, con dulce de leche, y diez centímetros de crema encima. Es la especialidad de la casa, la torta, lleva el nombre de la panadería, pesa un kilogramo y medio.
–Una de esas –le digo. Y cuando la saca de la vitrina para envolverla, cuando la pone por un instante sobre el mostrador recubierto de un horrendo plástico naranja, levanto una mano, como si estuviera deteniendo un imaginario vehículo–. Dejame verla un momento, por favor.
Tomo la torta y con un simpático movimiento me la estampo, con fuerza, contra el rostro. Por un momento logro separar las manos de la base de la torta, y aún así la torta permanece adherida a mi cara. Procedo entonces al despegado, luego apoyo la torta, lo que quedó, sobre el mostrador, y utilizo ambos dedos índices a modo de limpiaparabrisas, sobre mis párpados cerrados, para entonces sí, poder abrir los ojos.
Hay cuatro o cinco clientes que han quedado estupefactos. La chica ha intentado protegerse, cubriéndose el pecho con las manos. Un perro ladra del otro lado del vidrio.
–Pero –dice la chica–. Señor.
–Charáaan –abro un poco los brazos, muestro las palmas, y entonces sí, ella se permite la risa franca, la carcajada contenida–. Quería ver si algunas cosas todavía siguen funcionando. Y quería verte sonreír. Cobrame, por favor.

19.6.09

Little wing

En el centro, peor aún, en el microcentro, en el lugar con mayor densidad poblacional de toda la Argentina, y de boludos, y de odio, y de todo lo malo que pueda generar la vida en una ciudad, en Florida y Sarmiento, para los entendidos. Un chico, con un pequeño amplificador, toca la guitarra eléctrica. Tiene puesto un simpático gorrito de lana, con una especie de solapas que le cubren las orejas. El chico es flaco, y toca con los ojos cerrados, y el gorrito, las orejeras, se mueven. Tiene varias capas de ropa, y una bufanda enroscada al cuello. Hace mucho frío.
Toca, toca ‘little wing’, toca ‘all along the watchtower’, toca ‘the wind cries mary’. Toca muy bien, toca genial. La gente pasa, apurada. Algunos se detienen, diez o quince segundos, y rebuscan una moneda mientras el chico estira los temas.
–Te hago una pregunta –le digo. He esperado unos buenos siete minutos a que termine un tema. Me mira– ¿Cuánto hacés?
–¿Eh?
–Cuánto hacés, más o menos, acá, en un día.
Desconfía, pero ve que no soy inspector, ni ladrón, ni policía. Un boludo más, apenas.
–Cuarenta pesos –señala con el mentón otra gorra, sobre la vereda, hay algunas monedas, un billete de dos–. Me quedo cuatro horas máximo. Si el día es bueno, hago un poco más. A veces algún turista te pide un tema, o se quiere sacar una foto, no sé.
–¿Cuántos años tenés?
–Veintisiete –me dice, y mastica un pedazo de una barrita de cereal. Le parezco un boludo, eso está claro. Así como los jugadores de fútbol dicen que saben quién ha sido jugador de fútbol, sólo por la forma de pararse, el chico sabe que yo no sé tocar la guitarra, que no soy un colega. Algo en mi rostro, el grosor de mis dedos de uñas carcomidas.
–Tomá –le doy cien pesos, un billete de cien.
Me mira. No se anima a agarrarlo. Busca la trampa, pero no hay trampa.
–No vendo ningún cd –dice–. Pero te puedo grabar algún tema que quieras, te lo traigo mañana.
–No, no quiero ningún tema –levanto un poco el billete, es un imán, lo agarra y lo aprieta en un puño, lo esconde entre sus ropas–. Quiero que no toques más, por hoy. Quiero que te vayas.
–¿No te gusta? No me digas que toco mal.
–No es eso, boludo. Quiero que te vayas de acá. Quiero que entiendas que los que venimos acá venimos por plata, venimos a matar, no tenemos alma. Venimos justamente porque no sabemos tocar la guitarra, venimos porque no sabemos hacer nada más que trabajar. Y vos aprendiste a tocar la guitarra para no tener que trabajar en una oficina, no tenés que estar tocando para turistas pelotudos que le sacarían fotos a un sobrecito de azúcar. Vos aprendiste a tocar la guitarra para estar en una banda, para coger con chicas que se dejan el flequillito stone, para salir de gira por la costa y vivir en una cabaña frente al mar.
Por eso, quiero que entiendas que al estar acá tu fracaso es treinta y tres mil veces peor que el mío, mucho peor que el de una cajera de supermercado o el de un empleado bancario. Quiero que hagas algo lindo con tu arte, con lo que sabés hacer, con tu don, o quiero que te mates. Porque si te vuelvo a ver por acá quiero que claudiques definitivamente, que aceptes lo repelotudo que sos, que te pongas una corbata vos también y no jodas más.

15.6.09

Treinta y tres pedazos

Mi amigo H. tuvo un accidente, un accidente en moto. Le gustaron las motos desde que era chico, desde siempre. Y fue comprando motos cada vez más caras, motos que fueran cada vez más rápido. Pero tuvo un accidente. Yendo a Pinamar, en su moto BMW R1100, carenado amarillo, dicen que hay sólo 3 en toda la Argentina. Iba a doscientos, me contaron, con su campera de cuero especial y la intención de llegar a Pinamar en dos horas, batir su propio récord. Llovía un poco, algo falló, mi amigo H. perdió el control de su extraordinaria moto y salió volando por el aire. Dicen que voló como cien metros. Y se clavó. De cabeza. Contra el pavimento.
Está internado en terapia intensiva. Paso a saludarlo. Le llevo chocolates, un buen vino, libros. Su madre está en la sala de espera. Me abraza, y llora.
–Quedó cuadripléjico –me dice la madre–. Inmóvil, absolutamente inmóvil, del cuello para abajo. ¡No se puede ni rascar la nariz! –Se va deslizando, la mujer, no puedo sostenerla, se derrama sobre las baldosas color verde agua y entonces se pone de pie el hermano mayor de H., para ayudar a levantarla, pero no tiene fuerzas, y por un momento nos caemos los tres, ante la reprobatoria mirada de un par de enfermeras para las cuales el dolor es simplemente parte del decorado.
Entro a verlo. Camino por un estrecho pasillo sin mirar demasiado las camas donde algunos yacen en el remanso de la inconsciencia, otros gimen de dolor mientras un cáncer los devora, y así.
Mi amigo H. está muy quieto, recién bañado, con un grueso vendaje sobre la frente, los brazos inertes al costado del cuerpo. Lleva puesto un pijamas celeste con ositos amarillos que mastican un chupetín rojo infinidad de veces y sonríen satisfechos. Está tapado hasta el pecho, la cabeza levantada sobre un par de almohadones, los ojos muy abiertos. Y hay ese olor, ese olor sutil e irrebatible, el olor de las malas noticias que vienen de la mano de la medicina.
–Qué hacés, che –digo, pero casi no digo, se me debe haber caído la voz en algún lado.
Nada. No habla. Hay un rictus, sonríe, un estiramiento lateral de la comisura de los labios, pero no mucho, apenas, de un solo lado, y los ojos sí, los ojos me miran y es una mirada que sólo he visto en algunos animales, en un perro que espera del otro lado de la puerta y no sabe porqué la puerta está cerrada ni encuentra una rotunda manera de manifestar su desesperación.
–Te diste un palo, nomás –levanto una mano buscando una pared para apoyarme, pero no hay pared. Abro los pies un poco, tratando de afirmarme–. Me dijeron que podés hablar. Así que contame cómo estás, decime algo, forro.
Nada. Una inspiración profunda, que infla apenas su escuálido pecho. Fija la vista en los cables que bajan, en el suero o el calmante o lo que sea que gotea y se mete en su muñeca derecha.
–Decime algo, pelotudo –yo también intento sonreír–. Decime cómo quedó la moto, decime qué dicen los médicos. Te quiero mucho, y te vas a poner bien, pero decime algo.
–Matame –dice.
–¿Qué? –Estoy transpirando, hace un calor del carajo. No entendí bien, habla muy bajito y no entendí bien.
–Ma ta me –separa las tres sílabas, mueve la boca muy despacio–. No voy a poder mover un dedo nunca más en mi vida. No voy a poder coger ni tomar cerveza ni andar en moto nunca más en mi vida. Aprovechemos ahora que no está el médico ni mi vieja. Agarrá una almohada y asfixiame.
–Me partí la columna en 33 pedazos –sigue–, no tiene arreglo. Si sos mi amigo, matame. Si no, andate y dejame en paz.
Ahí estoy yo, de pie, junto a la cama de H., que nunca más volverá a ser H. Y no están los médicos ni las enfermeras, no sé porqué. Y ahí está la almohada, y la mirada de H. desde quién sabe qué infierno.
Ahí estoy yo, de pie, junto a la cama de H.

11.6.09

No se nota

Cuando alguien te habla de las virtudes del matrimonio, cuando alguien te dice que la vida resulta un territorio yermo y vacío si no te despertás setecientas treinta y nueve domingos al lado de la misma insostenible persona, cuando te dicen que la vida es absurda hasta que no viste emerger a tu quinto hijo del interior de la vagina misma, bueno, eso no está bien.
Cuando alguien te dice que si no tenés el póster de Sai Baba en la puerta de tu cuarto entonces sos como un lobo extraviado y babeante, cuando te dicen que si no peregrinaste a la India para tocarle los pies a ese hombre que no ha usado zapatos jamás en su vida y sonríe como un beato o como cuando yo era chiquitito y tenía tremendos deseos de hacer pis, entonces sos una bestia sin alma con el intelecto de un scottish terrier, cuando te dicen que si no prendés incienso de lapacho y dulce de batata el tercer día del equinoccio del dragón tu vida, para resumir, no tiene sentido, bueno, eso no está bien.
Cuando alguien te dice que no viviste nada hasta que no corriste cuarenta y un kilómetros y te falta un solo kilómetro para terminar la maratón, cuando te dicen que no hay nada tan intenso como sentir después de seis horas que te cagás, que si estornudás te cagás, y aún así seguís corriendo porque sabés que es en el correr donde está el secreto de todas las cosas, cuanto te dicen que no hay nada en el mundo, ni la heroína, ni coger, comparable al momento en que te sacás las zapatillas después de tres horas de correr como un energúmeno, bueno, eso no está bien.
Y podríamos seguir. Con el teatro, el psicoanálisis, la dieta vegetariana, la pesca con o sin mosca, la fotografía, y así. Podríamos seguir.
Si sos feliz yo me voy a dar cuenta. Vos no digas nada.

7.6.09

Guruji

El gurú agonizaba, el gurú se moría. Descansaba en su lecho de flores rojas y blancas, y parecía estar prácticamente sumergido en ellas. Asomaba su cráneo huesudo, cubierto por una fina capa de piel, insuficiente para cubrir lo que albergaba el interior, y asomaban las venas apenas palpitantes, los huesos del cráneo, como si les faltara un tris para quebrar el pergamino epitelial.
El gurú siempre había sido delgado merced al más estricto vegetarianismo y a su vida de asceta, de meditador y peregrino. Se lo veía por lo general sentado, envuelto en su chal, o de pie, apoyado en un bastón. La imagen a lo Gandhi, que todo el mundo había visto alguna vez, esas escuálidas rodillas, ese andar como si se estuviera desplazando por un río, como si el agua lo cubriera hasta la cintura y fuera imperioso andar con extremo cuidado.
El gurú tenía 83 años, y había anunciado que moriría a los 83 años. Permanecía recostado en su lecho de flores, exánime, dos dedos, índice y pulgar de su mano derecha, acariciando una flor.
Y era todo ojos, dos protuberancias al borde de la exoftalmia, su mirada todavía vivaz, recorriendo la inmensidad de la sala, sus pupilas de un negro infinito en medio de la esclerótica que ya no era nívea sino amarillenta.
Había música de fondo, un sonsonete tarareado por cientos de voces, los presentes que permanecían haciendo tintinear campanitas y susurrando mantras tantas veces ensayados.
El incienso en el aire resultaba algo empalagoso, excesivo tal vez, pero los discípulos juraban y perjuraban que era la fragancia preferida del maestro.
A los costados del gigantesco camastro, dos jóvenes con el torso desnudo abanicaban al maestro con hojas de palma. Eran los meses de mayor calor en Naipul.
El gurú, con un rictus de contrariedad por el esfuerzo, alcanzó a levantar un índice, la señal acordada cuando requería que le humedecieran los labios con té de mango. La muerte siempre resulta algo triste, aunque el maestro había explicado hasta la extenuación que no había motivos para estar triste, por la contundente razón que no había muerte. Un cambio de envase tan solo, para continuar su obra de misericordia y simpatía infinita.
El gurú se moría, y había que regocijarse.
–Maestro –dijo uno de los muchachitos calvos de la primera fila, poniéndose de pie, inclinándose sobre el lecho–, maestro, antes de irse, ¿cuál es el sentido de la vida?
El gurú abrió los ojos, con infinita bondad, lo que hizo que el muchacho se acercara un paso más y torciera la cabeza, prestando su máxima atención al momento sublime.
–Pelotudo –dijo el gurú. Y se murió.

3.6.09

Haiku, birra, faso

Camino bajo la lluvia por el barrio de mi niñez.
Me cobijan árboles que ya no existen.
La gente que pasa no entiende.