30.11.12

Para no estar (tan) solo


         No, no tenés que entender a las mujeres. No hace falta, ni lo intentes. No es preciso, además.
         Lo único que tenés que saber es que la mujer viene con un mecanismo, un dispositivo. Los hombres se la pasan pensando que quizás les ha tocado una mujer en particular, con determinados atributos de carácter, rasgos de la personalidad. Algo hormonal, nada que ver.
         El tema es que la mujer no tiene plan. Viene a la vida sin plan. Entonces su plan, el plan de la mujer, es modificar tu plan.
         Ya sé, ya sé. ¡Te digo que ya sé! Está la maternidad, dar vida, eso. Lo que justifica a la mujer, la redime, le da alguna trascendencia acerca de su precario paso por la tierra, la exonera, si es preciso decirlo de alguna forma, de todo lo demás. Pero eso no es un plan, eso es imperativo-categórico. Le pasa a las lechuzas, a las jirafas, también.
         Si entendés eso, apenas eso, no vas a tener problemas con las mujeres nunca más.
         Repito, para fijar los conceptos (y más que nada para molestar). La mujer no tiene plan. La mujer, su aire y su alimento, está en modificar tu plan.
         Pasamos a la praxis. No me quiero quedar en las alturas, regodeándome en un andamiaje teórico tan genial. A veces tengo miedo, también, me pregunto por qué yo, por qué me tocó saber tanto a mí. Too much.
         Si vos querés una pizza. Si vos te morís por dos porciones de fugazzeta  y una lata de cerveza, tenés que simplemente decir: ‘¿qué vas a cocinar?’. Si vos querés echarte un polvorón más o menos digno, lo único que tenés que hacer es levantarte del sillón antes que termine la película y decir ‘me voy a dormir, estoy recansado, no doy más’.
         Y así, cuando vos digas que querés comer comida casera tu mujer pedirá una pizza en La Continental, cuando vos te tires en la cama como un exánime rinoceronte tu mujer vendrá al cuarto con su mejor camisón y buscará contacto, cuando vos digas que sería bueno ir al sur en auto tu mujer dirá que ella necesita una quincena en Pinamar.
         Lo importante es que la mujer sienta que ha modificado tu plan. Y entonces sí, vas a ver cómo tener una mujer cerca, una compañera, es una de las cosas más lindas que a un hombre le pueden pasar.

25.11.12

Quién hubiera dicho


         No creo mucho en los seres humanos, como especie, en general. No espero nada demasiado bueno de las personas. Sé que cuando hay demasiada gente es un error, sin excepciones. No importa si se trata de un recital o del subterráneo, no importa si Argentina salió campeón de algo, de cualquier cosa, si hicimos el sánguche de milanesa más grande del mundo o si le declaramos la guerra a Bolivia porque la Pachamama es Argentina y atiende en Almagro. Si hay mucha gente, no quiero estar ahí, si hay mucha gente, está mal.
         Para resumir, la gente es una mierda, eso quería decir.
         Ahora, cuando voy a hacer las compras, a un supermercado de barrio, un domingo cualquiera. Si te fijás un poco, si mirás bien. Vas a ver, en la puerta del supermercado, del lado de afuera, enganchado a un árbol o a un poste de luz, de la correa, un perro. Algún perro, cualquier perro. Un perro de alguien, no importa de quién, de alguien que entró a hacer compras y tuvo que dejar el perro afuera.
         Y mirás, es un minuto nomás, al perro. El perro es todo ojos, no hay nada más en su mente que la puerta, el lugar por el que su dueño se fue. El perro espera y espera y es la desesperación más pura que yo jamás haya visto. El perro, ese perro, necesita que vuelvas, vos. Sí, vos, ese pelotudo que acaba de comprar una botella de Gancia y  medio kilo de queso Port Salut, esa quejosa mujer que huele a naftalina y a flujo vaginal intenso y que acaba de humillar a la cajera del supermercado por una moneda de veinticinco centavos.
         Quiero decir, el perro está ahí, señalándole al universo entero que algo  bueno habita en ese ser humano. El perro está ahí, esa muda alegría de volver a verte, diciéndonos, a todos, que quizás tenga algún sentido nuestra absurda existencia.

20.11.12

Mejor así


         Es divertido cuando  un contador se despierta en mitad de la noche para hacer pis, y descubre que se le está inundando el baño. Que se debe haber roto un caño, del baño, del vecino, de arriba.
         Resulta simpático cuando un prestigioso abogado va a hacerse un chequeo anual y el médico mira la radiografía del tórax, y la vuelve a mirar, y el abogado no quiere preguntar pero pregunta, y el doctor le dice que conviene repetir la placa, que ve una manchita. ¿Usted fuma mucho?
         Me parece bien cuando una psicóloga algo mayor sale de ducharse y por un instante, mientras se seca, se observa al espejo y no le gusta para nada lo que ve. Da un paso adelante, enciende esa luz. Cómo es posible, claro que es posible que te salgan canas, ahí también, sí.
         Es que fuera de tu estricta área de cobertura sos uno más, un boludo más. Lo que sabés no te salva.

15.11.12

Minotauro


         Iba para la costa, fuera de temporada. Paré en Minotauro, para tomar un café con leche, estirar las piernas, hacer pis. Es un poquito antes de llegar a Dolores.
         Sábado, las diez de la mañana, había salido temprano. Llovía, apenas.
         Paré el auto. Me bajé, me desperecé. Se me acercó un perro bigotudo, movió la cola sin demasiado entusiasmo.
         Entré, tres chicas detrás del mostrador, con el mismo delantal y el cabello recogido. Pocas mesas ocupadas. Un tipo de bigotes y camisa a cuadros fumando contra un rincón, mirando por la ventana. Un matrimonio intentando darle de comer a un bebé. Una parejita dándose la mano por encima de la mesa.
         –¡A ver, forros! –di un golpe sobre el mostrador, la superficie de fórmica hizo un chasquido de platos y cucharitas– ¡Esto es un asalto! ¡Pongan todo lo que tienen arriba de la mesa! ¡Celulares, billeteras, todo!
         Hice silencio, una pausa. Tomé una gaseosa que ya estaba abierta y bebí un trago, del pico. Después partí la botella contra el mostrador, y dejé caer, los pedazos, al piso.
         –¡Al que se haga el vivo lo quemo de una! –seguí– ¡La guita, loca, dame toda la guita! ¡Vos, abrí esa caja! ¡Qué cara de boludos que tienen todos, por Dios bendito y la Virgen que llora Fernet! ¡Y vos, sí, vos, vení que me la vas a chupar un poco, me gustan tus tetitas!
         Nada. Una de las chicas de atrás del mostrador se dio vuelta, y siguió preparando un café con leche con la máquina. El tipo de bigotes terminó su cigarrillo y encendió otro. El bebé eructó. Afuera estacionaron otros dos autos. Entró más gente, una mujer a la que le costaba caminar, como si tuviera un problema de cadera, preguntó si hacían tostados, cuánto costaban.
         Dicen, lo he escuchado en más de una ocasión, que uno de los encantos que tiene el irse de vacaciones, es que podés ser otro. Pero a mí no me pasa, se ve que conmigo no funciona así.

10.11.12

Perspectiva


         Mi amigo RM recibió instrucción militar, siendo jovencito. Después, pasada la adolescencia, salió de ahí, la vida lo llevó hacia otro lado.
         Cada tanto, en algún asado con amigos o en una pizzería, se le da por recordar un par de anécdotas de aquella época en que abrazaba la carrera militar. El territorio de la adolescencia revisitado desde la adultez, con nostalgia y cariño. Algo de lo más normal, a todos nos pasa.
         Una de las historias que RM recuerda de esa época, es una historia que se contaba entre los novatos, los jóvenes que hacían sus primeros pasos en la escuela militar.
         Se contaba, recuerda RM, que después de tres años de instrucción, se seleccionaba a los mejores, eran detectados aquellos con mayores aptitudes. Y se les ofrecía, lo cuento con mis palabras, carezco de la exacta jerga y tampoco importa, se les ofrecía, entonces, decía, pertenecer a un sofisticado grupo de elite. Ser los más especiales y únicos soldados de la patria, para secretas misiones. Ser comandos.
         Entre las tremendas pruebas a las que eran sometidos en una impiadosa instrucción, los comandos, había una, una que se contaba y que RM solía recordar.
         La prueba era, más o menos, así. Se llevaba al aspirante a comando a la selva, al monte. En Chaco, en Formosa.  Se lo desnudaba y se lo molía a golpes, entre varios. Luego se lo encerraba en una jaula construida con cañas de bambú sobre el barro, aunque no sé si era bambú, pero tipo Vietnam. Se le daba, solamente, al aspirante a comando, un vaso de agua y un pedazo de pan por día como único alimento. El pan podía haber sido pishado, o utilizado por alguien para limpiarse el culo, esos detalles. Debía permanecer, el soldado, encerrado e indefenso, en medio de la selva.
         No, no terminé. ¿Te aburriste? Sigo.
         Pasaba algo, durante el encierro. A los tres o cuatro días, como por casualidad, aparecía un perro. Un cachorrito, atorrante, venido de quién sabe donde. Del monte, de la zona.
         El cachorrito aparecía y se metía en la jaula. El perrito, era de lo más normal, se pegaba al prisionero, al soldado, al aspirante a comando, ya que los encargados de la vigilancia no le daban bola, o sencillamente lo pateaban, intentaban quemarlo con un cigarrillo. Y el soldado, que no tenía absolutamente nada para hacer más que soportar que lo despertaran en mitad de la noche y lo baldearan con agua helada o le pusieran música a todo volumen para no dejarlo ni siquiera dormir, para que enloqueciera, bueno, el soldado jugaba un poco con el perrito.
         El soldado y el perrito dormían juntos. El soldado le daba cobijo a su mascota, su amigo.
         Pasadas un par de semanas, transcurrido ese plazo donde el soldado había sido picado por insectos, había tenido que dormir junto a sus excrementos, había recibido nuevas y variadas palizas y demás humillaciones de carácter tan inconcebible como vejatorio, al final, se le decía al soldado que la prueba había finalizado. Lo felicitaban, la capacitación había concluido.
         Antes de liberarlo y que pasara a integrar el selecto grupo, faltaba una cosa más, sólo una cosa. Debía, el soldado, matar a la mascota. Matar al perrito, con sus propias manos, y comérselo. Eso era todo.
         Aquí terminaba la historia, la historia que cada tanto RM recordaba y solía contarnos. Se hacía entonces un particular silencio, la gente soltaba los cubiertos y dejaba de comer. Alguien, pasados unos minutos y todavía sin hablar, se animaba a servir más vino.
         Y a mí se me ocurre ahora, se me da por pensar con la prístina claridad de concepto que suele dar una adecuada distancia de los hechos, que el entrenamiento descripto, con sus peculiaridades, no debiera ser para los aspirantes a un sanguinario grupo de elite dentro de las fuerzas armadas.
         Quiero decir, si no podés hacer eso, te va a costar conseguir trabajo, formar una familia, viajar en colectivo.

5.11.12

Encuentro con el poeta


         Viviana trabajaba freelance, de fotógrafa. Hacía fotos en fiestas, en casamientos también, para ganarse la vida. Pero no era lo que le interesaba. Participaba en concursos, fotografiaba insectos o la lluvia o a su perro dormido, hacía cursos, compraba libros. Entre tantos rubros sobre los cuales no entiendo nada de nada ni me importan, no entiendo nada de fotografía. Pero eran buenas fotos, era algo que se podía sentir.
         Le pedían fotos, habitualmente, para algunas revistas. Paisajes, o fotos de manifestaciones, fotos de determinados recitales, fotos de algún personaje al cual le habían hecho una entrevista.
         Me dijo, Viviana, que le habían pedido un par de fotos de Pedro Pablo Mavale. Pedro Pablo Mavale era uno de los poetas más importantes, vivos. Había estado internado en un hospital psiquiátrico, por más de diez años, después de dos o tres intentos de suicidio. Escribía, en sus comienzos, bajo el alias de ‘Piterpol’, y se había transformado, casi de inmediato, en un poeta de culto, maldito, una leyenda viviente. Pura potencia expresiva, mezclado con pinceladas de infinita ternura, extraña combinación. Curiosamente, había accedido a que le hicieran un reportaje para la revista literaria ‘Hueso’, debía necesitar el dinero. Viviana tenía que tomar algunas fotos del poeta que iban a aparecer, junto con el reportaje, en el próximo número de la revista. Pedro Pablo Mavale debía andar por los setenta años, se decía que no salía nunca de su casa, se decía que ya no escribía.
         Me preguntó, Viviana, si no quería acompañarla el día que iba a tomar las fotos. Pedro Pablo Mavale le había dicho que podía recibirla el domingo por la tarde. Viviana se acordaba que yo, una vez, hacía muchos años, cuando estábamos llenos de ilusiones, cuando cogíamos, le había regalado un libro de Mavale.
         –El libro se llamaba ‘Mi pito en tus manos’, ¿te acordás?
         –Sí –dije. Me acordaba. Poemas como cuchillazos de un loco con un oxidado Tramontina. Contaba la leyenda que Mavale era admirado por Burroughs y por Bukowski, los dos al mismo tiempo. Habían venido de la Random House para publicarlo en inglés, le habían ofrecido un contrato, y él había dicho que no, que estaba bien así. Que no quería.
         Me dijo Viviana que Mavale estaba viviendo en un departamentito sobre la calle Independencia. Domingo, tres de la tarde, nos encontramos, fuimos.
         Tocamos timbre, Independencia al mil doscientos, no preguntaron nada del otro lado del portero eléctrico, abrieron. Subimos.
         4D. Vivana golpeó dos veces la puerta, despacito. Se escucharon ruidos, una botella estallando contra el piso, puteadas, seguidas de carcajadas, seguidas de más puteadas, ladridos, un grito.
         Se abrió la puerta.
         –¿Qué? –ante nosotros, un hombre. Prácticamente calvo, un puñado de pelo a cada lado de la cabeza, como alitas, la incipiente y blanca barba de no haberse afeitado por tres o cinco días. Estaba en pijamas, bueno, no exactamente, sólo los pantalones largos del pijamas. Rayas que alguna vez debieron ser azules, sobre un fondo que alguna vez debió ser verde agua. Manchados, los pantalones, de salsa, quizás restos de tuco o sangre, y quemaduras de cigarrillos. Flaco, con la panza floja, descalzo, anguloso, ojeras que iban de un lila pálido al morado.
         –Buenas tardes –Viviana tosió, se le había secado la garganta–. Soy la fotógrafa de la revista ‘Hueso’. Vine a hacerle unas fotos, como habíamos quedado.
         –¿Qué? –Se rascó el estrecho torso desnudo con el revés de un pulgar que tenía una uña larga y amarilla. En la otra mano tenía una botella de whisky por la mitad, ‘Old Smuggler’. Inclinó la cabeza hacia atrás, y por un momento pareció que iba a caerse. Bebió un largo trago de la botella, del pico. A causa del particular pico vertedor que suelen tener las botellas de whisky, el whisky, justamente, salió a borbotones, empapándole el rostro.
         –Soy la fotógrafa de la revista… –se interrumpió, Viviana, quizás sea mejor decir que fue interrumpida por el inconfundible sonido de un pedorreo largo, ronco, profundo.
         –Ahhh –abrió los ojos, Mavale. Ahí estaba, el ícono viviente, el autor de ‘Desesperaciones’, y ‘Perdiendo la gracia’, donde habían sido tocadas las más altas cumbres de la poesía argentina. El absoluto dominio de la palabra, la indómita belleza, la prodigiosa ternura.
         Viviana se congeló.  Retrocedió un paso. El hombre, Mavale, se sostenía con una mano del marco de la puerta, y levantaba apenas un pie para dejar salir, el pedo, con mayor comodidad. Cagarse mejor.
         –Señor Mavale –saqué de un bolsillo del saco el manoseado libro, cuyo título era ‘A vos nunca te abrazaron así’–. Si no es molestia, traje un libro suyo. Lo leí siendo jovencito, y significó mucho para mí. Quería pedirle, por favor, si podría firmarlo.
         Mientras terminaba mis palabras, llegó el olor. De su interminable pedo. Un olor como a huevos crudos y queso rancio, mezclado con whisky. El olor pronto envolvió la totalidad del palier, fétido, imposible, lacerante.
         –Puto –pensé que había entendido mal, pero no. El viejo me miraba, me hablaba a mí–. Puto, cojan.
         –¿Qué? –Dijo Viviana, que se aferraba con ambas manos a la cámara de fotos que colgaba de su cuello.
         –Cojan –repitió Mavale–. Cojan, yo ya no puedo coger. Pero me gusta tocar, me gusta ver coger.
         Estiró una mano, Mavale, y le agarró una teta a Viviana. La pobre no podía retroceder, no podía moverse del susto. El viejo apretaba la teta, con lascivia, pero como si manipulara un artefacto, un juguete más o menos aburrido. Abrió la boca, se le había juntado mucha saliva, y parecía como si el viejo masticara un poco, la saliva. No debía tener más de cinco dientes, y algo verdoso en su boca. Pedazos de lechuga, o flema, seguramente.
         –Eh, oiga –de un golpe, le bajé la mano.
         –¡Ataca, Pericles! ¡Ataca a los invasores! –Se apartó, de costado, Mavale, para dejar paso a su perro. Era un ovejero alemán, pero ladró sin convicción. Me asusté, de verdad, hasta que descubrí que al perro le costaba moverse. Tenía un problema, arrastraba ambas patas traseras como si las tuviera quebradas. Quizás un problema de cadera, tan común en esa raza. Entonces vi que el perro tenía el hocico casi blanco, su ladrido se fue apagando, me pareció que el perro temblaba un poco, mientras agachaba la cabeza y nos miraba de costado.
         –Llamá el ascensor –le dije a Viviana que parecía haberse recompuesto un poco. Seguía con la cámara en las manos, apuntando al piso–. Vámonos de una vez.
         –Cojan –dijo Mavale otra vez, echó whisky sobre la cabeza del fatigado perro, que se había sentado– ¡Cojan antes del fin! ¡Somos espacios de conciencia!
         Gargajeó, Mavale, escupió al piso. El verde flemón que había venido masticando, y que ahora latía sobre el piso como un aguaviva.
         –¡Somos espacios de conciencia! –Se tambaleó un poco– ¡La vida no tiene sentido, boludos!
         Se fue, se metió para adentro del departamento, dejó la puerta abierta. Se escuchaba música, música clásica. Me pareció que era Shostakovich.
         Llegó el ascensor. La metí a Viviana adentro, y apreté planta baja. Pericles nos miraba, pero algo desorientado, como si se estuviera quedando ciego y buscara imágenes que se correspondieran con los ruidos.
         Salimos a la calle.
         –¿Te sentís bien? –Viviana asintió, y le salió un sollozo. Después se relajó. Se sentó en los escalones de la entrada de un edificio, y se puso a revisar su bolso. Tenía las uñas marcadas sobre la tela de la remera, a la altura del corazón, encendió un cigarrillo.