5.11.12

Encuentro con el poeta


         Viviana trabajaba freelance, de fotógrafa. Hacía fotos en fiestas, en casamientos también, para ganarse la vida. Pero no era lo que le interesaba. Participaba en concursos, fotografiaba insectos o la lluvia o a su perro dormido, hacía cursos, compraba libros. Entre tantos rubros sobre los cuales no entiendo nada de nada ni me importan, no entiendo nada de fotografía. Pero eran buenas fotos, era algo que se podía sentir.
         Le pedían fotos, habitualmente, para algunas revistas. Paisajes, o fotos de manifestaciones, fotos de determinados recitales, fotos de algún personaje al cual le habían hecho una entrevista.
         Me dijo, Viviana, que le habían pedido un par de fotos de Pedro Pablo Mavale. Pedro Pablo Mavale era uno de los poetas más importantes, vivos. Había estado internado en un hospital psiquiátrico, por más de diez años, después de dos o tres intentos de suicidio. Escribía, en sus comienzos, bajo el alias de ‘Piterpol’, y se había transformado, casi de inmediato, en un poeta de culto, maldito, una leyenda viviente. Pura potencia expresiva, mezclado con pinceladas de infinita ternura, extraña combinación. Curiosamente, había accedido a que le hicieran un reportaje para la revista literaria ‘Hueso’, debía necesitar el dinero. Viviana tenía que tomar algunas fotos del poeta que iban a aparecer, junto con el reportaje, en el próximo número de la revista. Pedro Pablo Mavale debía andar por los setenta años, se decía que no salía nunca de su casa, se decía que ya no escribía.
         Me preguntó, Viviana, si no quería acompañarla el día que iba a tomar las fotos. Pedro Pablo Mavale le había dicho que podía recibirla el domingo por la tarde. Viviana se acordaba que yo, una vez, hacía muchos años, cuando estábamos llenos de ilusiones, cuando cogíamos, le había regalado un libro de Mavale.
         –El libro se llamaba ‘Mi pito en tus manos’, ¿te acordás?
         –Sí –dije. Me acordaba. Poemas como cuchillazos de un loco con un oxidado Tramontina. Contaba la leyenda que Mavale era admirado por Burroughs y por Bukowski, los dos al mismo tiempo. Habían venido de la Random House para publicarlo en inglés, le habían ofrecido un contrato, y él había dicho que no, que estaba bien así. Que no quería.
         Me dijo Viviana que Mavale estaba viviendo en un departamentito sobre la calle Independencia. Domingo, tres de la tarde, nos encontramos, fuimos.
         Tocamos timbre, Independencia al mil doscientos, no preguntaron nada del otro lado del portero eléctrico, abrieron. Subimos.
         4D. Vivana golpeó dos veces la puerta, despacito. Se escucharon ruidos, una botella estallando contra el piso, puteadas, seguidas de carcajadas, seguidas de más puteadas, ladridos, un grito.
         Se abrió la puerta.
         –¿Qué? –ante nosotros, un hombre. Prácticamente calvo, un puñado de pelo a cada lado de la cabeza, como alitas, la incipiente y blanca barba de no haberse afeitado por tres o cinco días. Estaba en pijamas, bueno, no exactamente, sólo los pantalones largos del pijamas. Rayas que alguna vez debieron ser azules, sobre un fondo que alguna vez debió ser verde agua. Manchados, los pantalones, de salsa, quizás restos de tuco o sangre, y quemaduras de cigarrillos. Flaco, con la panza floja, descalzo, anguloso, ojeras que iban de un lila pálido al morado.
         –Buenas tardes –Viviana tosió, se le había secado la garganta–. Soy la fotógrafa de la revista ‘Hueso’. Vine a hacerle unas fotos, como habíamos quedado.
         –¿Qué? –Se rascó el estrecho torso desnudo con el revés de un pulgar que tenía una uña larga y amarilla. En la otra mano tenía una botella de whisky por la mitad, ‘Old Smuggler’. Inclinó la cabeza hacia atrás, y por un momento pareció que iba a caerse. Bebió un largo trago de la botella, del pico. A causa del particular pico vertedor que suelen tener las botellas de whisky, el whisky, justamente, salió a borbotones, empapándole el rostro.
         –Soy la fotógrafa de la revista… –se interrumpió, Viviana, quizás sea mejor decir que fue interrumpida por el inconfundible sonido de un pedorreo largo, ronco, profundo.
         –Ahhh –abrió los ojos, Mavale. Ahí estaba, el ícono viviente, el autor de ‘Desesperaciones’, y ‘Perdiendo la gracia’, donde habían sido tocadas las más altas cumbres de la poesía argentina. El absoluto dominio de la palabra, la indómita belleza, la prodigiosa ternura.
         Viviana se congeló.  Retrocedió un paso. El hombre, Mavale, se sostenía con una mano del marco de la puerta, y levantaba apenas un pie para dejar salir, el pedo, con mayor comodidad. Cagarse mejor.
         –Señor Mavale –saqué de un bolsillo del saco el manoseado libro, cuyo título era ‘A vos nunca te abrazaron así’–. Si no es molestia, traje un libro suyo. Lo leí siendo jovencito, y significó mucho para mí. Quería pedirle, por favor, si podría firmarlo.
         Mientras terminaba mis palabras, llegó el olor. De su interminable pedo. Un olor como a huevos crudos y queso rancio, mezclado con whisky. El olor pronto envolvió la totalidad del palier, fétido, imposible, lacerante.
         –Puto –pensé que había entendido mal, pero no. El viejo me miraba, me hablaba a mí–. Puto, cojan.
         –¿Qué? –Dijo Viviana, que se aferraba con ambas manos a la cámara de fotos que colgaba de su cuello.
         –Cojan –repitió Mavale–. Cojan, yo ya no puedo coger. Pero me gusta tocar, me gusta ver coger.
         Estiró una mano, Mavale, y le agarró una teta a Viviana. La pobre no podía retroceder, no podía moverse del susto. El viejo apretaba la teta, con lascivia, pero como si manipulara un artefacto, un juguete más o menos aburrido. Abrió la boca, se le había juntado mucha saliva, y parecía como si el viejo masticara un poco, la saliva. No debía tener más de cinco dientes, y algo verdoso en su boca. Pedazos de lechuga, o flema, seguramente.
         –Eh, oiga –de un golpe, le bajé la mano.
         –¡Ataca, Pericles! ¡Ataca a los invasores! –Se apartó, de costado, Mavale, para dejar paso a su perro. Era un ovejero alemán, pero ladró sin convicción. Me asusté, de verdad, hasta que descubrí que al perro le costaba moverse. Tenía un problema, arrastraba ambas patas traseras como si las tuviera quebradas. Quizás un problema de cadera, tan común en esa raza. Entonces vi que el perro tenía el hocico casi blanco, su ladrido se fue apagando, me pareció que el perro temblaba un poco, mientras agachaba la cabeza y nos miraba de costado.
         –Llamá el ascensor –le dije a Viviana que parecía haberse recompuesto un poco. Seguía con la cámara en las manos, apuntando al piso–. Vámonos de una vez.
         –Cojan –dijo Mavale otra vez, echó whisky sobre la cabeza del fatigado perro, que se había sentado– ¡Cojan antes del fin! ¡Somos espacios de conciencia!
         Gargajeó, Mavale, escupió al piso. El verde flemón que había venido masticando, y que ahora latía sobre el piso como un aguaviva.
         –¡Somos espacios de conciencia! –Se tambaleó un poco– ¡La vida no tiene sentido, boludos!
         Se fue, se metió para adentro del departamento, dejó la puerta abierta. Se escuchaba música, música clásica. Me pareció que era Shostakovich.
         Llegó el ascensor. La metí a Viviana adentro, y apreté planta baja. Pericles nos miraba, pero algo desorientado, como si se estuviera quedando ciego y buscara imágenes que se correspondieran con los ruidos.
         Salimos a la calle.
         –¿Te sentís bien? –Viviana asintió, y le salió un sollozo. Después se relajó. Se sentó en los escalones de la entrada de un edificio, y se puso a revisar su bolso. Tenía las uñas marcadas sobre la tela de la remera, a la altura del corazón, encendió un cigarrillo.

5 comentarios:

A.Torrante dijo...

Varias reflexiones me provoca el relato:
1. Ud. estima a Viviana - un aguante un Domingo a las 3 de la tarde en Independencia al 1200 para tal menester no lo hace cualquiera y hasta alabó su trabajo. Sin dudas la estima.
2. Piterpol y yo tenemos algo en común - algo - su presente podría ser mi futuro aunque yo afortunadamente no soy poeta.
3. Me gustó su relato, por la variedad de imágenes y porque hubo misericordia.
4. Creo que en sólo muy pocos momentos somos espacios de conciencia, es más, la mayor parte del tiempo somos -en el mejor de los casos - seres funcionales.

Mr. Kint dijo...

Muy bueno, Juan, muy bueno.
Quizás Mavale tenga razón, somos espacios de consciencia; el pensamiento es un tubo neumático a la tristeza, algunos procuran olvidarlo cogiendo como ordenaba el poeta, otros se arrojan al consumo, las más infelices atesoran, los más sensatos se entregan sin brida a la locura. Lo que no dijo Mavale es que no ningún curso de acción alcanza.

Me pregunto cómo será una visita a casa de un Hundred envejecido. Supongo que se ubicará en algún punto intermedio entre un destrozado y crudo Bukowski y un Cossery de trajecito en la habitación de un delicado barrio parisino. En fin, lo que sí estoy seguro es que estará como todos: con la gaver en vigilia, expectante, aguardando la oportunidad de soltarle el estropeado peludo a la primer burrita que ingrese a su casa pedir un autógrafo, a sacarle una foto, a dejarle el ABL.
Saludos, un abrazo.

J. Hundred dijo...

*a. torrante! que nos vaya bien a todos.

*mr. kint! su afortunada mención de cossery justifica la existencia de este precario espacio. ‘cuando un hombre puede reír de lo que le sucede, nadie más tiene poder sobre él’, eso dijo el hombre, así como al pasar. con respecto a la visita a un hundred envejecido, se me ocurre como lo más apropiado adherirme a la quinta enmienda. aquello de ‘nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo’, usted ya sabe. un abrazo para usted.

Dany dijo...

Mavale tiene razón.
Hundred, Mr. KInt, Ato ......todos a coger.
Muy buenas descripciones....descarnadas pero muy buenas. Abrazo.

J. Hundred dijo...

*dany! me veo en la obligación de responderle citando en esta simpática oportunidad al filósofo paraguayo, don josé luis félix chilavert, quien, en una oportunidad, consultado sobre determinados dichos del señor ‘huevo’ toresani, respondió: no lo conozco, no ha ganado nada. 1abrazo.