30.4.14

No sé qué decirte


–Juan.
–Sí.
–¿Te puedo preguntar algo? –ella se incorporó en la cama, acabábamos de coger, se había hecho la correspondiente pausa–. Te quiero preguntar algo.
–Sí –giré la cabeza para el otro lado y manoteé el piso, buscando el vaso de whisky.
Lo encontré, lo levanté, lo miré. Estaba vacío.
–¿Vos me querés? –Ella encendió un cigarrillo. Le gustaba fumar después de coger. Le gustaba fumar después de bañarse, también.
–Eehh –dije. 
–Es que se nota mucho –dijo ella–. Antes de coger, no te interesa mucho nada de lo que digo. Estás apurado. Querés que termine, la cena, la charla, lo que sea. Querés ir a coger.
No dije nada. Pensé en el whisky, en la botella de whisky. Debió quedar en la cocina, en el comedor. Sentí la ausencia, la ausencia de whisky, de la botella de whisky, y la extrañé. La extrañé como se extraña a una mascota de la infancia, como se extraña un atardecer en la playa con amigos, cuando sos adolescente, cuando cae el sol.
–Y después de coger, bueno, ahí menos. Ahí sí que no te interesa nada de nada –prosiguió, ella–. De lo que me pasa. De mi vida.
No sabía qué decir. No prometo nada, hace tiempo que dejé de mentir, de prometer. Vivir es distraerse, dijo Bioy. Nos veíamos los viernes, o los martes. Íbamos a cenar, hablábamos un poco. Después, íbamos a coger.
–No sé qué decirte –dije–. No sé qué querés que te diga.
–¡Que te interesa algo! –levantó la voz, pitó con fuerza. Pero no era el inicio de una tempestad, sólo énfasis. Una reacción–. Que te interesa saber cómo estoy, qué me pasa. Que no sé qué hacer con mi vida. Si tengo planes, si quiero cambiar de trabajo, o volverme a vivir a Pehuajó.
–Bueno, cómo estás –dije. 
–No, Juan, así no –apagó el cigarrillo, se puso de pie y comenzó a vestirse. Estábamos en mi casa–. Así parece una joda. No es real. Te da lo mismo. ¡Te da todo lo mismo! Lo que querés es ponerla y nada más.
Era verdad. Coger era una de las pocas cosas que todavía me interesaban. Que me hacían bien. También me interesaba comer dos o tres galletitas con dulce de membrillo, a la mañana. En una época me había interesado leer.
–Esperá que te bajo a abrir –dije. 
–¿Ves? –se apartó el pelo de la cara– ¿Ves? Te da lo mismo, te da lo mismo si me quedo, si me voy. Sos un asco, Juan. Sos un asco de persona, no sé qué carajo hago con un tipo como vos.
–Esperás –le dije–. Más o menos como todo el mundo. Hacés un poco de tiempo. Esperás hasta que te pase algo mejor.

24.4.14

Ahora


Ahora te dicen que no comas carne. Que te hagas vegetariano, o mejor aún, vegano. Crudívoro, si podés. Porque si comés carne, si te comés un churrasco o una milanesa, se te pega la angustia del animal cuando lo mataron, el susto de la vaca por no poder despedirse de su familia, la frustración del chancho de no haber podido llevar  sus hijos a Disney, la tristeza del pollo por no poder seguir vivo y competir en el Tour de France para pollos, se te pega todo lo malo.
Ahora te explican en cualquier programa de televisión que si le ponés un sobrecito de azúcar al café con leche sos Mengele, el azúcar es Satán, Belcebú, Lucifer. El azúcar es el demonio.
Ahora te hacen entender que ni se te ocurra ponerle sal al agua donde vas a hacerte los fideos Don Vicente. Si precisás condimentar la ensalada, la lechuga, los tomates, si te gusta la sal, tendrías que usar sal dietética, sal light, sal desalificada, desalada, desalinizada, sal sin sal es mejor todavía. Si ves un salero, cruzá de vereda. La sal te hace reventar el corazón como si le dieras una patada a un sapo contra un zócalo. La sal es la muerte misma.
Ahora te recuerdan que los hidratos de carbono son la peste. Olvidate de comer una medialuna a la mañana, no entres nunca más a una pizzería en tu vida, no, descendiente de italianos las pelotas, no insistas. Y nada de gaseosas, que se te pudre el alma, probá dejar un clavo oxidado en un vaso lleno de Coca Cola durante una noche, y a la mañana siguiente fijate qué pasa. Y nunca más alcohol. El alcohol fija las grasas, pule las neuronas, empasta la poronga. Podés tomar un vaso de vino en tu cumpleaños de cuarenta, dos vasos de vino en tu cumpleaños de ochenta, tres vasos de vino en tu cumpleaños de ciento veinte, y así.
Está todo muy claro, antes nadie sabía todo lo que hacía mal. ¿El cigarrillo? ¡Ja! Un cigarrillo y tu vida vale menos que la de una araña. Ahora la información circula, podés buscar los efectos de unas papas a la provenzal por internet. Se avanzó mucho, está todo investigado.
Lo que no se sabe es cómo hacer para que la gente esté contenta. Para que la gente vuelva a tener ganas de coger, de caminar bajo la lluvia, o de reírse. Para eso todavía no encontraron nada.

18.4.14

Doppelgänger


Para cortar la ciudad en veinte minutos, tenés que tomar el subte. Es el infierno, es Saigón, es el horror de estar vivo, es todo lo malo que te puede pasar y mucho más. Pero es menos de media hora.
Salí del centro, tenía que ver a alguien, tomar un café con alguien, en un bar de Cabildo y Aguilar.
No, no importa el alguien, ni tampoco importa, mucho menos, el por  qué. Lo que te puedo decir es que tenía que tomar un café con esa persona, para hablar de algo.
Así que me metí en el subte D, en Diagonal y Florida. Hasta ahí todo bien, hasta ahí estamos. Debían ser las cuatro de la tarde como mucho, así que tampoco era el horario de salida del malón de pelotudos que, a falta de ingenio y/o atrevimiento, bueno, trabajan. Había gente, claro que había gente, desde hace algunos años hay gente en todas partes. Pero todavía no estaban demasiado apilados, eso es lo que quise decir.
Voy parado, por supuesto, agarrado para no caerme. Y suelo cerrar los ojos. Por el intervalo de tiempo que dura recorrer dos o tres estaciones. Aplico todos mis conocimientos de meditación, y pienso. Quiero decir, no pienso. Intento no pensar, aunque intentar tampoco sea el verbo adecuado. Ser, estar, sin pensamientos, apenas eso. Puede que me ilumine, que me convierta en un verdadero Buda y me dedique a recorrer el mundo hablando un poco y sonriendo. O puede que se me pase un poco más rápido el viaje. Me sirven las dos.
Acá viene el asunto, el tema.
Repito la operación, la operación de ignorar mi absoluto fastidio, y mantener mis ojos cerrados por un par de estaciones, y no pensar, pensar lo menos posible.
Y abrí los ojos. Para ver dónde estaba, para ver si estaba vivo, para chequear que no me estén cogiendo o afanando o las dos cosas al mismo tiempo.
Abrí los ojos, entonces, te decía.
Estoy en el subterráneo, eso ya lo dije. El subterráneo está detenido, porque ha llegado a una estación. La estación es Agüero. Alto, eso no es todo. También se ha detenido, del otro lado, otro subterráneo, el que va en dirección contraria, hacia Catedral. Los subterráneos van en ambas direcciones, y por leyes de la física, se cruzan en sus trayectos. A veces, en movimiento, o como en este caso por unos instantes, detenidos. El punto es que abro los ojos, y estoy yo. No, yo soy yo, yo sé que soy yo, pero estoy yo también, en el otro subte. Del otro lado.
Parpadeo. Me miro a mí mismo, y ya estoy por comprender que es un reflejo de los vidrios de las ventanillas, me estoy viendo reflejado, a mí mismo. Miro la imagen, como si de un espejo se tratara, la imagen también me mira.
Pero. Ya están por arrancar, uno de los subterráneos o los dos, con milimétricos segundos de diferencia. Se escuchan las bocinas del cerrado de puertas, alguien que habla por teléfono (siempre hay alguien que habla por teléfono, alguien que está muerto y habla por teléfono porque todavía no se dio cuenta, porque aún no lo sabe), esas cosas.
Pero, dije. Del otro lado. Alguien se mueve, alguien se ha levantado. Y mi imagen, sin dejar de observarme, descubre el lugar libre, retrocede un par de pasos, y se sienta.
Arrancan los subterráneos. No puede ser, no puede suceder, que mi imagen se siente, porque yo sé, estoy seguro, que permanezco de pie. Yo sigo parado.
Los subterráneos se mueven. Mi imagen, que se ha sentado, que continúa mirándome, levanta una mano y hace, con dos dedos, una V. Sonríe, apenas.
En Plaza Italia casi se pelean dos tipos, Uno dijo que lo habían empujado, el otro que habían intentado robarlo. El resto del viaje no tuvo mayores complicaciones.

12.4.14

Éramos jóvenes, era verano


Estoy en un bar, desayunando. Tuve que ir a dar sangre para el papá de un amigo. La verdad que no me divierte ni me interesa, dar sangre. Pero la gente que conocés se divide en dos grandes grupos: los que te van a pedir sangre, y los que te van a pedir plata. Así que si me piden sangre, bueno, doy.
Fui muy temprano, di sangre. Me quisieron pesar, antes de dar sangre, tomarme la presión, verme los hematocritos, evaluar mi estado de salud. Flaco, yo vengo y te doy sangre. Si no te gusta cómo está, la sangre, no sé, usala para hacerte buches, o como lustramuebles. Pero no me jodas.
Di sangre, finalmente. Medio litro. Y me fui a desayunar, a mirar por la ventana de un bar. A seguir con mi vida.
Estoy por Boedo, todavía no son las ocho de la mañana. El café con leche está bien caliente y espumoso, las medialunas brillan como pequeños soles. El mundo se ordena.
Entra un muchacho, al bar. Tiene el cabello todavía húmedo. Está muy abrigado, con esas camperas de jean que adentro tienen corderito. Usa una bufanda a cuadros, también, roja y verde. Hace frío.
–Hola –dice el muchacho, y permanece de pie, junto a mi mesa.
–Hola –digo. Espero que apoye sobre la mesa cualquier cosa que sea lo que vende para decirle que no, que no compro. Que se vaya.
–¿Me puedo sentar? –Dice el muchacho. Pareciera que está nervioso, titubea.
Lo miro. Hago silencio. En tantísimas cuestiones, el silencio es la mejor respuesta. Haberlo sabido antes.
–Le quiero decir algo –corre una silla, con lentitud, se sienta sin tocar, con la espalda, el respaldo de la silla–. Soy tu hijo.
–¿Eh? –suelto la taza de café con leche, suelto la birome, suelto un soplido, lo que equivale a decir que suelto el aire.
–Soy tu hijo, Juan –tiene los puños apretados sobre la mesa–. Mi mamá es Silvana, la conociste en Villa Gesell, trabajaba de moza. Ella no me quería decir tu nombre, pero yo insistí. Me contó cómo se conocieron. Vos trabajabas en un boliche, ese verano. Mamá, Silvana, estuvo casada con otro tipo, después. Pero se separó, vivimos en San Bernardo.
–No –dije–. No puede ser.
El chico debe tener quince años, quizás dieciséis. Y se parece, un poco, a mí. Es alto, los desordenados rulos, narigón. No sé, cómo era yo de jovencito. Silvana, Silvana, ¿una moza de Miró? ¿De Dogo’s? ¿Cogía yo en Villa Gesell? ¿Con quién cogía? Andaba drogado todo el tiempo, fue hace tanto.
–Sí, sos mi papá –prosigue, el muchacho–. No te asustes, no quiero nada. No vine a pedirte nada, no te voy a hacer ningún reclamo. Sólo quería conocerte, verte la cara.
–Mirá –digo–. Si sos mi hijo, jamás me enteré. Silvana no me buscó ni me dijo nada. Ni siquiera sé quién es Silvana, no consigo recordarla.
–Entiendo –dijo el pibe–. Pero ella sí se acuerda de vos. Me dio tus datos. Dice que hacías surf, y que tenías un fantástico sentido del humor. Dijo que la hacías reír, eras un capo.
–No sé –digo, tomo un sorbo de café con leche–. No me acuerdo.
–¿Qué hacés? –mira el cuaderno abierto sobre la mesa, garrapateado con mi letra de loco– ¿Puedo mirar?
–Sí, claro.
Lee, el pibe, durante cinco minutos. Lee lo que escribo, historias donde todo me sale mal, donde el mundo entero es una mierda, donde los perros son atropellados con metálica indiferencia, y llueve todo el tiempo, y la vida es como mirar a través de un televisor en blanco y negro con el volumen bajito. No hay esperanza, para taparnos de la desesperación, sólo tenemos la frazadita del fracaso.
–No entiendo –dice, levanta la cabeza, me mira–. Para vos todo está mal. Yo no soy como vos, si no algo de lo que escribís resonaría en mí. No podés ser mi papá.
–Y no –sonrío, es una estúpida sonrisa–. Quizás te equivocaste, o te dieron mal el apellido. Quizás tu mamá estuvo, bueno, con más gente. Quiero decir, no la juzgo, pero éramos jóvenes, era verano.
–Puede ser que tengas razón –suelta mi cuaderno, con algo de desprecio, algo bastante parecido al asco–. Chau.
–Chau, pibe. Que tengas suerte.
Se va, con la bufanda en la mano.
Siempre tuve la sensación que la literatura no había hecho nada por mí, tantos años escribiendo para nada, ni libros ni premios. Ha sido, la literatura, una fastidiada puta a la que me he cogido mal. Ningún resultado.
Hasta esta mañana, claro.

6.4.14

Shuruk Impele


Fueron todos a ver al brujo de la tribu. La preocupación se mezclaba con las rústicas pintadas en los atribulados rostros. Cortaba el aire el precario lenguaje construido a base de siseos, de guturalidades.
–¡Shuruk! ¡Shuruk Impele! –corearon el nombre del reverenciado místico, el temido guía. 
Al rato apareció. Se escuchó una tos y un arrastrar de pies, salió de su cueva.
Descalzo, huesudo, unos pocos pelos, blancos, a los lados de la cabeza, como si fueran pequeñas alitas. Usaba un taparrabos de piel de antílope. Se apoyaba en su bastón, que no era otra cosa que una rama del cedro sagrado situado a escasos metros de su cueva. Tenía una leve renguera, y su mirada era acuosa, casi transparente, lo cual, sumado al particular movimiento que hacía con la cabeza hacia delante, como si fuera un perro y estuviera olisqueando el aire, daba la sensación que el hombre de algún modo te percibía pero no te veía, que quizás hacía mucho tiempo que se había ido quedando ciego.
–Qué –dijo. La multitud se postró, cayeron de rodillas, las frentes rozaron la tierra en señal de sumisión y reverencia.
–Oh, sabio maestro –dijo uno, apoyando las palmas de las manos una sobre otra contra su pecho, a la altura del corazón–. Llegan las tormentas. Venimos a preguntarte si debemos escapar de la orilla del río, si debemos marchar noche y día sin descanso en busca de cobijo. Pero entonces perderíamos los granos almacenados y nuestras chozas, estaríamos a merced de los leones y las víboras. No sabemos qué hacer, no tenemos consuelo.
–Debo consultar a los dioses –dijo Shuruk Impele, tocó con dos dedos el colmillo de cocodrilo que colgaba de su cuello–. Tráiganme un cochinillo asado de menos de seis meses, y una fuente de papas, batatas, cebollas, calabazas, morrones. Y unas tinajas de vino. ¡No pueden venir a pedir el favor de los dioses sin hacer una ofrenda! ¡Cómo se atreven!
Se fueron. Por la tarde, dos jóvenes guerreros dejaron lo solicitado, en la entrada de la cueva. Shuruk Impele les gritó, desde adentro, que volvieran dentro de tres lunas.
Volvieron, aterrados. Relámpagos cruzaban el cielo como incandescentes flechas. Habían oído, por las noches, el bramido de los animales indicando el peligro. Una araña peluda había picado en un brazo al pequeño hijo de Samamet, y la mujer estaba desolada. Habían envuelto el bracito del niño en hojas de plátano untadas con miel, pero la cosa no mejoraba. Era una señal, un designio.
–¡Shuruk! ¡Shuruk Impele! –Gritó uno de los guerreros de la primera fila– ¡Queremos saber qué hacer! ¡Se avecinan las tormentas! ¿Debemos marchar, o nos protegerán los dioses?
Salió, Shuruk, legañoso, mal dormido. Llevaba el rostro manchado con lo que parecía ser sangre, pero también podía ser una suerte de tuco. Tenía el vientre desproporcionadamente hinchado en relación al resto del cuerpo.
–Qué carajo pasa –dijo el brujo–. Estaba durmiendo.
–Oh, amado maestro, las tormentas. ¿Subirán los ríos? ¿Debemos irnos para salvar la vida de nuestras familias, dejando atrás todo lo que hemos construido?
–Mmm, ajá –regurgitó, Shuruk, lanzó una furibunda escupida que permaneció como un animal verdoso y primitivo, latiendo sobre la tierra–. Los dioses aún no han respondido. Tráiganme dos vírgenes, de menos de quince años. Con las tetitas pequeñas y los pezones puntiagudos. Báñenlas con aceite de sándalo y perfume de lavanda. Lávenles bien el cabello, usen hojas de menta, también un poco de ortiga. Y traigan grasa de joroba de cebú en un cuenco. Es importante.
Las dos pequeñas fueron llevadas, contra su voluntad, de más está decirlo, las dejaron atadas junto a la entrada de la cueva. Esa misma noche.
–Pueden volver, mañana después del mediodía –dijo Shuruk a los emisarios.
Pero al día siguiente llovió. Se desató una tormenta como nunca antes. Cayeron los árboles y crecieron los ríos. Se perdió la cosecha, se ahogaron varios niños. No quedó nada en pie. Durante cinco días y cinco noches la tierra fue arrasada. Vino la peste y la enfermedad, el hambre, el frío.
Cuando el diluvio cesó, los pocos que se habían salvado fueron a ver al brujo. Habían perdido todo, sus bienes, sus familias.
–Maestro, maestro –hablaba uno de los sobrevivientes, de rodillas. Tenía llagas en el cuerpo, sarna, botulismo–. La tormenta nos azotó, destrozó todo lo que poseíamos. ¿Por qué no nos advertiste? ¿Acaso no sabías?
–Bueno –dijo Shuruk Impele, se rascó un poco la panza con el revés de un pulgar. Después juntó los dedos de una mano y los acercó a su nariz, oliéndolos. Parecía recordar alguna cuestión, se reflejó en sus facciones concentración y deleite–. Si se fijan bien mi cueva está en la parte más alta del terreno. Estuve comiendo como un desaforado, me cogí un par de pendejas. Quiero decir, es algo que ha venido sucediendo desde tiempos remotos, y que sucederá siempre. Tampoco se pueden salvar todos.