30.8.10

Sin querer

Te quiero. Te quiero mientras seas como quiero. Te quiero mientras hagas lo que quiero. Y entonces sí que te quiero. Por que lo que quiero, en realidad, es lo que yo quiero, independientemente de tu persona. El recipiente de lo que quiero debe ser llenado.
Pero, aunque seas como quiero, aunque hagas lo que quiero, en algún momento dejaré de quererte. Lo que quiero, está en su naturaleza, cambia.
Para resumir, te quiero hasta que llegue ese momento en el que no te quiero. Ese terrible, fantástico momento en el que no te quiero más.

25.8.10

Martes, viernes

Yo no estaba bien, yo andaba mal. Lo bueno no mejoraba, lo malo empeoraba. O las cosas que tenían que salir bien dejaban de salir bien, y las cosas que podían salir mal salían mal con milimétrica precisión. Lo único que sabía era que, por lo general, yo solía estar contento, y me había puesto triste. Los problemas que atacan a un ser humano nunca son lineales, uno se quiere matar por múltiples causas. Lo que te hace moco, el ‘pacman’ de la vida.
Así que fui al psicólogo. Me recomendaron un psicólogo, y fui. Un hombre de unos sesenta años, bastante excedido de peso, con barba, con pipa, semicalvo, que siempre usaba camisas a cuadros, de mangas cortas. Tenía los brazos muy velludos. Usaba lentes, también.
Fui durante un año, todos los martes. Y hablábamos. Yo hablaba, y él asentía, o decía ‘ajá’, o se rascaba los peludos antebrazos. A veces me hacía alguna pregunta, una pregunta como ‘¿usted qué piensa?’, o ‘¿a usted qué le parece?’. Una vez me dijo que existía un péndulo, un péndulo entre el control de los impulsos, y la tolerancia a la frustración. Otra vez me dijo que en su trabajo era muy importante la disociación instrumental, y la atención flotante. Me lo dijo por que yo le cuestioné alguna falta de interés, como si estuviera distraído, como si no me escuchara.
Después de un año dejé de ir. Le dije que sentía que mi terapia se había estancado, que no progresaba. Sostuvo la pipa en los labios, y me dio un fuerte apretón de manos. Me dijo que volviera, que lo podía llamar si lo necesitaba.
Al año siguiente comencé a coger con prostitutas. No iba los martes, sino los viernes. Todos los viernes. Elegía un aviso del diario, cualquiera, Nancy o Ayelén o Lidia, que atendían en sórdidos departamentos del centro de la ciudad, sobre la calle Marcelo T. de Alvear, o sobre la calle Paraguay. Iba y cogía, nada estrambótico, un servicio de lo más tradicional. Un poco de estimulación oral, y luego una penetración simple, tres o cinco minutos en la posición del misionero, luego le decía a la chica que se pusiera en cuatro patas, entonces yo embestía unos tres o cinco minutos más, apretaba un puñado de cabello, me aferraba a unas generosas ancas. Me quedaba acostado un rato, fumaba un cigarrillo. Dejaba muy buenas propinas, de entrada, así que la prostituta, Nancy o Ayelén o Lidia, me preguntaba si quería un masaje o un vaso de agua, o bañarme. Charlábamos un poco, temas generales. Me despedía con un beso en la mejilla cargado de familiaridad.
Pasé un año así, y me di cuenta, un domingo, que mi vida era un desastre. Mis problemas no tenían solución. Había fracasado en prácticamente todos los rubros del horóscopo. Momento de aceptar que ya no era, nunca más sería un joven con un extraordinario potencial.

20.8.10

Somos distintos

Somos diferentes, hombres y mujeres somos diferentes. Pero no por lo que vos pensás, es un poco más complejo. Las cosas siempre son un poco más complejas.
Lo mejor va a ser verlo con un ejemplo. La ilustrativa capacidad de un ejemplo donde uno, pareciera, está hablando de algo, de una cosa, pero en realidad está hablando de otro algo. De otra cosa.
¿Cuál es el ejemplo? Ah, sí, el ejemplo. Me olvidaba.
Suponete que tenés ganas de coger, unas tremendas ganas de coger, sucede, pasa, si nos ponemos en pacatos todo se vuelve más difícil de razonar.
Tenés ganas de coger, te decía, lo único que tenés son ganas de coger, y esas ganas tapan todo lo demás. Cuando tenés ganas de coger, de verdad, esas ganas te nublan, te impiden seguir funcionando con, por decirlo de algún modo, normalidad.
Pero también, en el ejemplo que nos ocupa, no tenés con quién. No tenés con quién coger. Pasa también, muy humano, muy normal. Eso, que no tengas con quién, es un fenómeno multicausal. Puede que seas albino y tus compañeras de facultad ni se te acerquen, puede que estés recién divorciada y no te animes a decirle que sí al gordito que se te sienta al lado en la oficina, puede que seas un pervertido con pequeñas pero rotundas matas de pelo brotándote de las orejas y las fosas nasales, acostumbrado a la pornografía y a las bebidas gasificadas, puede que estés con un herpes genital de lo más rebelde que te dejó la vagina y sus alrededores con la textura (y el color) de una pila sulfatada, puede que seas muy tímido y que te guste particularmente el jazz instrumental.
No importa, lo que importa es que no tenés con quién coger, entonces te querés masturbar. Pero. Claro que hay un pero, siempre hay un pero. Te masturbás desde que eras chico, te masturbás desde siempre. No es lo mismo masturbarse que ‘the real thing’, pensás un poco en eso, aunque te hayas comprado un pito semirígido de policarbonato color turquesa, aunque metas el pitulín en un kilo y medio de carne picada embutida en un florero de tallo largo. No, claro que no es lo mismo.
Y vas por la calle, caminando, hace frío, ya es de noche. Querés llegar a tu casa, te querés bañar, querés comer. Pero, por sobre todo, se impone, te querés masturbar.
Vas por la calle, te decía, y ves un maniquí. Tirado, contra un árbol, hay un maniquí. Si sos una chica, te encontrás con un maniquí, un maniquí de un hombre. Si sos un muchacho, te encontrás con un maniquí de mujer.
Eso es todo, vas caminando, de noche, con ganas de llegar a tu casa y masturbarte, y encontrás tirado, junto a un árbol ahí nomás, muy cerquita de la entrada de tu casa, un maniquí.
Listo, terminó el ejemplo. Si sos una mujer, ves que no hay nadie en la calle, te acercás al maniquí. Te das cuenta que le podés sacar, al maniquí, una mano. Como si la desenroscaras, le sacás una mano, al maniquí, y te la metés en la cartera. Te llevás la mano del maniquí, para masturbarte.
Si sos un hombre, te acercás al maniquí, también. Lo levantás, le sacudís un poco la mugre y te lo llevás, a tu casa. Cargándolo como si fuera, no sé, un abrigo, de costado. Te llevás el maniquí para masturbarte, por supuesto. Jamás le cortarías una mano.

15.8.10

Yusef, el genio

Debo haber frotado la lámpara de casualidad. Me pareció que estaba hecha una mugre y pasé una mano por el oxidado metal. Dejé la lámpara sobre el exhibidor y estaba por seguir caminando cuando escuché una suerte de módica explosión, como el pedorreo de un viejo calefón cuando uno abre la ducha. Vi el humito, lo cual me sorprendió aún más.
De pronto, parado frente a mí, con turbante en la cabeza, chaleco de raso color amarillo sobre el lampiño torso, pantalones tipo bombacha y encima blancos, unos simpáticos zapatitos que terminaban en punta y se curvaban hacia arriba.
–¡Epa! –Dije. Me sorprendió que el tipo se me hubiera parado tan cerca. Me miraba fijo, sin parpadear, con los brazos cruzados, muy apretados contra su escuálido torso. Parecía que el turbante le quedaba un poco grande.
–Soy el genio de la lámpara –carraspeó un poco–. Mi nombre es Yusef, o sea que soy el genio Yusef. Estuve encerrado quinientos años en esa lámpara, hasta que usted me liberó, mi amo. Pídame tres deseos y se los concederé.
Lo observé, no era muy alto. Debía pesar menos de cincuenta kilos, tenía un ínfimo y suave bozo sobre el labio superior. Miré por encima de su turbante, estábamos solos en un recóndito pasillo de aquella casa de antigüedades.
–En general no me dejo tirar la goma por pibes. Si trabajás acá ni sueñes con que compre algo, vine por que a mi chica le encanta mirar estas boludeces. Me volvés a hablar y te pongo de una, te meto la lámpara en el culo, y no te levantás por otros quinientos años. Tomatelás, pichón.

10.8.10

Monedita

El hombre, quizás un mendigo, quizás todavía no, se ha detenido. Mientras cruzamos la avenida que no conduce a ninguna parte, el hombre ha visto algo que ha capturado su atención. Lleva un mugriento bolsito enganchado de un hombro, y camina muy inclinado hacia delante. Una moneda, eso es lo que vio.
Se agacha, el hombre, para recoger la moneda. Pero, la ciudad y sus infinitas trampas, la moneda está adherida, incrustada quizás, en el indiferente pavimento.
El sol nos quema el alma a todos, el semáforo está a punto de cambiar, se ha puesto amarillo ya, y el hombre sigue inclinado, luchando, esa moneda es para él.
Apuro el paso, oigo el ruido de los motores que se aprestan a comer todo lo que se les ponga delante.
El hombre no escucha, no ve, quiere esa moneda que los astros han puesto en su camino y que quizás lo redima, lo justifique, la suerte parpadea, te hace un guiño, hay que saberla leer.
Yo, que he llegado ya al otro lado de la avenida, veo el grotesco de la escena, el hombre con dos dedos hurgando el pavimento, los automóviles que han arrancado, el demoledor sol, las bocinas.
Estoy a punto de reírme, como tantas situaciones donde no se sabe muy bien qué hacer, y uno se ríe de los nervios. Pero me doy cuenta que estamos haciendo todos más o menos lo mismo, entonces no me río, no creo que me pueda reír nunca más.

5.8.10

El generoso

Me hubiera gustado, lo he visto en películas, ser querido por lo que soy, por mis valores, por mi convicción, mi coraje, mi valentía, por todo lo bueno que anida en mí, por esa mezcla de talento y suerte que me vuelve un sujeto especial, único, merecedor de admiración y respeto.
Me hubiera gustado, sé que es posible, sé que pasa, ser querido por mi belleza, por esa curiosa combinación de genética y azar que me vuelve irresistible, por mi aptitud en las artes o en las ciencias, por la magia que sale de mis dedos al acariciar un piano o una guitarra, por la capacidad de conmover, de hacer reír, de tocar los corazones con una chispa de gracia.
Me hubiera gustado, llegado el caso, ser querido por que sí, sin motivo, sin causa, ser querido aunque sepas que te va a hacer mal, que vas a sufrir, pero igual no podés evitarlo.
Por eso dejo buenas propinas.