28.11.17

Una curiosa flor, una particular fragancia


Durante mucho tiempo estuve triste. Deprimido, asustado, con tag y toc y tctp (tachín tapún) y quién sabe qué más. Pero triste, básicamente, porque había descubierto que la vida no tenía el menor sentido. No, qué crisis de los cuarenta, yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once años.
​Pero me curé. Te cuento cómo me curé.
​Empecé a ir a un bar, a la mañana, a las nueve de la mañana más o menos. Un bar de barrio, un bar cualquiera. El asunto, entonces, es que iba a un bar y me pedía un café. Y me quedaba más de media hora, pero menos de una hora, cuarenta minutos ponele. Sin hacer un pomo, probaba un sorbo de café.
​Y prestaba atención, que no es mirar. A la gente que entraba al bar, las otras mesas. La parejita abrazada o que discutían casi a los gritos, el hombre de la notebook y la planilla de cálculos soñando con millonarios negocios, el hombre con el crucigrama robado que no le salía nunca, la mujer que se maquilla para la entrevista, la chica con auriculares leyendo ‘el perseguidor’.
​Listo, eso es todo lo que hacía, de lunes a viernes. Media hora, en un bar cualquiera. Y va sucediendo algo, se te va impregnando como una mancha. Te das cuenta que no te soportás, a vos, que tu vida es una verdadera mierda, un asco. Pero al mismo tiempo entendés que sería imposible, no sabrías cómo, no podrías ser ninguno de todos los demás.

21.11.17

Algo atípico


Podríamos decir, si es que es preciso decir algo, que existen, básicamente, dos tipos de personas.
Están aquellos sujetos más primitivos, faltos quizás de cierto refinamiento. Seres que se mueven por encima de la animalidad más pura pero no mucho más que eso. No poseen mayor inquietud artística, transitan la dureza de lo real. No desean tocar el piano ni el violín, y si vieran un Pollock se burlarían, preguntarían quién fue el bobo al que se le volcó la pintura. Son sujetos que carentes de dichas aptitudes y apetitos, sin embargo saben hacer asado, incluso matar a un jabalí. Saben cambiar las ruedas del automóvil y los cueritos de las canillas y todo tipo de lamparitas también. A falta de crear, saben hacer. Saben conducir una motocicleta y hacer la mezcla para pegar ladrillos y todo lo demás que pueda hacer falta para deambular por la curiosa superficie de la materialidad.
Después tenés otra clase de sujetos. Han conseguido cambiar de pantalla en el jueguito de la vida. Han advertido que la vida no puede ser sólo lo que parece ser, lavarse los dientes, pagar el gas. Esos sujetos componen sinfonías, escriben, tocan el violín. Vuelan por encima del resto de los mortales, el arte es su motor. Cantan o pintan o van al Colón a ver Ballet. Son sujetos que se han alejado de lo básico, les cuesta hacer un trámite bancario o estacionar un automóvil. Se pierden en los aeropuertos y se ponen nerviosos cuando deben comprar zapatos. Desearían que exista un mundo más amable y más sutil, más acorde con su sensibilidad.
Y después estoy yo. Me cuesta ir a una estación de servicio a cargar nafta, y no sabría ni cómo agarrar una guitarra. Pero me gusta el whisky y te puedo chupar la concha con una energía bien parecida al entusiasmo, eso sí.

14.11.17

Maestro Wu


Iba a las clases de chi kung, la verdad que me hacía bien. Había probado todo, yoga, tai chi, natación, terapia de grupo. Hasta un amigo me había llevado con él a tomar clases de salsa, decía que estaba lleno de minas.
Pero yo estaba triste, me había venido grande y parecía como si todas las posibilidades se hubieran ido como una luz debajo de una puerta. Mónica me había dejado, se había vuelto a su pueblo a trabajar con su hermana en la heladería de la familia. El trabajo era lo mismo, como viajar en tren por un paisaje desértico, las mismas caras en el subte, la comida en el centro con sabor a fracaso. Un día fui a comprar empanadas y cuando el pibe del mostrador me preguntó de qué gusto las quería le dije ‘da lo mismo flaco, las de carne son de pollo’, y me largué a llorar como un chico ante la atónita mirada de los que esperaban en la fila.
Fui a un psicólogo que me recomendaron, hablé un rato. El psicólogo usaba una camisa a cuadros bastante vieja y lentes gruesos. Me escuchó y me dijo ‘¿y usted qué cree que le pasa?’. Estoy triste, pelotudo, eso es lo que me pasa, le dije y no volví más.
Pasé un día por la puerta de una casa vieja, por Almagro, vi caracteres en chino. Daban clases de chi kung, empecé a ir. Era eso que hacen los chinos en los parques, se quedan quietos, con las piernas apenas flexionadas, o abrazando un imaginario árbol, o levantan un brazo. Y vos los ves y pensás ‘qué forros’, pero no. Parece que están lobotomizados, pero yo los veía y me transmitían una paz. Porque los veías y te dabas cuenta que habían entendido algo, que estaban tranquilos.
Empecé a ir, todo sencillito. Pocas explicaciones, cosas simples, los chinos tienen eso. Te enseñaban una posición y te tenías que quedar parado así, sin moverte, sin pensar, sintiendo la energía.
Y por curioso que parezca, a los tres meses me sentía un poco mejor. Me volvieron las ganas de coger, me había vuelto a reír.
Además el profesor, que era un chino bajito con la cabeza rapada, podía tener veinte años o mil, terminaba las clases con una frase, alguna semblanza. Y yo me volvía a casa energizado, tratando de entender el significado de las palabras que el profesor había dicho. Me calentaba algo en el hornito eléctrico, me tomaba media botella de vino y dormía como un bendito.
Terminaba el año, los alumnos organizaron un asado en la casa de una mujer que vivía en San Antonio de Padua. Tenía una casa con jardín, todos tenían que llevar algo, un ambiente de sana camaradería. Alguien fue a buscar al profesor, le preguntaron cuál era su plato preferido cuando vivía en su China natal. El profesor, como toda respuesta, se limitó a sonreír.
Ahí fuimos, había gaseosas y vino tinto. Una linda casa, las ensaladas sobre la mesa. Habían agregado a los bancos de madera una sillas de plástico. Una mujer había venido con el marido, otra con su pequeño hijo, éramos como veinte.
Primero empezaron a sacar unos sánguches de chorizo. La gente conversaba, alguien pidió un aplauso para la dueña de casa por recibirnos.
Los encargados del asado dijeron que ya estaba todo listo, que ya salía.
Alguien le pidió al maestro que dijera unas palabras.
Se puso de pie, el maestro Wu. Delgado y bajo, vestido con esas camisas de cuello mao tan características.
Nos miró a todos y después perdió la vista en algún lugar, más alto y más lejos. Sonrió apenas.
–El criterio es la alegría –dijo. Tenía un choripán en la mano, dio un mordisco.

7.11.17

Another Pereyra


Me fui una semana al sur. Necesitaba descansar, sentía que me estaba pasando por encima el Flechabus de la vida, no daba más. Me estaba viendo con una chica que había conocido unos diez años antes. Nos cruzamos por la calle, pareció contenta de verme otra vez, la invité a cenar.
La cosa fluía, ella estaba divorciada, yo me quería pegar un tiro en las pelotas como de costumbre. Se quedaba a dormir en casa los jueves, nos llevábamos bien.
Le dije que necesitaba descansar, quedarme mirando un lago y ver si se me lavaba un poco el bocho. Le pregunté si se podía tomar unos días en el trabajo, la invité, dijo que sí.
Reservé en un buen hotel en Villa la Angostura, la idea era hacer un par de caminatas, había estado varias veces y conocía buenos lugares para comer. Puede que Villa la Angostura fuera mi lugar en el mundo, o quizás fuera simplemente un lugar donde me sentía bien.
Avión a Bariloche, hotel de primera línea, buena comida, coger un poco. Al segundo día empecé a dormir siesta, para alguien que había tenido la crisis de los cuarenta a los once era una buenísima señal.
Pedí un taxi para que nos llevara hasta la base del cerro Bayo. La idea era subir al cerro, ver las cosas desde arriba, respirar un poco, pasear. Hacer tiempo hasta el mediodía para elegir adónde ir a comer.
Vino el auto, nos subimos. Le dije al conductor que nos llevara al Bayo. Salió a la ruta, era un precioso día de comienzos de Diciembre. Poca gente, todo fine.
–Disculpame –vi que el conductor me miraba por el espejito retrovisor. Me hablaba, a mí– ¿Juan?
–¿Eh? –Lo miré.
–Sí, sos Juan. Claro que sos Juan –dijo y golpeó el volante con una mano–. Soy Pereyra.
Lo miré.
–¡Pereyra! –Se rió–. Nos sentamos cerca en primer año de la secundaria. Hipólito Vieytes de Caballito. Después me cambié de colegio, nos fuimos a vivir a Entre Ríos.
–Pereyra –asentí–. Mirá vos.
–Sisi –dijo, aceleró–. Las vueltas de la vida, Juan.
–Increíble, la verdad –Le palmeé un hombro.
–Me acuerdo las clases de gimnasia. ¿Te acordás cómo nos rateábamos de física para ir a jugar al pool?
–Genial –dije–. Y comprábamos esos cigarrillos de mierda.
–¡Siii! –dijo Pereyra–. No sabíamos ni cómo fumar.
–Qué locura –dije yo.
–¿Y cuando nos íbamos a pelear contra los del Huergo?
–Sí –dije–. Había que pelearse, eh. No podías arrugar.
–Las peleas que se armaban –se reía, Pereyra, se pasó la mano por el pelo–. Todos contra todos, no sabías ni a quién le estabas pegando.
–Una barbaridad –dije–. Lo importante era pelearse. Después nos sentíamos genial.
Agarró una rotonda, Pereyra. Al rato dobló a la derecha, volvió a doblar.
–Bueno –dijo–. Llegamos.
–Bueno –le pagué, amagó con no aceptar–. Por favor, estás trabajando. Una alegría verte.
–Mirá dónde nos venimos a encontrar –dijo Pereyra. Ya habíamos bajado los dos del auto. Le di la mano a través de la ventanilla–. Cómo pasa el tiempo.
–La verdad –dije.
Se fue por el camino por el que nos había traído. Por suerte andaban los medios de elevación para subir al cerro. Arriba la vista era bellísima, te parecía que el aire te pinchaba los pulmones. Cuando mirás la naturaleza, algo que no haya sido tocado por la mano del hombre, te parece que la vida no es tan mala, que todavía tenés alguna posibilidad.
Al mediodía, mientras almorzábamos en una parrilla cerca del centro, Mónica me dijo.
–Qué loco, cómo te reconoció el conductor del taxi. Las vueltas de la vida.
–No lo conozco -dije, terminé mi vino de un trago–. No sé quién es, la verdad.