30.12.22

Cubo mágico


El amor no existe. El amor no es mucho más que las ganas de coger, de ponerla un poco más o menos hasta los treinta y tres años, treinta y cinco si querés, y después algo parecido al compañerismo. Alguien que te pase un mate, alguien que te espere para recriminarte algo que hiciste mal o que no hiciste, alguien a quien culpar porque acabás de sacar los agnolottis de la olla y se acabó el queso rallado. Están las fotos claro, quedan las fotos que ya ni siquiera son fotos en papel. No hay nada más muerto que una foto digital. Y entrar a una fiesta con alguien de la mano para que los demás no piensen que estás apestado, que tenés chagas o ébola y ojalá les haya tocado una mesa distinta para no tener que hablarte.
La felicidad no existe. La felicidad no tiene la menor importancia además. Pero te ponen a correr detrás de una imaginaria zanahoria desde que tenés no sé, once años, y allá vas. Toda esa energía derramada sobre el asfalto indiferente. Caminar por esa playa del Caribe, tomar un café en París, no significa nada. Dejar de ser vos es una experiencia insoluble desde la geografía. Llevarás tu gastritis a Londres, tu existencial fastidio te acompañará por detrás de esos preciosos zapatitos Salvatore Ferragamo. Y así.
Pero vivir está bueno, eh. Vivir es una experiencia de lo más interesante.

20.12.22

Todos tenemos un don


Me pasa bastante, me pasa mucho, que suena el teléfono. A la noche, siempre es a la noche, después de las diez de la noche. Yo diría que entre las diez y las doce de la noche.
Puede ser un número que no conozco, puede decir la pantallita ‘número desconocido’, igual atiendo. Tampoco tengo demasiado para hacer. Por lo general estoy en la cama mirando la televisión pero sin mirar. Esperando que la televisión me canse del todo para ver si consigo dormir aunque sea cinco horas. Así me pasa, así vivo.
–Hola –digo. Hace tiempo que dejé de ser original, ser original se usa hasta los quince años más o menos, después te vas volviendo algo más práctico o la vida te pasa por encima. Cuando alguien insiste en mostrar lo original que es, bueno, es porque es un pelotudo.
–¡Hijo de puta! ¡Sos un hijo de puta! –Grita la mujer, hace una pausa para cargar aire y luego lanza un aullido como si le estuvieran atravesando el corazón con una oxidada aguja de tejer.
O sino.
–¡Qué basura que sos, Juan! ¡Sos lo peor que me pasó en la vida! –Otra mujer más joven quizás, su tono de voz es más duro. El odio se impone por sobre el sufrimiento.
O también.
–¡Todo vuelve, Juan! ¡Te deseo lo peor, mierda! –Otra mujer, ahogada en sollozos que casi la obligan a tartamudear.
Así sucede, una o dos veces por semana. Si hace frío, si llueve, más aún.
Y cada tanto se me da por preguntar, por ejemplo.
–¿Laura? –Se escucha un silencio de reconocimiento–. Pero escuchame una cosa, nosotros salimos no sé, hace más de quince años. Después te casaste, tuviste hijos. Quiero decir, pasó la vida.
–Sí –responde en este caso Laura–. Pero odiarte a vos me hace muy bien, Juan. Sos el mejor tipo para odiar que conozco.

10.12.22

En la vida


Cuando me mudo, y me he mudado varias veces, lo primero que estudio del barrio son los bares. Necesito de ser posible cinco, pero con tres está bien. Tres bares, para desayunar los días de semana. Antes de ir al centro a trabajar, necesito sentarme en un bar y mirar por la ventana.
Si fueran cinco bares es mejor porque entonces puedo ir cada día de la semana a un bar distinto, pero con tres está bien también. Podés repetir un bar en la semana pero siempre dejando pasar un día en el medio. Y nunca, la repetición, más de dos veces en la semana.
Vas a un bar dos días seguidos o más de dos días en la misma semana y el bar se arruina, se pudre. Pasa algo malo con la gente, te empieza a parecer que la convivencia se vuelve no sé, asfixiante. O el mozo te quiere decir qué número va a salir en la quiniela o te muestra fotos en su teléfono celular de las minas que sueña que se coge. Y entonces no podés volver a ese bar nunca más. Tengo muy estudiado el fenómeno.
Me había mudado hacía unos meses escapando de algo, de mí mismo casi seguro. Los lunes iba a un bar sobre la avenida C. Entonces empezó a pasar algo.
A los diez o quince minutos de estar sentado en el bar, se abría de golpe la puerta de vidrio. Entraba un muchacho de unos veinte años como mucho, muy drogado, sucio. Usaba unos pantalones largos de gimnasia adidas y una remera agujereada.
–Forros, los voy a matar a todos! ¡Hijos de puta! –gritaba el pibe. Señalaba a alguien, alguno de los clientes en particular, o hacia el fondo, el mostrador donde estaba el dueño detrás de la caja. Hacía una pausa, los puños crispados, la furia apenas contenida. Pasaba no sé, treinta segundos, un minuto máximo, y se iba.
–¡Pelotudos, hijos de puta! –Gritaba el pibe al lunes siguiente. Amenazaba con tirar una piedra, hacía todo el movimiento y cuando parecía que finalmente sucedería lo peor y alguien de una mesa se tiraba al piso o una mujer se largaba a llorar, dejaba caer la piedra al piso y se iba.
Así se repetía el evento, lunes tras lunes. Se notaba que el pibe estaba muy mal, daba hasta pena llamar a la policía. Pero no menos cierto era que el pibe podía en cualquier momento lastimar a alguien, a punto de estallar, apenas se contenía.
Hice lo siguiente.
Llegue al bar, pedí lo mío. Y pedí un café con leche con tres medialunas más mientras consultaba mi teléfono como si estuviera esperando a alguien. Era lunes, estaba en hora. Llegó mi pedido.
Y llegó el pibe.
–¡Los odio! –dijo– ¡Los voy a matar a todos!
Me puse de pie con el café con leche en una mano, el plato con medialunas en la otra. Lo miré, hice contacto visual, como se diga. Me acerqué, eran unos diez pasos los que me separaban de él. Apoyé el café con leche y las medialunas en una de las mesas de la primera fila.
–Sentate –murmuré–. Desayuná –me di vuelta, volví a mi mesa.
El pibe giró, se puso de frente a la puerta y se sentó, nervioso, metió la cabeza entre los hombros y probó el café con leche. Mordió una medialuna.
Todos necesitamos un desayuno caliente, que nos dejen un rato tranquilos. Eso es lo que nos pasa.

30.11.22

Almagro Tíbet


Es fácil y está al alcance de cualquiera. Te vas a un velatorio. ¿A qué velatorio? Pero querido, cómo me hacés esa pregunta, cómo me preguntás eso. ¿Qué carajo importa a qué velatorio, papá? A cualquier velatorio, a cualquiera.
Los domingos, mejor los domingos. Los domingos es el día que hasta Dios descansó. Todo el mundo observa su alma, la propia, la ínfima pequeñez de la propia vida y el lunes está ahí nomás, tomás aire y tenés que seguir con toda esa mierda. Es normal que los domingos la gente se ponga mal, que la gente se deprima.
Agarrás el domingo cuando oscurece y te vas a una casa de velatorios. La que te quede más cómodo, o la podés elegir por el barrio. Podés querer ir a un velatorio en Palermo o por Belgrano. Los velatorios por Paternal son muy buenos, y los de Villa del Parque.
Entrás y te mandás. Te fijás en el cartelito por las dudas, cómo se llama el muerto, y te mandás. Entrás con cara de preocupación, con cara de estupor, de cansancio. Con tu cara de siempre, para qué nos vamos a engañar.
Pasás la recepción, la sala que suele haber al principio, la primer salita, y te vas para el sector donde está el cajón. Cuando entrás te vas a dar cuenta enseguida quiénes son los familiares directos, la esposa, los hijos, algún hermano.
Y abrazás a cualquiera, habrá alguna duda, siempre hay alguno que duda, doblado por el dolor no consigue recordarte, no te conoce. Pero habrá otro que sí, una mujer de bastón que se incorpora mientras vos le besás la mejilla o le pasás una mano por el canoso cabello, una chica que estalla en un sollozo, uno más, ante tu abrazo, un gordo que se suena los mocos contra uno de tus hombros y asiente mientras vos lo palmeás con una indubitable muestra de afecto y congoja.
Podés decir algo, cualquier cosa. De acuerdo al sexo y a la edad del difunto, a su cara. Podés decir ‘siempre nos ayudaba a todos en el trabajo’, o ‘era la mujer a la que todos le pedíamos consejo, la queríamos escuchar’, o ‘tan joven, Dios mío, tan llena de vida’. Algo así, cualquier cosa.
Y después de haber saludado a alguien, a uno o dos, después de haberte acercado al cajón y murmurado un lamento, vas y te sentás a un costado. Buscás un periférico punto de la sala donde sentarte un rato.
Estar ahí unos quince minutos, en contacto con la muerte por decirlo de algún modo, con el dolor en uno de los estados más puros, bien equivale a cinco o siete años de psicoanálisis. Te das cuenta que lo que te atormenta, lo que te pasa, no tiene prácticamente ninguna importancia.
A veces hay bandejas con sanguchitos, también. Algo para tomar.

20.11.22

Malabares


Una de las cosas interesantes que suceden al envejecer, no digo la única, es que comienza a ocurrir algo. Se desata un proceso, una sucesión de situaciones, todas malas. Como si una aplicada gárgola se divirtiera obligándote a dejar de lado tu obsesión.
Te estás quedando pelado, por ejemplo, desde siempre, desde chico. Prestás atención a cada pelo que te abandona, dedicaste particular energía a cada tratamiento inventado para combatir la caída del cabello. Y te salen hemorroides, for example. Te das cuenta una mañana cualquiera al ir al baño. Pasamos entonces del pelo al culo para nunca más volver.
O sos una chica bonita, delgada, te sacaban a bailar lento desde la época de los bailes del colegio. Pero tenés várices, algunas azules ramificaciones detrás de tu rodilla derecha, laboriosas arañas tejiendo su indolente red. Tu madre tenía várices, desde que podés recordar. Tu abuela tenía várices, también. Vas a la playa, en verano te gusta usar bikini. Te preocupan un poco las várices, confiás en tus piernas desde siempre para abrirte paso en la vida, y para caminar, también. Y un día mientras te bañás tocás un bultito, algo pequeño, como una arveja quizás, en tu teta derecha. Y listo. Las várices pierden el protagónico, las várices van a tener que esperar.
Podríamos seguir con los ejemplos. Para qué molestar, para qué aburrir.
El asunto, claro hasta la desmesura, evidente hasta la extenuación, es que el perro va a tener que dejar de morder su preferido hueso. Estar vivo es una fantástica tormenta que te va a mojar hasta el alma, a nadie le importa si se te hacen moco esos zapatos nuevos.

10.11.22

Escritor maldito


Tenés que ir a Lacroze y Cramer. En Lacroze y Cramer hay un bar, justo en la esquina. frente a las vías. Conviene que vayas un lunes, o un martes, cualquiera de esos dos días. A las doce de la noche.
Conviene que vayas un poco antes, de las doce de la noche, pero las dos pibas llegan a las doce de la noche en punto, doce y cinco como mucho.
Vos tenés que estar tomándote una cerveza, con un sándwich, o un whisky con unos daditos de queso, mirando por la ventana. Y un libro, esa es la clave. Tenés que dejar un libro arriba de la mesa. Una novela, o cuentos, cualquier cosa. Un libro que hayas leído.
El asunto es que las dos pendejas, porque son pibas de veinte años como mucho, las dos pendejas estudian letras. Y están forradas en plata. Viven por ahí cerca, sobre Tres de Febrero, una torre enorme.
Las dos pibas estudian letras, te decía, y tienen un mambo con los escritores malditos. Son pibitas que leyeron a Kerouac, a Bukowski, a Burroughs. No sé, los poemas de Rimbaud y de Ezra Pound, los cuentos de Carver, de Abelardo Castillo, leyeron todo.
Y les gusta coger, a las pibitas les gusta mucho tomar merca y coger, enfiestarse, las dos juntas, con tipos que escriban. Entonces van a ese bar, salen de pesca, van a otros bares también, pero los lunes o los martes van a ese bar seguro, y si ven a un tipo que lee algún libro, o que tiene un cuaderno y una birome, bueno, le buscan conversación de una. Te preguntan algo, cualquiera de las dos, algo del libro que estás leyendo. Vos tenés que decir ‘sí, escribo’, pero como si no quisieras decirlo, como si las pibas te parecieran pelotudas, como si te estuvieran molestando.
Y las pibas te invitan a la casa de una. Viven solas. Tienen merca, ala de mosca, tienen whisky importado y les gusta coger, les gusta mucho coger. Te enfiestan, la vas a pasar como nunca.
Ya somos varios los que las cogimos. Paran en otros bares también por Chacarita, por Congreso, les gustan los bares viejos y los escritores cagados a palos. Están chifladas pero están rebuenas, las pibas. Muy putas.

También puede ser que si vas al bar que te dije, al bar de Lacroze y Cramer a las doce de la noche, el lunes o el martes, bueno, te afanen. Hay unos pibitos que andan por ahí, una bandita que afanan a los que bajan del tren. Andan de caño y están muy zarpados, le dan como locos al pegamento. Te afanan de una. O te suben a un auto y te llevan a recorrer cajeros automáticos, o te hacen un secuestro express. Si salís de ese bar y no te metés en un taxi al toque te afanan, perdés.

Lo que te dije de las minas es todo mentira, lo inventé todo. Digamos que es ficción, yo escribo, no sé si te comenté.

30.10.22

Otro color esperanza


Me despierto a la mañana y en la televisión, un locutor con exceso de gomina, un mapa de fondo, avisa que es el fin del mundo. Avisa que va a llover, que va a nevar, y que va a granizar, todo al mismo tiempo. Dice que vendrá un maremoto con olas de treinta y nueve metros de altura, dice que hará tanto frío que a la gente se le congelarán los pelos de las cejas, y del culo también.
Me despierto a la mañana y en la radio dicen que hubo un choque de trenes. Descarrilaron, después de chocar, los trenes. Hay muertos, muchos muertos, hay, incluso, muertos que todavía no saben que están muertos. Hay gente mutilada que busca, justamente, lo que perdieron, lo que les falta, entre los calcinados hierros. Y aprovechan en el mientras tanto para robarse una billetera o un teléfono celular.
Me despierto a la mañana y los diarios dicen que un grupo de ladrones entraron a un geriátrico de Balvanera, torturaron a los viejitos toda la noche porque no querían decir dónde tenían la plata escondida. Les quemaron los rostros con una plancha, les dieron martillazos en las plantas de los pies, les arrancaron los pocos dientes que les quedaban con una tenaza. Les tiraron las fichas del dominó al inodoro, también.
Y yo que muchas veces no sé para qué me despierto, creo que ahora sé para qué me despierto. Me despierto porque el mundo es una mierda, una verdadera mierda, al mundo le va para el culo y necesita contárselo a alguien.

20.10.22

Te noto preocupada


Hay una trampa, un truco. Lo admito, es algo cruel. Yo soy una víctima más, quiero decir, yo no lo inventé. Te lo cuento porque te veo muy preocupada, sino ni te lo diría. Porque tampoco hay demasiado para hacer al respecto, es parte del paisaje.
Dentro de diez años todo lo que te dijeron que era bueno, que hacía bien, resultará que no era bueno, que no hacía bien. Y todo lo que te dijeron que era malo, que hacía mal, bueno, no era malo ni hacía tan mal.
Es un negocio, el bien y el mal, lo bueno y lo malo, va cambiando. Y no es personal, como en las pelis de la mafia se suele decir. Nunca es personal.
Vos querés un ejemplo, te doy ejemplos. Vos corrés, vos vas y corrés, te pasaste unos buenos veinte años corriendo y un día van y anuncian que todos aquellos que corrían se quedarán sin rodillas no más allá de los cincuenta años o incluso antes. Tendrán que ir a hacer las compras reptando, no podrán subir ni cinco escalones por ninguna escalera, olvídense siquiera de intentar coger.
Otro, bueno. Fuiste al cardiólogo y te dijo que tomes una aspirineta por día para licuar la sangre, porque el signo de los tiempos es que a todo el mundo se le tapan las arterias y les explota el corazón como si le dieras un patadón a una rana contra un indiferente zócalo. Un día entonces sale publicado en un jornal de medicina que la ingesta de aspirina en cualquiera de sus variantes provoca cáncer de estómago, cáncer de cólon, úlcera gastroduodenal, y que se te caigan las uñas de los dedos gordos de los pies. Te vas a tener que pasar el resto de tu vida cenando avena con leche y miel, pero el rictus de dolor de tu patético rostro no se te irá jamás en la vida.
Sí, claro que hay más ejemplos, no te quiero aburrir. Te pasaste treinta años en el laburo almorzando ensalada de frutas comprada en un triste vaso de plástico, y te dicen que después de pelarla, no sé, a las dos horas, la fruta pierde el 97% de sus propiedades. Si comías sánguches de milanesa daba igual, te morías más o menos parecido.
Dentro de diez años te van a decir que el colesterol malo era el bueno y que el bueno era el malo, porque además de ser swinger le gustaba cambiarse de ropa, vestirse del hombre araña y de la mujer maravilla también. Te van a decir que bañarse más de una vez por semana le provoca a la piel lo mismo que si te pasearas en tetas por Chernobyl, te van a decir que fumar no hace tan mal y el clonazepán te saca la ansiedad pero te deja más triste que un canguro enjaulado. Te van a decir que nada ha destrozado más a la gente que el matrimonio y trabajar en una oficina y veranear la primer quincena de enero en la costa atlántica. Pensaste que eras normal, que estabas haciendo todo como corresponde y no sabés por qué carajo no te reís desde que tenés 11 años.
No, no te estoy diciendo que te voy a contar cuál es el antídoto. No hay antídoto, es todo mentira. Tratá de reírte, de acariciar un perro, de caminar un poco, de coger y de tomar vino. Lo demás es un negocio de las multinacionales, es todo muy dinámico, son grandes capitales, lo que se diga en estos casos.

*bioy dijo ‘vivir es distraerse’. conste en actas.

10.10.22

Trescientos setenta y ocho domingos


Vivo, por decirlo de algún modo, en el mismo departamento, desde hace más o menos diez años. No me he movido, en lo geográfico, gran cosa. Quizás sea una metáfora de mi vida en general. Quiero decir, no he participado en una orgía con la selección nigeriana (femenina) de handball, ni he ganado algún premio literario en Madrid. Sacando un par de generalidades, podríamos decir que no he hecho prácticamente nada con mi vida. Y presumo que a partir de ahora las cosas sólo pueden empeorar. Hola, qué tal, vivir con eso.
Todos los domingos bajo a buscar el auto. Lo tengo en un garage a dos cuadras de mi casa. La idea es ir a desayunar a un lugar lindo, un bar desde el que se pueda ver un árbol o chicas que pasan trotando. Quizás caminar un poco.
A media cuadra. Ahí está. Siempre. Un hombre, un vecino, a la vuelta de mi casa. Lavando su auto. El tipo es un resumen de todo lo que yo no hubiera querido ser jamás en la vida. Gordito, con el cabello teñido, petiso, con un ridículo bigote que podría ser tranquilamente de un policía de civil o de un puto serio, vestido con bermudas con demasiados bolsillos a los costados y una desteñida chombita Fred Perry de 1978.
El tipo como dije lava su auto. Le cuelga un cigarrillo de la boca. Se aplica a la tarea, hace un despliegue de instrumentos. Mangueras, pomadas lustradoras, plumeros de tres colores, diversidad de trapos, y así.
Cada domingo, a razón de 54 domingos por año, los últimos siete años ponele, 378 domingos, el tipo lava el auto. Cuando paso lo veo concentrado en sacarle brillo a la tasa de la rueda delantera derecha, o usando una especie de pistola de agua a presión para lavar el motor, o fregando, en cuclillas, las alfombritas de goma. Sobre el cordón de la vereda, con un cepillo.
Es la imbecilidad más pura, es la futilidad hecha canción, es el sinsentido de una vida aplicada con fruición a la nada misma. Debo agregar que a menos de setenta metros hay un lavadero de autos, pero a él parece no importarle. Se aplica a la tarea con paciencia y esmero.
Es un hombre que jamás se atormentó por no poder escribir un relato decente, ni le interesa saber si hay vida después de la muerte. Suele hablar con el portero de su edificio, que le alcanza un trapo o un mate. Hablan de fútbol, del clima también.
Ese hombre lava su automóvil los domingos y con eso es suficiente para sostener una vida. No sé si burlarme o pedirle ayuda.

30.9.22

De a 2


–Quiero conocer la mente de Dios, lo demás son detalles. Eso fue lo que dijo Einstein una vez –dije.
–Esos zapatos deben tener un taco de veinte centímetros. Entiendo que a un tipo le puede calentar ver a una mina arriba de esos zapatos. Pero yo te aseguro que si caminás más de dos cuadras con esos zapatos te tienen que operar de la columna –dijo ella.
–Lo que no es desgarrador es superfluo, dijo Cioran. Un hombre con una combinación de tristeza y lucidez como yo jamás he vuelto a leer. Se podría decir que el tipo estaba en carne viva –dije.
–No entiendo, no hay manera que esa pollerita te tape el culo. Si te ponés esa pollera no precisás ir al ginecólogo, te revisa cualquiera que te ve pasar por la calle –dijo ella.
–Se dice que la comedia es superficial porque elude las evidencias de la tragedia. Pero en sí no hay nada más que comedia, en el sentido que la realidad es superficial. La tragedia es puramente imaginaria. Eso dijo Saer, sin dudas el mejor novelista argentino que yo haya leído. Leés a Saer y te das cuenta que no tenés que escribir, ni lo intentes –dije.
–Esas remeritas son muy prácticas. Te ponés una camisola arriba o un saquito y estás vestida. Debe ser por el cuello en V pero apenas, tiene la forma justa –dijo ella.
–Me voy a tomar un café y te espero abajo, por lo menos hojeo una revista –dije.
–Con vos me siento acompañada, es bárbaro cómo disfrutamos haciendo cosas juntos –dijo ella.

20.9.22

Facundo cumple años


Cuando Facundo cumplió cincuenta años se dio cuenta que la vida no tenía sentido.
Fue a la mañana siguiente de su cumpleaños. Tomó un par de mates y entró a ducharse. Su señora en la cocina se quejaba de algo, de un accidente de tránsito en Dinamarca o del precio de los duraznos. Su señora era un repugnante ser, básica, sin ingenio ni mayores atributos y encima en los últimos diez años se había echado unos buenos treinta kilos encima. I am the walrus, así se llamaba una canción de los Beatles. Nada que ver con esto.
Sus hijos no lo querían. Ya terminada la adolescencia, ni Fabiana ni Gabriel habían decidido estudiar. Chicos que jamás habían tenido el deseo de leer o de conversar, apenas la pulsión de cambiar los teléfonos celulares y veranear en alguna playa de Brasil con amigos. Fumaban porro los dos, cada vez que podían. Gabrielito era un muchachón torpe, con una sonrisa que quizás albergara una leve deficiencia de índole neurológico, demasiado predispuesto a los jueguitos electrónicos y a la bebida. Fabiana era desgarbada, sólo veía programas de entretenimientos, tenía poco encanto en general y una risa filosa y absurda, como si estuvieran matando a un pájaro.
En el trabajo, en la oficina, aguardaban con paciencia de araña que se fuera o que se muriera para poder tomar en su lugar al sobrino de un director o a una chiquita que tuviera la convicción para abrirse paso en la vida a los conchazos limpios. El trabajo era como estar en un viaje en barco, un viaje en barco pero en contrafrente, esperando algo que jamás sucedería.
Salió de la ducha Facundo, se puso el traje, saludó, bajó a la calle. La vida no tenía sentido, la vida jamás había tenido ningún sentido.
Sabía eso y sabía que le seguía gustando el café con leche. Le sorprendió descubrir que de alguna forma era suficiente, que era necesario saber poquísimas cosas para estar vivo.

10.9.22

El problema de las mujeres que se psicoanalizan


El problema de las mujeres que se psicoanalizan bueno, como le cuentan lo que les sucede, lo que ellas creen que les sucede a alguien, a alguien que las escucha o al menos parece escucharlas, terminan por creer que sus vidas tienen alguna trascendencia.
Hablan frente a algún hombre que por lo general usa lentes o se ha dejado la barba. Un hombre que suele usar camisas a cuadros y que cada tanto interrumpe el relato para decir cosas como ‘ajá’, o ‘usted qué siente’.
Entonces la mujer que se psicoanaliza, la mujer en cuestión, cree que no puede ser feliz porque su mejor amiga tiene el pelo lacio en cambio ella nació con el cabello similar al pelo de la vagina de una africana de Guinea Ecuatorial. O la mujer cree que su fracaso con los hombres, su fracaso en lo que podríamos denominar las lides del amor bien pudiera ser atribuido a que siendo niña, cuando la llevaban a una heladería para, claro, para comprarle un helado. Cuando la llevaron a la heladería ‘Caballo Loco’ en Miramar ponele, entonces, decía, ella alcanzó a ver que el heladero se rascaba el culo metiéndose la mano bien adentro antes de terminar el pedido, para alcanzarle el cucurucho de dulce de leche y frutilla casi inmediatamente después, con una amable sonrisa pero con esa mano.
Lo que la mujer psicoanalizada no cuenta, lo que la mujer psicoanalizada omite mencionar cuando habla con una amiga acerca de la profunda patología que la atormenta y que está tratando con su psicólogo, es que pagó. Tuvo que pagar, entregar dinero a cambio de ser escuchada. Así como cuando uno concurre a una prostituta quizás escucha que tiene el pito largo o grueso o que coge bien y se siente un poco mejor aunque sabe que es mentira.
Y así se pasan unos buenos años yendo al psicólogo sin solucionar absolutamente nada de nada, porque lo que la mujer psicoanalizada no podría soportar es descubrir que le sucede más o menos lo que le sucede a todo el mundo. Envejecer, estar angustiada o triste, sentir que todo pudo haber sido mejor. La falta de sentido en líneas generales, fatiga de materiales, melancolía.
No hay manera de resolver los problemas de la mente desde adentro de la mente. Lo que hay que hacer es salir, salir de la mente y quedarse ahí afuera, tomar aire y mirar un árbol o un perro y darse cuenta que todo es una tremenda estupidez. Pero no se le puede decir a alguien, a algo que está adentro de la mente y cree que existe que salga afuera de la mente, porque ese algo ya es la mente. Están buscando el truco hace dos o tres mil años pero no aparece, está jodida la mano che.
No, ya sé que no estás de acuerdo con nada de lo que te estoy diciendo. Pero a mí no me pagaste, coger con vos tampoco es gran cosa.

30.8.22

Sobre una superficie de un rosa pálido


Me di cuenta a la mañana muy temprano, yo me despierto muy temprano aunque no sé, nunca supe muy bien para qué.
Me desperté y sentí, no sé muy bien cómo describirlo, o quizás sí sé, una picazón generalizada. Una sensación de calor y fastidio a la vez. Pero no, no el fastidio tradicional que se siente en el medio del tráfico o en la cola de un banco. Un fastidio nuevo, digámoslo de ese modo.
Me fui a lavar la cara, hice pis, y puse agua para el café. No sé por qué volví al baño, me saqué la remera porque estaba transpirado a pesar que estábamos en invierno. Ahí me vi.
Tenía un sarpullido. Todo, en medio de mi asombro iba descubriendo que estaba cubierto, pequeños granitos como puntos en relieve sobre una superficie de un rosa pálido. Toda la piel. Desde los tobillos hasta el cuello. No pies, no manos, no rostro ni cabeza. Pero todo lo demás sí. No, el pito no, pero sí, la cola sí, la espalda sí, los brazos sí, la panza sí. Sí, sí, y sí. Casi me desmayo del susto.
Pedí turno con un médico, un clínico, y eso que yo detesto a los médicos. Pero qué podía hacer.
El tipo me mandó a hacer unos análisis y me dijo que tenía que ser una varicela, seguro. Una fulminante varicela. Que no me preocupara y que tratara de no rascarme para que no me quedaran las marquitas.
Pero no, resultó que no. No era varicela. El médico miraba los resultados de los estudios y se rascaba el mentón.
Entonces me mandó a hacer otra batería de análisis. Me preguntó, con cierto recato, sobre mi vida sexual. Tuve que confesarle muy a mi pesar mi predilección por la práctica del sexo anal con prostitutas senegalesas. Sin preservativo, sí, la mayoría de las veces, pero después de la fornienda me lavaba el gorrión con jabón blanco como me había enseñado mi profesor de Taichi cuando era chico y una vez me animé a hacerle la consulta.
Claro, era eso, me lo tenía merecido por imprudente. Pero no che, nada, ni siquiera una blenorragia. Cero infección.
Entonces el médico, cuando volví a visitarlo la semana siguiente, me preguntó si había comido mariscos, moluscos, quizás langostinos en mal estado. Pero no, yo si veo una pescadería cruzo de vereda. Llevo una rigurosa dieta a base de pizza y pastas. Me gusta mucho el chocolate cuando hace frío y el helado en verano. Y whisky todo el tiempo.
Así que tampoco iba por ahí. Los granitos no se iban, picaban como el carajo, y el médico lo único que tenía para decir era ‘qué raro’.
Hasta que finalmente me di cuenta de casualidad, como suceden la mayoría de las cosas. Me habían invitado un fin de semana al campo, y como se puso feo el tiempo no fue casi ninguno del resto de los invitados.
Y me empecé a sentir mejor, ese fin de semana. Llovía, hacía un frío del carajo, el dueño de casa con su señora tuvieron que volver para capital porque una hija se había fracturado un pie saltando en una cama elástica con las amigas.
Me dejaron ahí por tres días y empecé a mejorar. Entonces me di cuenta que lo que me estaba pasando era que me había vuelto alérgico a la gente en general. A los boludos principalmente.

20.8.22

Lo que no se mueve


El error es que el análisis, el razonamiento, tiene una parte estática. La parte estática sos vos, ahora, haciendo el razonamiento sobre algo que no ha sucedido. Ahí está la falla.
Por ejemplo, casos clásicos. Te dicen que alguien tiene, no sé, un millón de dólares. O conocés a alguien, de casualidad, sí, claro, seguro, que tiene un millón de dólares. Y entonces, ahí nomás, vos no entendés. Vos decís ‘si yo tuviera un millón de dólares no trabajaría más’, o ‘si yo tuviera un millón de dólares viviría en la playa’. Pero eso es ya te dije, porque vos no tenés un millón de dólares. Si lo tuvieras te darías cuenta que necesitás tres millones de dólares más, o que querés vivir en una torre donde te dejen poner una ametralladora en el balcón para tirarle a la gente de abajo, o que para bajar a hacer surf a las ocho de la mañana en Pinamar necesitás un intendente celeste que encienda la calefacción media hora antes y te caliente un poco el mar.
Otro ejemplo es con las minas, claro. Ves a un tipo un domingo a la mañana hinchado las pelotas, desayunando en un bar con una bestia, un minón espectacular. Y entonces vos decís ‘el tipo lee el diario, si yo tuviera esa mina le chuparía la concha media hora todas las mañanas antes del desayuno’. O decís ‘con una mina así yo me cuidaría un poco, volvería a hacer abdominales, daría gusto desayunar con ella frente al mar y poder ponerme en cueros’. Pero eso es porque no la tenés, a esa mina ni a ninguna otra, estás cogiendo cada tres o cuatro semanas con esa renguita que conociste en el supermercado en la góndola de los quesos. Sos todo deseo y frustración, no sos mucho más que eso pero si la conocieras, a la rubia, a la linda que va a desayunar con otro, si vivieras con ella o tuvieras que entrar al baño después que ella fue a defecar. Bueno, no podrías soportarlo, tener que oírla hablar.
Lo que falla entonces no es lo que ves, ni lo que creés que harías si tuvieras lo que no tenés. Lo que no podés es imaginarte cómo serías si fueras lo que no sos. Pero sos lo que sos, lo demás no tiene importancia.

10.8.22

2%


Cada tanto pasa, es de lo más normal, llevo veinte años trabajando en oficinas. ¿Qué pasa? Ah, sí. Lo que pasa es que alguien se chifla. No, bueno, no enloquece en lo que sería el sentido estricto del término, la manera tradicional. No lo van a ver arrancándose la camisa y pintándose un asterisco con mayonesa Hellmann’s sobre el torso desnudo. La cosa no va por ahí.
Lo que sí sucede es que alguien se da cuenta que no da más. Tiene que ser alguien al que le haya salido, por decirlo de algún modo, por ponerlo en palabras, todo relativamente bien. El tipo ha hecho dinero, tiene un buen pasar con todo lo que eso implica, y entonces un domingo a la mañana tomando un jugo de naranja recién exprimido, o un martes tratando de subir a la autopista en su impecable Audi A4, en medio del tráfico, se da cuenta que no da más.
El tipo se da cuenta que la vida no tiene ningún sentido, que lo único que ha hecho durante veinte o treinta años ha sido correr detrás del dinero, comprar una casa de fin de semana y cambiar el auto y viajar a Venecia y esquiar (no, no en Venecia, se nota que nunca esquiaste, pero fuiste a San Bernardo, también está muy bien).
El tipo se da cuenta que hay un agujero en lo más profundo de su ser, una tristeza centrípeta que lo devora y lo deja confundido, triste, con ganas de llorar. El tipo sabe que no podrá seguir haciendo lo que ha estado haciendo, se ha perdido el para qué de las cosas. No sabe cómo cambiar pero sabe que debe cambiar, le gustaría volver pero no sabe adónde.
También están aquellos que han dedicado toda su vida a una actividad artística, han pintado doce mil quinientas cuarenta y ocho veces una manzana y un jarrón, han escrito sesenta y tres mil doscientos veintidós poemas donde cuentan que alguien, por lo general una mujer, los dejó. Han sacado fotos de un anochecer en la playa hasta reventar los discos duros de dos o tres computadoras, y así podría seguir.
Esos sujetos se dan cuenta que están hartos, hartos de fumar porros de pésima calidad en mugrientas terrazas, hartos de coger con chicas que usan bombachas con elásticos vencidos y han dejado la higiene personal quizás algo olvidada o tienen el flujo vaginal excesivamente fuerte, hartos de fijarse cuánto cuesta el menú ejecutivo antes de animarse a ingresar a un restaurante de barrio. Quieren dinero, dinero en cualquiera de sus manifestaciones. Plata, guita, confort y no mucho más que eso.
Lo único que te puedo decir al respecto es que el 98% de la gente está triste, yo no tengo la culpa, yo no lo inventé. La gente está triste y esa es la verdad.

30.7.22

Sensibilidad superior


Los hombres y las mujeres son diferentes. Ya está, ya te lo dije, quizás no lo sabías. Es antropomórfico y no es antropomórfico. O mejor dicho, lo antropomórfico tiene consecuencias que no son antropomórficas, y lo que no es antropomórfico tiene consecuencias antropomórficas.
Vamos a lo importante, a cosas de carácter definitivo. Vamos a la masturbación.
La mujer a la hora de masturbarse, a la hora de proporcionarse alguna suerte de placer sexual sin la intervención de la otredad, de otro humano. Bueno, la mujer no tiene mayores pruritos en buscar un objeto. Un consolador puede ser, claro, desde ya, o un zapato, o un control remoto, un estuche de anteojos, una botella, un envase de algo, un cartón de leche descremada larga vida, un paraguas, un palo de hockey, en fin, una cosa.
Pero el hombre a la hora de proporcionarse algo de placer sexual recurrirá, en el 97% de los casos, a su mano. Son excepciones y merecen ser tratadas como tal, los casos en que un hombre para masturbarse utiliza trescientos gramos de carne picada en un florero de tallo largo (buk dixit), o el pie de un maniquí. No es lo habitual, no es la norma, implica, por lo general, severos trastornos conductuales de quienes recurren a esos implementos, quizás podríamos decir mecanismos.
Y esto que acabo de expresar con prístina claridad viene a dejar en claro por qué el mamífero mediano de sexo masculino está dotado de una sensibilidad superior. La mujer sale al mundo a munirse del implemento, del artilugio que le permite de algún modo completarse. La búsqueda del hombre está revestida de un superior grado de existencialidad. Me atrevería a afirmar que es más sofisticada.

20.7.22

A lo nefli


Él entró a robar el banco, esa sucursal de Villa Urquiza, con otros tres tipos. Intercambió un par de palabras con la cajera de la caja 4. La verdad que a pesar de la adrenalina del momento la piba le encantó. Le hizo acordar a una chica que había conocido en la primaria, una chica que se llamaba Bettina.
El robo se complicó, un guardia se puso nervioso y uno de los muchachos tuvo que rematarlo de un tiro. Escaparon con poca plata. Un mal día.
Al mes, haciendo las compras en un supermercado de Boedo un domingo a la mañana, la vio, a la cajera. Se animó a hablarle, pensó que la piba se iba a asustar. Pero no, la piba sabía que era él, se acordaba de su rostro perfectamente. Él la invitó a salir, ella aceptó.
Empezaron a verse, un amor apasionado, total, inoportuno pero aún así. Como en las películas.
Él quería cambiar, dejar la mala vida. Se anotó en la nocturna para terminar la secundaria, sentía que se venía grande y quería ser papá. Ir a trabajar y volver y que su señora le estuviera preparando una cena caliente. Ver la televisión. Ella quería participar de algún robo, que la dejaran manejar el auto aunque sea, andar armada, tomar cocaína desde tempranito. Tirotearse con la policía.
Se terminaron separando. Él terminó la secundaria, y pensó que quizás podía seguir estudiando, quería ser abogado. Consiguió un trabajo en un estudio donde no les importaba que tuviera antecedentes. Alquiló un departamentito más grande por San Cristóbal. Los sábados iba al cine a cualquier shopping en la función del mediodía, y después se iba a visitar a su mamá en Ituzaingó. Volvió a hablarse con su hermana, jugaba con sus sobrinos.
Ella se fue a vivir a Barracas, a una casa tomada que parecía un conventillo. Empezó a salir con un pibe de la banda de él, un pibe que andaba todo el día empastillado y que tenía una poronga desproporcionada para el resto de su cuerpo tan huesudo, tan flaquito. Un chico que cuando venía demasiado subido en anfetas la obligaba a prostituirse por poca plata. Le gustaba, al pibe, sentarse y verla coger con otros tipos. Vendían drogas por la zona oeste, cada tanto robaban alguna motocicleta, entraban en la casa de algún viejo y le robaban los ahorros.
Él se empezó a cansar de ir todos los días a la misma oficina. Se trabó en la carrera, le empezó a doler una pierna, flebitis. Andaba corto de guita. Ella estuvo internada por sobredosis, cayó en cana dos o tres veces. En una revisación le dijeron que tenía sida.
Y nada. La mejor forma de vivir es seguir siendo más o menos lo que sos. Anhelar ser otro, cómo no, y no serlo nunca. Podés creer en el karma si querés, en la reencarnación. También los viernes a la noche podés pedirte una pizza.

10.7.22

Es una cuestión de energía


Iba caminando por la calle, volvía a mi casa. Había pasado a tomar unos mates con mi hermana, paré en una verdulería, que también es frutería, y compré tomates, cebollas, bananas. Estaba tratando de comer un poco más sano, después de diez años de almorzar en el microcentro perdés hasta el gusto de la comida. Sos arrasado por un twister hecho de una tristeza que es como un sarro, se te mete en la sangre y no se te va más. Perdés el sabor de las cosas. Las de carne son de pollo, así se va a llamar mi próxima novela.
Volvía despacio, caminando unas cuadras, pasé por la puerta de un Farmacity y noté que el perro venía hacia mí. Fue un instante nomás, levanté la vista y miré al perro a los ojos y el perro salió como disparado.
Era un setter irlandés mezclado con algo, tenía el pelo brillante y oscuro. Arrancó desesperado pero sintió el tirón de la correa. Lo tenía una chica de veintipico en jogging y remera que parecía haber bajado a comprar algo.
El perro insistía con todas su fuerzas por venir a mi encuentro, la chica avanzó unos pasos Era claro que el perro no era agresivo ni quería hacerme daño. Desbordaba entusiasmo.
–Bueno, bueno –me arrodillé, lo abracé, pareció calmarse un poco. No hay nada más lindo que abrazar a un perro, es la verdad–. Ya está, master. Acá estamos.
–No entiendo –me hablaba, la chica, desde arriba–. Por lo general no se deja ni tocar por extraños. Te debe haber confundido con alguien.
–No –dije, el perro me lamía una mejilla–. Es una cuestión de energía. El perro siente mi energía, yo permanezco abierto a la apertura, como diría Heidegger, pero lo puede haber dicho Gary Cahill lo más bien. Soy el espacio que celebra su existencia, de hecho, en este instante somos lo mismo, podríamos decir que soy él. Eso es lo que pasa.
–Es raro –la chica me miraba y negaba con la cabeza–. Nunca me había pasado.
–Bueno, campeón –lo rasqué un poco en el cuello, lo miré a los ojos–. Me tengo que ir. ¿Te trata bien?
Ladró el perro, como si hablara.
–Bueno, bueno, está bien.
–¿Qué te dijo? –Me preguntó la chica, se reía, era linda.
–Dice que lo querés –me puse de pie–. Pero que lo retás cuando quiere dormir arriba del sillón. Y dice que también, bueno, una vez hiciste algo –hice una pausa–. Algo que no corresponde, pero no vamos a hablar de eso.
–¡Es increíble! –se ruborizó, la chica–. O sea, no puede ser.
–Bueno, el perro está bien –le dije, le apoyé una mano en el hombro–. Cuidalo mucho, te quiere de verdad.
Se pasó la mano por el pelo.
–Si querés dame tu teléfono y te invito un día a tomar algo –dije–. Si no querés no pasa nada, está todo bien.
Me dio el teléfono. Se llamaba Tamara, nos despedimos con un beso en la mejilla.
La verdad que el perro no me dijo nada. Pero la mayoría de las veces para saber lo que te pasa, lo que hacés, no hay más que mirarte un poquito la cara.

30.6.22

Ya que estás


–¿Cómo puede ser?
–¿Eh?
–¿Cómo puede ser? –Me acerqué un poco al hombre, algo mayor, que esperaba el subte en el andén– ¿Cómo puede ser que la felicidad sea tan fugaz, tan efímera, apenas un parpadeo, y la tristeza dure como una pila sulfatada en medio del océano? ¿Eh?
Vino el subte, el tipo renqueaba un poco. Se apuró para entrar en el vagón y caminó empujando hasta que sintió que se había perdido entre la gente.
Entré a una fiambrería de barrio. Estaban atendiendo a una señora. La chica que atendía cortaba salame con la máquina, iba sujetando las fetas con una pinza de metal y las dejaba caer sobre las otras fetas recién cortadas. Podía verse el brillo de la grasa, su untuosidad.
–Ya lo atiendo –me dijo con una sonrisa.
–Yo lo que quiero saber es qué sentido tiene todo esto –dije, tosí–. Porque no termino de entender, por más que lo he pensado, cuál es nuestro rol sobre el planeta tierra. No puede ser que Dios nos haya puesto acá, no sé, para cortar salame.
La chica miró hacia atrás en dirección a un estante donde había dejado apoyado su teléfono celular entre unas latas de duraznos en almíbar. Dudaba si agarrarlo, cómo hacer para que yo no me diera cuenta y poder llamar a la policía.
Y así voy tres o cinco veces por día, preguntando a cualquier persona lo que me gustaría saber. Qué carajo me importa cómo estás, si querés cambiar el auto o volviste de vacaciones o tu bebé se cagó fuerte o cómo subió el precio de las mandarinas. Las dos o tres boludeces que vos creés que te pasan, eso que vos llamarías, porque de alguna manera hay que llamarlo, tu vida.

20.6.22

Instrucciones para viajar en avión


Tenía que viajar en avión, a otro país, por trabajo. No importa el trabajo, no importa el país. Tratá de prestar atención a las cosas importantes. ¿Qué? ¿Que cómo hacés para saber cuáles son las cosas importantes? Muy sencillo, son las cosas que te estoy contando.
Tenía que viajar en avión a otro país por trabajo. Así que hice lo que se estila, pasaporte, dinero, valija, remise, aeropuerto, y así. Lo más importante de una carrera con vallas es entender que las vallas se saltan de a una.
Estaba finalmente sentado en el avión, en el aire. Y faltaban ponele seis horas de viaje o más. Te sirven algo para comer, sí, y te dan unos auriculares para que puedas ver alguna película en la diminuta pantalla ubicada en el respaldo del asiento de adelante, ‘Misión Imposible 33’, alguna tontería por el estilo.
Estaba incómodo, estaba fastidioso, estaba inquieto. No podía moverme demasiado, estaba obligado a estar con personas que no hubiera elegido estar más de cinco minutos y quizás incluso menos, y a comer un tarrito inmundo con un arroz pegoteado o unos fideos que alguien se había pasado previamente por el culo. Para resumir, tenía que soportar una situación en la que me estaban sucediendo varias cosas que me molestaban al mismo tiempo, y que iba a durar por bastante tiempo.
Y de pronto entendí todo. Aquello de ‘what you resist persists’. No había que hacer nada, no había que intentar modificar ninguna condición. Sólo quedarse así, sentado, quieto.
Y me di cuenta de algo más. Afuera del avión, abajo, era lo mismo. Era igual.

10.6.22

Cada día


Empezó como una casualidad. Me había quedado sin trabajo y me di cuenta que me iba a volver loco. No dejaba de ser curioso, uno se pasaba la vida quejándose de todos los sinsabores de la vida laboral, pero te dejaban tres meses en tu casa y estabas para pegarte un tiro en las rebolas.
Creo que me di cuenta una mañana después del café, que me había servido un whiskicito, supe que tenía que hacer algo. Empecé a bajar a caminar, me ponía un jogging y salía. Caminaba por el parque una hora y después me sentaba a fumar un cigarrillo viendo a los perros. Al rato cuando volvía a mirar todavía faltaban un par de horas para el almuerzo, el día no se me pasaba nunca.
Abrí una cuenta de instagram, me enseñó un amigo. Con el pretexto de leer alguna noticia, enterarme cosas que llegarían más tarde a los diarios, poder comentar algo, sentirme conectado sin saber muy bien a qué.
Y fue de casualidad, dije. Me saqué una foto. Con el celular. Una foto en primerísimo plano, del dedo gordo de un pie. Y la subí a mi cuenta. Puse ‘día 1’. Y la foto, para practicar nomás.
Al día siguiente repetí el procedimiento. Me saqué una foto, esta vez de una oreja. Casi desde adentro de la oreja, de tan cerca. Puse ‘día 2’.
Y así siguió. Todos los días me sacaba una foto y la subía. Empecé a tener ideas. Una foto de medio tomate sobre la palma de mi mano. una foto de mis huevos y en el lugar donde debía estar la poronga una banana, una banana comprada en la verdulería tapando la poronga. Una foto de un plato con arroz blanco recién hervido y mi mano hundiéndose en el arroz, encima. Todos los días una foto de una parte de mi cuerpo, con algo más, un lápiz faber 2b en el culo, un alfajor fantoche triple aplastado bajo la planta de mi pie derecho.
Al poco tiempo tenía más de setenta y dos mil seguidores. La gente me mandaba mensajes para felicitarme, me escribían mujeres, chicas jóvenes que me decían que querían conocerme. Me escribieron de una universidad para que fuera a dar una conferencia, me contactaron editores para que hiciera un libro de fotografías.
Yo había leído a Joyce y a Thomas Mann, tenía estudios universitarios y de posgrado, me había pasado trabajando unos buenos veinte años sin haber logrado mucho más que una modesta supervivencia. Ahora me ofrecían sexo, dinero, viajes a distintas capitales de Europa.
No dejaba de ser curioso, me pareció prudente no cuestionarme demasiado.

30.5.22

Tenemos que hablar


Vino ella aunque en realidad no vino, me dijo que nos encontráramos en el bar que estaba sobre Cabildo donde nos encontrábamos siempre. ‘Tenemos que hablar’, me dijo, y cuando una mujer que no te digo lo único que hace pero prácticamente todo lo que hace es hablar te dice ‘tenemos que hablar’, bueno. Ya sabés.
Llegué antes, yo. Me gustan los bares, me gusta mirar por la ventana y ver que la gente pasa y yo no paso, porque yo estoy sentado justamente en el bar. Me pedí una tónica y un árabe de salame y manteca, tenía hambre, me pareció que era demasiado temprano para empezar a tomar. Una de las pocas reglas que había logrado mantener a lo largo de mi vida había sido no empezar a tomar alcohol antes de las seis de la tarde, o de las cinco quizás. Si no fuera por esa regla estaría muerto, supongo.
Llegó ella, se sentó, dejó sus cosas, carpetas, papeles, bolso. Se la veía nerviosa, había tomado envión para decir lo que tenía que decir.
–Mirá, Juan, necesito tiempo, no sé lo que me pasa –dijo. Y siguió. Hizo un catálogo más o menos descriptivo de todas las cosas que yo no había hecho o había hecho mal, o había hecho cuando no había que hacerlas. Todo lo que le molestaba de mí, alguien pasaba hablando del otro lado del vidrio a los gritos, por su celular.
Di un bocado del sándwich, después otro más. Hay gente que cree que el salame va mejor con mayonesa pero no, la combinación con manteca es de lo más genial. Así como la gente se pasa la vida comiendo queso con dulce de batata o de membrillo sin enterarse, sin que nadie les diga que prueben comer el queso con dulce de leche. Te toca el alma, te hace sentir que vale la pena estar vivo, te dan ganas de llorar.
Habían pasado unos minutos desde que ella se sentó, más de cinco, pero menos de diez.
–Bueno –dijo y se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja.
–Sí –dije yo. La miré, era linda y era joven y yo no era ninguna de las dos cosas. La iba a extrañar.
–Estoy esperando, Juan –los puños crispados sobre la mesa, junto a la cucharita del café con leche– ¿No me vas a decir nada?
–No –dije–. Sucede que me han dejado mucho. Dejarme a mí podría ser una disciplina olímpica, te digo la verdad.

20.5.22

Transparente, cristalino


Está claro que es verdad lo que se dice, la frase, aquello que después de los treinta años tenés la cara que te merecés. Es como si te hubieras ido tallando tu propio rostro.
Lo interesante, lo que es fácil de interpretar, son las intenciones de una persona. Vos ves a una persona que te saluda y sonríe, pero quizás no te saluda ni sonríe. Detrás de ese saludo, detrás de esa sonrisa ves que te detesta, o que está esperando que te caigas por las escaleras y te rompas una pierna en diecinueve pedazos, o que no ve la hora de terminar de preguntarte cómo estás tanto tiempo qué es de tu vida, para pedirte prestado dinero.
Lo que subyace, lo que habita bajo la superficie, la verdadera intención. La esencia es algo que siempre resulta evidente para mí. Veo a alguien y sé que detrás de su amabilidad hay rencor, o que bajo esos suaves modales habita la violencia, las ganas de hacer daño, o que bajo esa tierna mirada se esconde el espanto de envejecer, el horror de estar vivo, la codicia. Y así.
Por eso te voy a pedir por favor que no me subestimes porque mi cara, lo que me sucede a mí, podríamos decir que soy un caso atípico. Mi cara refleja exactamente lo que me ocurre, estoy dotado de una singular transparencia.
Me importa un pomo lo que me contás, lo que te pasa, y se me nota. Lo único que quiero es coger.

10.5.22

Iceberg


Empezó como una boludez. Me desperté un día cualquiera, un martes, para ir a trabajar. Después de pishar, después de de lavarme la cara, cuando iba para la cocina a prepararme un café, vi que asomaba un papel. La punta de un papel por debajo de la puerta. Seguro algún impuesto, las expensas, no le presté atención. Pero cuando abrí la puerta al rato para arrancar el día, para salir, vi el papel otra vez.
No era un impuesto, no era publicidad. Un papel, una hoja de papel pequeña arrancada de un anotador. El papel decía, con letra imprenta escrita con birome negra. Decía: ¡Forro!
Así empezó.
Al día siguiente, a la mañana bien temprano, otro papel. Pelotudo, decía esta vez.
No quise darle mayor importancia, tengo enemigos en el trabajo como todo el mundo. Aunque enemigos no es la palabra correcta, gente que no me quiere. Lo normal. Después hay vecinos, algún que otro vecino al que no le gusta mi cara o que quiere saber a qué me dedico, por qué llegaste a vivir donde vive él. Aunque donde vive él no sea gran cosa, igual el pobre tipo no lo puede entender. Alguna ex novia que llamaba por teléfono a cualquier hora para no decir nada, se quedaba del otro lado de la línea respirando. En fin.
Siguieron apareciendo los papeles dos o tres veces por semana. Las palabras se fueron transformando en una oración. ‘No servís para nada’, o ‘Sos horrible, horrible’, o ‘Dios te va a castigar, ya te castigó’. Variaciones por el estilo.
Me preocupé. Por la insistencia y porque llegaba la cuestión hasta la puerta de mi departamento. Necesitaba aclarar el tema.
Agarré el auto una noche. Fui a cenar. Después estacioné el auto enfrente del edificio, un poco en diagonal a la puerta. Me compré un café XL y me puse una gorrita con visera. Nada, nada de nada. A las cinco de la mañana subí, hecho moco de la cintura. Ningún papelito en ningún lado. Quedaba claro para mí que la amenaza no venía de la calle, de afuera. O me habían descubierto en mi burda tarea de vigilancia.
Al día siguiente me preparé para hacer lo mismo pero del lado de adentro. A las doce de la noche apagué todo, las luces, el televisor, y me senté en el living agazapado. Esperando escuchar el ascensor o pasos en las escaleras. Al menor ruido descubriría al agresor.
Nada. Nada de nada. A las cinco y media volví a la cama para tratar de dormir un par de horas.
A la semana siguiente volví a mi rutina y volvieron las notas. Sólo una línea, algo como ‘Fracasaste’, o ‘Sos un imbécil’, o ‘Das asco’.
Pero un día a la tarde, mientras me preparaba unos mates a la vuelta del trabajo, dejé de preocuparme. El entendimiento es algo bastante ajeno a la voluntad, como una movida de ajedrez que de pronto aparece de la nada y resuelve la partida. De dónde vienen los pensamientos creativos si antes no estaban ahí, dónde está la fuente.
No faltaba mucho para que me diera cuenta en medio de la noche que ahí estaba yo, de pie frente a la mesa, sacando una hoja de un anotador escondido en un cajón. Escribiéndome algo.

30.4.22

Nociones de alpinismo


Lo sabe cualquier estudiante de primer año de psicología, deberías saberlo vos también. El estado de deseo es lo que te mantiene vivo, es lo que vibra, la pulsión. Te parece que querés algo y entonces algo se desacomoda y te perdés en el camino. Lo que querés es querer algo, esa cosa, pero no tenerlo, no. Y cada tanto ves que lográs algo de lo que querías pero descubrís que la existencial incomodidad vuelve a abrazarte como una manta polar.
Cuando el ‘there’ se vuelve ‘here’ se arruina, se pudre, aunque haya sido alguna vez una de tus más inalcanzables fantasías. El momento más alto es antes, siempre antes, después la realidad se transforma en experiencia, acercarme y nunca llegar decía la canción.
Así que ya sabés, mientras no logres lo que querés, mientras todavía desees existe algo de potencialidad en vos, eso que te permitirá salir de la cama a la mañana, podés llamarlo motor.
Cada vez que logres algo descenderás un peldaño de la escalera de la alegría, aunque puede no lo alcances a entender todavía. Puede que te cueste verlo así.

*el deseo se satisface en el recorrido. me lo explicaron después.

20.4.22

Desde aquí


Muchas veces viene alguien, alguien que me conoce de algún lado, alguien que fue al colegio secundario conmigo o que jugó al ajedrez conmigo o que nadó conmigo, alguien que me conoce podríamos decir de la vida. Y ese alguien me dice que me ve más gordo, más pelado, más deteriorado en general, más viejo.
O viene alguien, una alguien, un femenino, una mujer podríamos decir. Y me dice que se dio cuenta que ya no me quiere más o quizás es todavía algo más intenso, se dio cuenta que me odia. Me dice que me dio los mejores años de su vida (suponiendo que alguna vez los haya tenido), que soy un sujeto egoísta, malo, vil.
O viene alguien, me encuentro con alguien, cualquiera, en el trabajo o en la tintorería o en la cola del Carrefour Express donde la cajera va pasando mis productos con extraordinaria lentitud, cosas que desde ya no me gustan ni me interesa comprar pero que debo comprar para seguir con vida, como si mis compras, como si yo mismo quizás estuviera hecho de la más pura mierda. Y alguien se me acerca y dice algo sobre lo caro que está todo, o el calor que nos va a dejar pegados al pavimento porque Diciembre en Buenos Aires es ni más ni menos que el horror de estar vivos, o me dice que Estados Unidos está por bombardear Dinamarca porque Donald Trump no puede soportar que exista gente más rubia que él, o me explica que los marcianos ya llegaron a la tierra y están entre nosotros y vinieron a llevarse a todos los delfines porque son fanáticos de la sopa de delfín.
Y entonces en cualquiera de los casos la persona se sorprende un poco de ver que yo no respondo, hago silencio y sigo mirando por la ventana, termino de hacer mis compras o tomo un sorbo de mi café.
Es que yo ya sé.

10.4.22

Confusión


Por algún motivo que no alcanzo a descifrar del todo, por alguna manera particular de interpretar las cosas una y otra vez, la gente confunde conveniencia personal con orden universal.
Eso es básicamente lo que pasa. Cuando lo que sucede resulta favorable a la persona en cuestión, a lo que podríamos denominar sus deseos, entonces por decirlo de algún modo el universo está en perfecto orden. Dios acertó. Las cosas son como deben ser.
Cuando el resultado de los actos no es el esperado bueno, es bien sencillo, sólo un idiota no sería capaz de darse cuenta. Algo está mal.
Pero yo desde que puedo recordar, lo que  equivale a decir desde siempre, he considerado las consecuencias de mis actos como algo ajeno a mí, animales con patas propias. Quizás tiene que ver con haber fracasado tanto lo admito, pero que las cosas no resulten como yo esperaba se me antoja una situación de lo más normal. Cuando todo sale mal me siento en mi elemento, nada que discutir.

30.3.22

Tenemos que hablar


La primera vez que Mónica después de terminar de levantar los platos de la cena vino y se sentó en el sillón y me dijo ‘tenemos que hablar’, me sorprendió.
–Tenemos que hablar, Juan –dijo, con las rodillas muy juntas, cruzó los brazos primero pero después le pareció que estaba incómoda y apoyó las manos sobre los muslos. Me pidió que apague el televisor. Puse el volumen en mute pero ella me hizo que no con la cabeza, tenía que apagar la tele.
Me dijo que se estaba viendo con alguien de la oficina. Empezó como una pavadita pero después se fue poniendo más y más serio. No había sido sólo un recreo, algo para cortar de algún modo la monotonía. Se querían de verdad, más allá de la pasión por la novedad.
A las dos semanas durante el desayuno, Mónica me puso el café sobre la mesa y se quedó de pie, muy cerca de mí. ‘Tenemos que hablar, Juan’, dijo.
Volvió a contar que había conocido a alguien, un tipo de la oficina que la había encandilado. La escuchaba, tomaban café juntos en algún bar, caminaban de la mano. Alguien al que le importaba lo que le pasaba, a ella. Cómo se sentía.
Volvió del trabajo, Mónica, yo salía de bañarme, hacía un calor del carajo. Me había preparado un fernet con soda y un cigarrillo.
–Tenemos que hablar, Juan.
–Ya me lo contaste –le dije–. Ya está claro. Te estás viendo con alguien, con otro, un tipo de la oficina que te quiere de verdad. Alguien con quien vas a poder, por decirlo de algún modo y porque de algún modo hay que decirlo, rehacer tu vida. Lo que no termino de entender es por qué carajo no te vas de una vez, qué estás esperando.
Me miró, Mónica, entre risueña y sorprendida.
–Me parece que no me entendiste –dijo–. Yo a vos te quiero, no te dejo ni loca. Pero me gusta hacerte sentir mal.

20.3.22

Supernatural


Cada tanto, como relleno en los noticieros de televisión o sino en los programas de la tarde, se presenta alguien, una persona, un sujeto que dice haber visto una nave espacial. Iba por la ruta la persona, era de noche y estaba yendo a Necochea o a San Clemente cuando se le apareció la nave. Vio extrañas luces, o de pronto quiso esquivar algo pero dejó de responderle el volante de su vehículo. El hombre, la persona, quería doblar o frenar pero no podía.
Y la persona cuenta que se bajaron de la nave unos hombrecitos de no más de un metro de altura, con cabezas con forma de huevos acostados y manos que terminaban en tres dedos. Y los hombrecitos, sin hablar, comunicándose de algún otro modo, le decían a la persona que habían venido a conquistar la tierra, que les gustaban mucho los perros Schnauzer miniatura y el dulce de batata solo, sin chocolate.
O alguien por televisión también, va y cuenta que iba caminando por la playa fuera de temporada y surgió del agua un monstruo, una especie de elefante pero en dos patas y todo recubierto de escamas, como si tuviera puesto un traje metalizado. Y la criatura de pronto apuntaba con uno de sus plateados dedos hacia un edificio y lo hacía desaparecer, para luego volver a sumergirse entre las olas sin dejar rastros.
Y así. Alguien que va y cuenta una experiencia de sobrenatural carácter, variaciones por el estilo.
Pero nunca vi a nadie contar que hubieran visto a alguien riéndose en el subte. Esa no se le ocurrió jamás a nadie.

10.3.22

No me ves


Hay noches que sueño que soy un avezado ajedrecista. Juego un interminable match con Kasparov y lo derroto en la última partida, con una exquisita combinación que comienza en la movida 23 y lo deja sin ninguna posibilidad en la movida 29. En el auditorio se hace un enigmático silencio hasta que Kasparov niega con la cabeza y por un momento parece que sonríe, me extiende la mano aceptando su derrota. La gente aplaude, la gente se pone de pie. Me voy a dar una ducha y luego a cenar. Pido un whisky single malt, hace frío, un fantástico frío en Budapest.
Hay noches que sueño que soy un piloto de fórmula 1. Corro en Montecarlo, hago imposibles maniobras. Paso por un lugar por el cual es imposible pasar, venzo las leyes de la física, parece como si me deslizara en la velocidad. Y triunfo. Subo al podio, bebo de la gigantesca botella de Dom Pérignon. La gente de la televisión que me entrevista me dicen que jamás han visto nada igual, esa manera de conducir. Voy a boxes a saludar a los mecánicos y me aguardan nueve jovencitas en bombacha y corpiño. Son de distintas nacionalidades, desde alemanotas de turgentes tetas hasta delicadas filipinas de compactos culitos. Elegí, elegí, me dice el jefe de la escudería y me palmea la espalda. Elegí y dejanos algo para los demás.
Después me despierto. Tomo un mate cocido, me lavo los dientes. Viajo en subterráneos, compro una revista, fumo un cigarrillo, entro a trabajar. No pasa gran cosa, mi día transcurre más o menos como de costumbre. Nadie parece darse cuenta, nadie advierte que en mis sueños soy genial.

28.2.22

Dos hermanas


Eran dos hermanas. Vanesa nació primero. Marisa un año después. Familia normal, mamá y papá, automóvil, perro, vacaciones en la playa. Clase media, en el sentido amplio del término. Hasta acá estamos, hasta acá todo bien.
Pero.
Con Vanesa estaba todo mal. O no, no está bien dicho, para nada. Con Marisa estaba todo demasiado bien.
Al principio nadie se dio cuenta, eran ínfimas diferencias, las nenas eran muy chicas. A lo sumo Vanesa tenía un dientito torcido y otro superpuesto, mientras que Marisa tenía una dentadura perfecta, o Vanesa tenía caspa y seborrea, y Marisa tenía el pelo lacio y brillante, sedoso y fuerte a la vez.
Pero eran detalles apenas, recién empezaban las nenas en el camino de la vida. La cosa siguió.
En el colegio Vanesa tenía problemas para adaptarse. Le costaban mucho las matemáticas, los números. Marisa fue mejor promedio desde tercer grado. Las chicas la eligieron como mejor compañera, también.
A Vanesa le descubrieron un soplo en el corazón. Marisa jugaba al hockey, hacía gimnasia artística. Vanesa comenzó a engordar, las rodillas hacia adentro, los modales torpes, el busto excesivo que la hacía caminar encorvada. Marisa tenía una hermosa figura, estilizada, largas piernas, culito firme. Llegaban los pretendientes, los noviecitos, en la playa nadie le podía quitar los ojos de encima.
Marisa se casó pronto, jovencita, con un empresario. Se fue a vivir a San Isidro, casa con pileta, autos importados, quedó embarazada enseguida. Tuvo dos hijos divinos, con menos de dos años de diferencia, Adolfo y Julieta. Vanesa se casó de grande, a los 37, con un corredor de artículos de limpieza que no paraba de sudar aunque estuviera desnudo en medio de la nieve. Beto tenía un problema en los riñones, lo iban a tener que trasplantar. Logró tener un hijo, Vanesa, Javiercito. Nació con el labio leporino, le habían dicho que se podía más adelante intentar algo, operar.
Y así siguieron. Marisa era una prestigiosa abogada de famosos. Salía por televisión a veces, respondiendo sobre algunos casos de importancia. Con su fantástica melena algo más corta y sus carteras importadas. Se iba a Punta del Este con su familia a pasar el verano. Vanesa daba clases en una escuela primaria, siempre con problemas de dinero, asma, siempre tratando de adelgazar.
Un día Vanesa se enfermó. Algo del corazón se agravó. Quedó internada, la operaron y a la semana se murió. Tenía 51 años. En el entierro de su hermana Marisa usó un trajecito negro algo ajustado que dejaba intuir sus todavía apetitosas curvas, lentes negros muy parecidos a los que solía usar Graciela Borges y una capelina para que no se la viera llorar.
Y listo, esa es la historia. Puede que vos esperaras que en algún momento cambiaran las cosas, alguna suerte de cósmico equilibrio, pero no. Quizás te parece injusto, también eso es muy normal.

20.2.22

Modo catástrofe


Cuando chocan los trenes, cuando se caen los aviones, cuando se produce un terremoto y la tierra abre la boca y se mastica una ciudad, un pueblo entero, como si fuera un alfajor de maizena.
Cuando pasa algo así y te lo muestran en los noticieros, en las redes la gente tiene algo para decir, la gente opina al respecto.
Vos te angustiás. Te das cuenta de los frágiles piolines que sostienen una vida. Dudás de todo, de la existencia de Dios, de las precarias nociones del bien y el mal, de las leyes que rigen la rotación y traslación del planeta tierra.
Ahora. Si yo te digo que me parece que me estoy quedando pelado, que tengo una furibunda busarda o que hace bastante tiempo que no la pongo. Bueno, eso no te genera la menor contrariedad ni excesiva preocupación.
Somos esclavos de la desmesura, ávidos de grandilocuencia. Si pensás salvar al mundo va a tener que ser de a uno, la gente no presta atención a los detalles.

10.2.22

El cuadrado, el círculo


Un abuelo lleva a su nietito al colegio, y en un accidente de tránsito lo atropellan, al chico, y lo matan.
El abuelo no puede soportar las recriminaciones de su hija. La hija, ciega de furia ante la divina injusticia, el universal absurdo, se interna en un hospital psiquiátrico, busca ayuda.
Su madre, la madre de la chica, va de visita y ve los despojos en los que se ha convertido su hija, vuelve a la casa y una noche deja el gas de la cocina encendido. Para que muera su marido, involuntario causante de la tragedia, junto con ella, que no puede soportar lo que tiene que soportar en esta última etapa de su vida.
La hija, al enterarse de la muerte de sus padres, y recordando la muerte de su hijo, salta por la ventana. Se suicida.
El marido de la mujer, habiendo perdido a su hijo y a su mujer, escapa a San Bernardo, a un departamentito que tiene de toda la vida. Un día que siente que no da más, que no puede dormir de la taquicardia, concurre a la salita y conoce a una enfermera. La mujer lo revisa y le ofrece un té, él llora, arreglan para verse al día siguiente para almorzar, porque ella está de guardia y debe seguir con su trabajo. La mujer es divorciada, él no logra encontrarle un sentido a la vida, caminan por la playa. Empiezan a salir.
La mujer sabe que se está viniendo grande. Le cuenta, al hombre, que quiere ser madre, que quiere tener un hijo. El hombre recuerda a su hijo muerto y le dice que no, que de ninguna manera, el fantasma de su dolor le impide siquiera pensar en esa posibilidad.
La mujer, una noche que el hombre concurre a su departamento a cenar, lo apuñala en la cocina con un cuchillo manchado de salsa portuguesa. El hombre muere.
La mujer alega defensa propia, y que el hombre había venido a su domicilio con otros fines, a pedirle dinero. El hombre ya la había golpeado un par de veces, testifican algunas personas que también trabajan en el hospital. La conocen a la mujer de años. El hombre había llegado de la nada, sin motivos, solo, quizás un turista.
La conocí en el juzgado de Mar del Plata, yo había ido a declarar como testigo en el robo de un automóvil, el mío, mientras pasaba unos días en Miramar. Me pidió prestada una birome, le traje un café de la máquina. Me contó que le hacía acordar a un actor de cine, uno que siempre hacía papeles secundarios, ayudante de detective. Cambiamos teléfonos y quedamos en hablarnos, me pareció una buena mina.

30.1.22

Siete minutos


Hacía tiempo que Leticia no quería más a su marido. Más de diez años de matrimonio, doce para ser precisos. Tenía dos chicos y una más que buena posición económica. Eduardo era escribano, un escribano reconocido.
Leticia sabía que lo que debía soportar para continuar con su estilo de vida no era tan grave. Siete minutos durante la cópula, lo había leído en un libro. Una vez por semana Eduardo, por lo general los domingos a la mañana o los sábados a la hora de la siesta, se le echaba encima.
Leticia cerraba los ojos y pensaba en otra cosa. Jadeaba un poco, daba tres o cuatro soplidos, o decía ‘Aaa’, y otra vez ‘aaa’, o ‘sí, sí, así’, y listo. Eduardo aceleraba un poco y emitía un ronco gruñido para luego echarse de lado y quedarse dormido.
Los chicos crecían bien, Leticia vivía en un regio barrio privado, iba al gimnasio. Había cumplido 41 pero todavía tenía todo más o menos en su lugar. Veraneaba en Punta del Este y la miraban cuando se tiraba a tomar sol. Estudiaba pintura con un pintor reconocido que le enseñaba a pintar naranjas y jarrones y a veces la cogía. No era su único amante, también había un chico de menos de treinta, cadete del estudio de arquitectura, con abdominales bien marcados y el cabello largo.
Leticia cenaba los miércoles con sus amigas, cambiaba de amante y cambiaba la camioneta cada dos años, la vida no se había ensañado con ella. Se aburría un poco y a veces, viendo películas de Meg Ryan o de Sandra Bullock le entraba una congoja, unas ganas de llorar. Se fumaba un par de cigarrillos mentolados, iba a la peluquería.
Un sábado a la tarde Leticia se preparaba para el clásico ataque de Eduardo con el televisor encendido, pero Eduardo se paró, fue a la cocina y volvió con un vaso de jugo de pomelo rosado.
–Deberíamos separarnos –dijo Eduardo, y se sentó en la cama. Le explicó que no tenía demasiado sentido seguir juntos si ya no se querían. Sabía Eduardo y se lo dijo, de los amantes de Leticia. También le dijo que el dinero no sería un problema. Él estaba dispuesto a dejarle la casa y alguno de los autos. Se iría a vivir a un departamento que tenía sobre la calle Talcahuano. Vendría a buscar a los chicos todos los fines de semana. Ella tenía derecho a ser feliz, dijo, a rehacer su vida. Lo mejor era conservar una buena relación, separarse en los mejores términos. Ella era una buena mujer a pesar de todo, él lo sabía.
Ella se puso a llorar, dijo que no, que jamás había pensado en separarse.
–No entiendo –dijo ella–. Si estamos bien.

20.1.22

Bienvenido bienvenido amor


Durante mucho tiempo Alicia creyó que el amor era una caminata de la mano a la salida del colegio. Un chico de sonrosados cachetes con una flor en la mano, una lata de gaseosa compartida. Cartas escritas en hojas mal arrancadas de un cuaderno, respuestas de un rosa fuerte llenas de corazoncitos dibujados con una temblorosa mano. Y promesas que superaban las leyes de la física.
Después hubo un tiempo en que Alicia creyó que el amor era una peluda entidad embistiendo contra ella, ella siendo atravesada por el urgente tren del deseo, ella abrazando hasta que se apagaran los jadeos del animal satisfecho contra su pecho, ella arqueando la espalda y empujando también hacia atrás, contra peludos muslos y alguien que le tiraba del pelo.
Después vino una etapa en que Alicia creyó que el amor era cotidianeidad, compañía. Levantarse a la mañana y rascar un brazo que no era suyo, escuchar a alguien lavándose los dientes del otro lado de la puerta del baño, ver una película en el living mientras alguien fumaba o terminaba su whisky. El ruido del hielo golpeando contra las paredes del vaso, particular, característico, inconfundible.
Y después Alicia se dio cuenta que el amor podía ser cualquier cosa. La lluvia contra una ventana o el humito saliendo del café con leche o un perro que salta a tu encuentro y parece inagotable de agudos ladridos o la fragancia de la ropa recién lavada o un pedazo de chocolate con avellanas. Porque el amor jamás había existido, el amor era un estado de la mente.

10.1.22

Última vértebra


Hago un movimiento, irrelevante por cierto, ínfimo, hacia delante y hacia el costado, inclino mi cuerpo. Para guardar ropa sucia en una bolsa, en una bolsa donde suelo guardar la ropa sucia antes de llevarla a lavar.
Escucho un ‘cric’ apenas, casi inaudible, en la base de mi espalda, un sonido similar al de partir un cigarrillo entre los dedos.
Y se desata el caos. Caigo al piso. La columna deja de sostenerme. Dolor en estado natural, dolor puro. Algo, la última vértebra, ha tocado un nervio. El dolor me ha tirado al piso.
Es ridículo, lo sé, pero he caído como si me hubieran pegado un piedrazo. Siento un pavoroso adormecimiento detrás de las piernas y sé, porque lo sé, porque lo siento, que no podría ponerme de pie aunque me fuera la vida en ello.
Al dolor le sigue el miedo, el miedo de morir ahí sobre el parquet, de inanición quizás por no poder llegar hasta el teléfono para pedir una pizza o socorro. Intento arrastrarme pero no, tampoco puedo. Quedo de espaldas, los brazos en cruz, junto a la bolsa de basura tamaño consorcio que uso para juntar la ropa sucia de la semana.
Nada, cierro los ojos, sé que moriré ahí, mientras el dolor agujerea la espalda como un aplicado pájaro de filoso pico.
Pero sucede algo extraño además, al mismo tiempo. Mientras me duele, mientras me duele y me aturde y es el dolor más profundo que yo pueda recordar, descubro. Descubro que mientras me duele, mientras el dolor baila su lacerante danza sobre mi atribulado cuerpo, ya no importa. No importa si me dejaste, no importa ese feo rayón que le hice al auto de la manera más absurda en el estacionamiento de la calle Beruti, no importa si jamás pude escribir un cuento decente. No importa si no volveré a tomar un vaso de vino rojo con un pincho de tortilla en Madrid algún otro diciembre.
El dolor es una experiencia totalizadora como quizás ninguna otra y no importa, mientras el dolor duele, nada más. Nada de nada.
Entonces, desde el piso me brota una carcajada venida de quién sabe dónde. Me duele y me río.