30.11.22

Almagro Tíbet


Es fácil y está al alcance de cualquiera. Te vas a un velatorio. ¿A qué velatorio? Pero querido, cómo me hacés esa pregunta, cómo me preguntás eso. ¿Qué carajo importa a qué velatorio, papá? A cualquier velatorio, a cualquiera.
Los domingos, mejor los domingos. Los domingos es el día que hasta Dios descansó. Todo el mundo observa su alma, la propia, la ínfima pequeñez de la propia vida y el lunes está ahí nomás, tomás aire y tenés que seguir con toda esa mierda. Es normal que los domingos la gente se ponga mal, que la gente se deprima.
Agarrás el domingo cuando oscurece y te vas a una casa de velatorios. La que te quede más cómodo, o la podés elegir por el barrio. Podés querer ir a un velatorio en Palermo o por Belgrano. Los velatorios por Paternal son muy buenos, y los de Villa del Parque.
Entrás y te mandás. Te fijás en el cartelito por las dudas, cómo se llama el muerto, y te mandás. Entrás con cara de preocupación, con cara de estupor, de cansancio. Con tu cara de siempre, para qué nos vamos a engañar.
Pasás la recepción, la sala que suele haber al principio, la primer salita, y te vas para el sector donde está el cajón. Cuando entrás te vas a dar cuenta enseguida quiénes son los familiares directos, la esposa, los hijos, algún hermano.
Y abrazás a cualquiera, habrá alguna duda, siempre hay alguno que duda, doblado por el dolor no consigue recordarte, no te conoce. Pero habrá otro que sí, una mujer de bastón que se incorpora mientras vos le besás la mejilla o le pasás una mano por el canoso cabello, una chica que estalla en un sollozo, uno más, ante tu abrazo, un gordo que se suena los mocos contra uno de tus hombros y asiente mientras vos lo palmeás con una indubitable muestra de afecto y congoja.
Podés decir algo, cualquier cosa. De acuerdo al sexo y a la edad del difunto, a su cara. Podés decir ‘siempre nos ayudaba a todos en el trabajo’, o ‘era la mujer a la que todos le pedíamos consejo, la queríamos escuchar’, o ‘tan joven, Dios mío, tan llena de vida’. Algo así, cualquier cosa.
Y después de haber saludado a alguien, a uno o dos, después de haberte acercado al cajón y murmurado un lamento, vas y te sentás a un costado. Buscás un periférico punto de la sala donde sentarte un rato.
Estar ahí unos quince minutos, en contacto con la muerte por decirlo de algún modo, con el dolor en uno de los estados más puros, bien equivale a cinco o siete años de psicoanálisis. Te das cuenta que lo que te atormenta, lo que te pasa, no tiene prácticamente ninguna importancia.
A veces hay bandejas con sanguchitos, también. Algo para tomar.

2 comentarios:

WOLF dijo...

Excelente...
Esa sensación la tuve hasta en velorios de familiares propios...
Lo saludo...

J. Hundred dijo...

*wolf! esa sensación, y cómo seguís después de haber sentido, bueno, esa sensación. las motivaciones, los motivos, usted lo entiende lo más bien. saludos.