30.12.06

Mientras tanto

Me hablan de acontecimientos pretéritos o futuros, de cosas que sucedieron o que van a suceder, de vacaciones pasadas y cumpleaños por venir, y viene a mí la percepción de estar ante gente sin la presencia de ánimo necesaria para vivir el ‘durante’.
Y una de las pocas cosas que me interesa es el 'durante'.

El monumento

En las plazas, en los parques, en los espacios verdes de esta inconcebible ciudad, es posible ver todo tipo de monumentos. Por lo general hay algún hombre, algún caballo, algún escudo. Puede haber también, porqué no, alguna espada. Puede haber también, algún hombre de pelo enrulado, y alguna mujer de pelo recogido, desnudos sin motivo aparente, esperando algo que es para mí ajeno, desconocido.
Los monumentos están allí para dejar constancia de algo que sucedió, algo que salió bien o algo que salió mal, algo que merece ser recordado, algo significativo.
Me gustaría ir alguna vez a una plaza, a un parque, a un espacio verde, donde haya un monumento triangular, tal vez sobre una columna de estilo dórico. Una porción de pizza tamaño natural, en diagonal, ni acostada ni de pie, puede ser muzzarella, puede ser napolitana con ajo, puede ser fugazzetta, con su correspondiente y chorreante queso de bronce. La placa alusiva podría decir algo así: ‘monumento a todas las porciones de pizza, la que usted más recuerde, la que usted prefiera’.
Cuando exista dicho monumento podrán verme una mañana de domingo, sentado por ahí, cerquita.

27.12.06

Mala prensa

Creo que el amor, la amistad, la felicidad, la bondad, la alegría, están, cómo decirlo, algo sobrevalorados. Prefiero, en muchas situaciones, el estupor, la tristeza, la confusión, el fastidio, el desconcierto. Aunque no hayan tenido un adecuado trabajo de marketing, aunque carezcan de un packaging seductor, aunque sean sentimientos que nunca han tenido suerte a la hora de elegir un asesor de imagen.

23.12.06

El sudor, la frente

Voy a reuniones con gente que no conozco, donde se discuten temas que ignoro. Cuanto más callado permanezco, más profundo se me considera. Cada veinte minutos, media hora como máximo, digo un monosílabo, hago una anotación de menos de siete palabras en mi cuaderno, me rasco la nariz. Esto es para constatar que no estoy dormido.
La situación no me resulta paradójica ni trágica. Mientras miro a mi interlocutor de turno, pienso qué voy a querer comer durante la cena.
He tenido trabajos mucho peores.

No moto

Cuando veo una moto pienso en todo el viento en la cara que no sentí; todo el vértigo que me perdí; todos los médanos que no salté; todas las chicas que no se abrazaron con fruición a mi cintura para sentirse protegidas.
La moto me mira, encadenada a un árbol, mientras pienso.
Así que le pego, por todo lo que no sentí, por todo lo que me perdí, por todo lo que no fui. Le pego aunque esté en el piso, aunque no pueda defenderse.

20.12.06

Ajeno

Al despertar por la mañana, al abrir los ojos, descubro que a mi lado, sobre la cama, yace media res. La sangre empapa las sábanas; el olor a carne impregna el cuarto en su totalidad.
Me incorporo. Me siento en la cama. Tengo que bañarme; tomar unos mates; ir a trabajar.
Sé que no es un sueño, sé que no estoy soñando. Si fuera un sueño mío habría una guarnición de papas fritas o españolas, supongo que sobre la almohada, no sé. Habría un humeante puré de papas en alguna parte.

16.12.06

Flaca

En el supermercado, una mujer se despoja de su abrigo; queda en ropa interior, me atrevería a decir con excesivo uso, y de calidad dudosa.
Acto seguido toma una botella de leche, la abre y se la arroja sobre el cuerpo. El método que utiliza consiste en sostener la botella por sobre su cabeza, y dejar que el contenido se derrame de manera anárquica sobre su cabello, su rostro, su dermis.
Repite la operación, con una segunda botella. El grupo de personas que la rodea ya es numeroso. Alguien ha llamado al personal de seguridad.
La mujer toma una tercera botella de leche. Abre la tapa, rompe el aluminio con el pulgar, y repite otra vez la operación. Parte de su rostro, y sus muslos, se encuentran cubiertos del níveo líquido. Se ha formado un pequeño charco a sus pies.
Observo que lleva las uñas de los pies pintadas de negro. Y no todas las uñas; una sí, una no.
Entonces la mujer extrae un encendedor que llevaba enganchado y oculto bajo el elástico de su bombacha. Lo manipula. Intenta encenderse un brazo extendido, luego una pierna. Luego el abdomen. La llama es amarilla y azul, pero la combustión no prospera.
La mujer insiste, se inclina, intenta encenderse una rodilla. La contrariedad asoma en su rostro.
–¡Era con kerosene, con alcohol! –acota alguien de la multitud, alguien que ha alcanzado a comprender las secretas intenciones de la maniobra.
La mujer deja caer el encendedor al piso y mira a la multitud amorfa que la rodea.
–Sí –dice–, pero el alcohol fija las grasas. Yo usé leche parcialmente descremada, ultra pasteurizada, fortificada con hierro, enriquecida con vitaminas A y D...

¡Una macedonia, un peceto, abrí la dos, cerráme la cuatro, un poema con oide!

tal vez sea un asteroide
o quizás un treponema;
puede que mueras de pena
o te asesine un androide.

tengo expresión mogoloide
o de tipo talentoso.
también se ríen los osos
de los mejores romboides.

se me acusa de esquizoide
pero yo me considero
no el último, no el primero.

sólo un tipo que deambula
sin defender causa alguna.
no me rompan los ovoides.

13.12.06

Tributo a la impericia

Si se permite a un gorila aporrear un piano el tiempo suficiente, existirá un momento en el que sonará una hermosa nota.
Será casual y será mágico. Será una cosa bella, y entonces, como dijo el poeta, será una alegría para siempre.
Lo que quiero decir es que sigamos cogiendo. Tenéme paciencia.

9.12.06

En un ascensor repleto de gente

Persona 1: Hola, ¿cómo estás?
Persona 2: Problema mío.

Otro cuento de hadas

Sapo: ¡Princesa! ¡Eh, princesa!
Princesa: ¿Sí? ¿Qué sucede?
Sapo: Aquí abajo, princesa. Al borde de la laguna.
Princesa: Ah, sí. Ya veo.
Sapo: Princesa, ¿no me darías un beso?
La princesa retrocede un paso. Con una mano cubre el camafeo que reposa entre sus cremosos pechos. Su cabello apenas se agita por una brisa que es un dulce soplido. Sus labios refulgen de un rojo que el sapo ha visto o ha soñado en algunas cerezas.
Princesa: Disculpe usted, señor sapo. Pero no acude a mi mente ningún motivo por el cual debiera o debiese acometer tal acción.
Sapo: Entiendo. Claro que te entiendo, dulce criatura. Permíteme que explique. Es que me paso la vida aquí, como puedes ver, en medio del barro. Esperando alguna lluvia, tal vez, algún insecto del cual alimentarme. Soy una criatura abyecta, una repulsiva creación del reino de Dios, una mala broma. Mi piel es fría y verrugosa. Mis ojos exoftálmicos mueven al rechazo inmediato. Mi voz semeja el eructo más soez, por más que recite la más bella de las poesías. Para resumir, princesa, es duro ser yo, día tras día. Un beso tuyo me transportaría al país de los sueños. Un beso tuyo me daría una razón para despertarme por las mañanas con una sonrisa. Un beso tuyo me haría feliz.
Princesa: Ajá. Has sido muy claro, repelente adefesio. Más no puedo aceptar tus motivos. No fui puesta sobre la faz de la tierra para satisfacer apetitos ajenos. ¡Imagina lo que sería mi vida si así lo hiciera! Lo siento, pero la respuesta es no.
Sapo: ¿No?
Princesa: No. Y te recomiendo laves al menos una vez por semana tus oídos purulentos. No puede ser que tenga que andar repitiéndote todo.
Sapo: Pero debieras darme un beso, princesa. No te he contado toda la verdad, todos los motivos.
Princesa: Te escucho, sapo. Pero sé concreto. Mi tiempo es una valiosa mercancía.
La princesa mira su reloj, hecho de esmeraldas y rubíes. Su mano es delgada y sus dedos son largos. El sapo, arrobado, siente que la mano tal vez esté al alcance de un salto y un lengüetazo. El sapo piensa en el tacto de su lengua sobre la tibia epidermis.
Sapo: Es que verás, princesa, soy víctima de un hechizo. No deseo aburrirte con los detalles. El punto es que si logras vencer la repugnancia primera y me das un beso, me transformaré en el más bello príncipe que jamás has conocido. Un príncipe encantado que dedicará su vida a complacerte, a que seas feliz. Un beso tuyo quebrará el hechizo, y seremos felices para siempre. Tan sólo un beso.
Princesa: Conozco la historia, me la han contado. Lo del hechizo, el príncipe encantado, y blablablá.
Sapo: ¡Eso mismo! Se trata de quebrar el hechizo, con un beso. Como verás, la propuesta es más que conveniente.
Princesa: Lo siento, horripilante alimaña, pero la respuesta sigue siendo no. Verás, ya no soy una niña, cómo decirlo, he perdido esa ingenuidad adolescente. Me he vuelto más pragmática, por decirlo de alguna forma. Esto de darte un beso primero, y ver si te conviertes en príncipe después, mmm, no me convence. Me suena a plan de ahorro previo. Prefiero, en todo caso, que hagamos al revés. Conviértete en un príncipe, primero, y te daré los besos que quieras, después.
Sapo: Pero… Es que no funciona de esa forma. Hay que romper la maldición, el hechizo.
Princesa: No. No hay beso, y no quiero volver a repetirlo. No puedo darte crédito.
La princesa decide reanudar su marcha. Sus pies parecen deslizarse, su lánguido desplazamiento semeja el tenue vuelo de una mariposa. Se escucha el frufrú de tules y gasas.
Sapo: ¡Alto!
Princesa: ¿Qué sucede?
Sapo: Entiendo tus razones. Tan solo deseaba agradecer tus palabras y tu paciencia. Además, por las tardes, suele pasar justo por aquí otra princesa. Es grácil, y joven, y más delgada que tú. Tal vez ella tenga la voluntad de atender mis razones. Se la suele ver sin prisa, canturreando, y me ha mirado en alguna oportunidad, sin recelo ni repulsa.
La princesa se detiene. Vuelve sobre sus pasos. Lanza una mirada fugaz en todas direcciones. Luego, con ampulosidad de gestos, se inclina, sin llegar a flexionar sus rodillas. Es una inclinación pronunciada que permite adivinar exquisitas redondeces escondidas. El beso es desapasionado pero generoso; extenso hasta lo inusual, incluso para los habituales espectadores de telenovelas.
Finalmente, y con estudiada lentitud, la princesa vuelve a erguirse; sus níveas palmas tantean que todo haya vuelto a su lugar bajo los tules.
Princesa: Conozco a la princesa que tú dices. Es algo más delgada que yo, puede ser. Pero convengamos que es una tabla, no tiene nada de teta.
La princesa reanuda su marcha, recuperadas sus etéreas cualidades. Se alcanza a oír el piar de un ruiseñor.
Sapo: ¡Princesa! ¡Eh, princesa! Aguarda un instante. Debe estar por desaparecer el hechizo. De un momento a otro me transformaré en príncipe.
La princesa sigue su camino. La princesa no se detiene; no mira hacia atrás. La princesa se aleja.

6.12.06

Sueños

Sueño con sillas vacías. Sueño con frutas mordidas. Sueño con vasos que yacen acostados y tristes sobre alfombras indiferentes. Sueño con lluvias absurdas bajo las cuales nadie camina de la mano, nadie sonríe. Sueño con perros bigotudos que renguean sin que nadie los mire.
Y después sueño con vos. Y me siento mejor.

2.12.06

La importancia de haber leído

Por lo que me contás, las circunstancias que te atormentan, lo que podríamos dar en llamar los hechos relevantes de tu propia vida, son apenas un par de carillas (en cualquier caso no más de cinco) de una novela de calidad dudosa.
Lo que te quiero decir es que te calmes. Que no jodas.

Diego Fussi, el de 'Los Fuckers'

Dónde estoy. Tres posibilidades.
1)Estoy en Mónaco. Voy caminando por una callecita estrecha. Llevo puesto un short y ojotas. Voy con el torso descubierto. Llevo en mi mano una bola de fraile, con mucho azúcar.
2)Estoy en Madrid. Es diciembre. Estoy de pie, en una esquina que no deseo precisar en este momento. Fumo un cigarro. Dejo el cigarro colgar de mis labios, y meto las manos en los bolsillos de mi gabán. Está nevando.
3)Estoy en Buenos Aires, en un bar. Tomo café y miro a través de la puerta entreabierta.

–Diego –dice una voz. No levanto la vista; no soy Diego. Sigo con mi lectura.
–Diego –la voz insiste; más cerca. Veo, junto a mí, unos bellísimos pies dentro de unas sandalias que me transportan a la adolescencia.
Dejo el libro, levanto la vista. La chica tendrá diecisiete años, diecinueve a lo sumo. La chica me habla a mí.
Es preciosa. Está dormida. Lleva puestas sucesivas capas de ropa: blusas multicolores, remeras, algún chaleco, algún pulóver. Los jeans gastados, pegados al cuerpo. Es flaca, es huesuda, es morocha y tiene el pelo sucio.
–No –le digo–. No soy yo –Si yo tuviera que volver a enamorarme, alguna vez, me enamoraría de una chica así. La chica tiene los ojitos apenas abiertos y una sonrisa como un atardecer en la playa.
–Diego Fussi –da un pasito adelante, uno atrás; sus movimientos son lánguidos. Deja una mochila pequeña junto a sus pies–. El de ‘Los Fuckers’.
–¿Cómo?
–Diego Fussi, el de ‘Los Fuckers’ –se ríe, me da una mano que no puedo rechazar.
–Me parece que estás equivocada –es tan linda que no puedo dejar de mirarla.
–Estuviste tocando por la costa, todo el verano –revuelve dentro de una cartera de lana que cuelga en diagonal por sobre sus pequeñas tetas. Saca un paquete de cigarrillos, saca un encendedor, saca un volante que anuncia un recital; el volante es un pequeño rectángulo de papel, en blanco y negro, arrugado. Enciende un cigarrillo y pita. Deja el paquete y el encendedor sobre la mesa. El encendedor es amarillo. Miro sus manos.
–No –es lo único que digo. Es lo único que me sale.
–Te seguimos con mis amigas, no nos perdimos ni un recital. Estabas en llamas –se acomoda el pelo, sonríe; está recordando algo que yo hice, algo que la conmovió profundamente; algo que le parece, aún hoy, bárbaro–. Estabas iluminado. Nunca habíamos visto a alguien cantar como vos, decir las cosas que dijiste.
–Escucháme…
–Estuvimos en Mar Azul. ¡Mar Azul! Cuando te tiraste del escenario y te agarraste a trompadas con los pibes que nos estaban molestando. Después subiste y seguiste cantando, como si nada. La sangre te chorreaba por la cara y vos te relamías y seguías cantando.
–Estás equivocada, no soy yo.
–Cuando se lo cuente a mis amigas no me lo van a creer. –Apaga el cigarrillo, se acomoda el pulóver, y se mueve, no para de moverse, como una ardilla o un colibrí, no puede quedarse quieta. Yo estoy tan viejo, tan cansado. Ya debería estar en la oficina. Cuando llego después de las 9 y 30, el subgerente se pone como un desquiciado.
–¿Cómo te llamás?
–María. María Laura, pero todos me dicen Luli. Vos también me dijiste Luli, una vez. Después de un recital nos quedamos todos tomando cerveza, y fuimos a la playa, y vos te metiste desnudo al mar. Y cantaste una canción, y me dijiste Luli. Dijiste ‘esta canción es para Luli’, y yo no podía parar de llorar de la alegría. Sos un capo, Diego. Un capo.
Le debo llevar quince años, o veinte. Pero la chica parece no darse cuenta. Ni le presta atención a mi camisa con el cuello que no resiste un solo planchado más. Ni a mi corbata raída. Ni a mis ojeras de quince años de oficina y subte y un sándwich de parado. Me tengo que ir a trabajar. Hay que hacer las certificaciones, presentar los presupuestos, legalizarlos.
–Diego Fussi, no lo puedo creer. Debe ser mi día de suerte, o mi regalo de cumpleaños. Aunque falta un mes. ¡Eso! Tiene que ser mi regalo de cumpleaños. –Me mira, con las manos en la cintura–. Me sé todos tus temas, de memoria. Decíme cualquier tema y vas a ver cómo te lo canto.
Me tengo que ir. Pagar el alquiler. Seguir con mi vida.
–Claro que me acuerdo. Cómo no me voy a acordar de vos, Luli. Lo que pasa es que el verano, viste, cómo extraño el verano. ¿Desayunaste? Sentáte, Luli, que yo lo único que tengo para hacer es esperar el verano.