Tenés que comprar una palta, para el tratamiento tenés que
comprar una palta. Nada más, no hace falta nada más, así que nadie puede decir
que es muy caro, que no tiene el dinero. Una buena palta debe costar cinco o
seis pesos, un dólar. Lo mejor es hacerlo un domingo, un domingo a la tarde. Si es
invierno, si hace frío, mejor todavía. Te desnudás, tenés que estar desnuda. No pasa nada, estás
sola en tu departamento, y estás desnuda. Con la palta. Abrís la palta. Es muy fácil. La generosidad de la fruta.
Hacés un corte longitudinal, recorrés todo el perímetro hundiendo el cuchillo,
y después girás ambas mitades en sentido contrario, como si estuvieras abriendo
un frasco cualquiera. Sí, como si fuera un frasco de mayonesa, sí, como si
fuera un frasco de mermelada. Ahí tenés, las dos mitades de la palta, quitás el carozo que
puede ser, si la palta es grande, casi del tamaño de una pelotita de ping pong.
Sale fácil. Y te entrás a frotar, con la palta. Como si fuera un jabón.
Te frotás los brazos y las piernas, los muslos, las tetas y la cola, la cara,
elcuello, te frotás la frente y la
vagina, en el orden que te parezca más apropiado, más conveniente, las
pantorrillas, la panza. Y listo. La palta, como vos bien sabés, es una especie de
manteca vegetal que va del amarillo hacia el verde pero se queda del lado del
amarillo. Tiene muchísimas vitaminas y nada de colesterol (como se creía en una
época). Pega bárbaro con cebolla y tomate, es una fantástica ensalada. Hay
gente incluso que la come de postre, con azúcar. Te sentás, entonces, en una silla de la cocina, toda
empaltada. Y esperás dos o tres minutos, no hace falta más. Te vas a dar cuenta que todo lo que te parecía importante,
bueno, no es importante. Tu propia vida, algún nombre hay que ponerle, carece
de sentido. Si tu marido se escapó con una secretaria mucho más joven que vos,
si tu hija de once años te dijo que quiere ir a ver a un pai umbanda que le explicó
que es la reencarnación de Sai Baba pero con el pelo lacio, si no hay quién te
lleve un fin de semana largo a Pinamar, si tenés un par de amigas que son más
flacas, si no hay manera que te asciendan a coordinadora regional de nada. No importa, ya no importa. Es domingo, oscurece. Está anunciado lluvia para la noche.
El carozo te mira desde la mesada.
Estoy en el subte, viajando en subte. Disculpame, pero las
cosas que me pasan, muchas cosas que me pasan, me pasan viajando en subte. ¿Qué
querés, que te cuente que estuve haciendo esquí acuático en Mónaco? Pelotuda. Línea B, voy al centro. Último vagón, paradito, abro mi
libro, la idea es leer tres o cinco páginas de un libro, cualquiera. Peor es
mirar los rostros de la gente. Entre la realidad y la ficción elegí la ficción,
siempre, ni lo dudes. En la ficción tenés alguna posibilidad. Entra una chica. Es joven, es bastante gorda. Va en ojotas,
pantalones pescadores, musculosa negra. Se nota que es del norte, sus rasgos
son aindiados, su piel café con leche. Lleva una valija, con rueditas. Pero no es una valija, allí
lleva un pequeño amplificador, un aparato de música, con la base de la música
que toca, no sé. Lleva colgada una guitarra, también. –Buenos días –dice–. Voy a hacer un par de canciones. La verdad que lo lamento, porque estoy muy cerca, justo a su
lado. Y aunque prácticamente no me importa lo que pasa, aunque la realidad no
me interesa en lo más mínimo, la realidad hace tiempo que dejó de interesarme,
aún así, si me guitarreás a menos de un metro de distancia, bueno, me
dificultás la lectura. Así que cierro mi libro. Hace calor, un húmedo calor,
Enero en Buenos Aires es la desgracia de saber que no te salió nada de lo que
quisiste ser, no te salió nada y punto. No le des más vueltas. Estoy parado, entonces, tratando de no transpirar demasiado
y no mucho más que eso, cruzás la ciudad en quince o veinte minutos y eso es
todo lo que importa, aunque sientas que estás en Namibia o en Saigón, aunque haya más vendedores de objetos inútiles
que pasajeros, aunque la gente esté más triste que nunca. Respirás, y esperás
quince minutos, no es tan grave. Arranca la chica. Canta una chacarera. Habla, la chacarera,
de las cosas sencillas que recordará el autor de la chacarera cuando la muerte
venga a buscarlo. De su casa, los olores de la infancia, el vino con amigos.
Pide el autor, que cuando muera, lo tapen con chacareras, así dice la letra. La chica canta, canta y sonríe, rasguea su guitarra, es
potente y dulce su voz, tan dulce. Me pasa, la chacarera, de lado a lado. Como
si me atravesaran el corazón con una aguja de tejer, con un objeto de metal
filoso y plateado. No
sé de dónde vino, no prestaba atención, no me lo esperaba. Me sale un sollozo,
un sollozo venido de ninguna parte, un sollozo que sólo puedo recordar de
cuando era chico. Un sollozo como cuando atropellaron a mi perro Urko, ese
camión de reparto que dio marcha atrás y atropelló a mi perro mientras yo
estaba en la heladería y lo dejó ahí, tirado sobre los adoquines con las patas
traseras hechas un ovillo, y mi perro se me quedó mirando, le salía sangre del
hocico y me miraba para que le explique, me miraba. No he vuelto a llorar así
nunca más, la vida me fue curtiendo, mi corazón hizo el callo. Ahora estoy
llorando, lloro como si fuera a llorar para siempre, como la lluvia o las olas
de un mar tan lejano, caen mis lágrimas. La chica termina su tema, y me observa. Saco dinero que
llevo en el bolsillo del saco, no sé cuánto dinero, no importa, se lo doy, y la
abrazo. Ella me abraza también, caen algunos billetes al piso, ha corrido su
guitarra a un costado. –Bueno, bueno, ya está –me acaricia la cabeza y sonríe, me
mira hacia arriba, soy muy alto–. Ya está, chango, no pasa nada. Nos quedamos así, abrazados, un par de estaciones. La gente
cree que es parte del acto pero después entienden que no y se preocupan,
alguien se pone nervioso y se ríe, alguien niega con la cabeza y mira a los
costados buscando la trampa. Paro de llorar. Beso la frente de la chica. –Gracias –digo–. Muchas gracias. Y me
bajo en Florida.
*La chacarera se llama
‘Cuando me abandone mi alma’, letra de Raúl Trullenque, música del Cuti
Carabajal.
Cuando
a Mónica el doctor le dijo que, viendo los estudios, las microcalcificaciones,
lo mejor iba a ser operarla de un pecho, bueno, Mónica se derrumbó. No hubo
nada de metáfora, literalidad pura. Estaba escuchando al doctor que le hablaba
con su mejor cara de circunspecto, cuando sintió un leve adormecimiento en un
pie, como si le hubieran anestesiado la parte inferior del cuerpo. Le pareció que
se deslizaba de la silla,apenitas, su
cintura se despegaba del respaldo. Y después se puso todo negro y no sintió más
nada. Se
despertó acostada en la camilla del consultorio, le habían quitado los zapatos,
le dieron un caramelo de eucalipto y un vaso de agua. El médico la ayudó a
sentarse, le preguntó si ya estaba bien. Mónica,
al tiempo que recuperaba la conciencia de su cuerpo, recuperó como un rayo la
conciencia de la noticia. Y lloró. Tuvo un acceso de llanto mientras el médico
le sostenía una mano con algo que el médico debía pensar era parecido a la
ternura, pero en realidad era como si hubiera levantado un pejerrey, muerto, del
fango. Mónica
pensó que algo había terminado. Su cuerpo siempre había sido su mejor aliado, y
había llegado la hora de la despedida. Recordó que todos habían querido bailar
con ella, siempre, desde la secundaria. Ella, con los labios pintados de un
rojo furia y sus remeritas apretadas y los chicos que hacían tremendos
esfuerzos para que la vista no se les fuera hacia abajo. Ella, con su jean
ajustado y una camisa apenas entreabierta, volviendo loco a todo el mundo en
cualquier oficina. Jefes que le habían jurado que dejarían a sus esposas y a
sus hijos por ella, Gabriel mirándola mientras ella se quitaba el corpiño,
negando con la cabeza, sin poder creer lo que veía, lo buena que estaba. Nunca
más. Se iba ella, o lo mejor de ella. Pero no era tonta, la vida le había
enseñado. Siempre había querido retomar sus estudios, recibirse de abogada.
Estudiar teatro, también, no, teatro no, mejor fotografía. Ya había tenido
suficiente con los hombres, podía tomarse un recreo, una pausa. Reinventarse,
eso. Juntar los pedazos, seguir. Superar el espanto. –Quizás
no entendió bien –dijo el doctor–. Es normal, el susto. En ningún momento dije
nada referido a una mastectomía. Con
una sonrisa, el doctor le explicó que la medicina había avanzado mucho en los
últimos años. La intervención le dejaría a Mónica, como mucho, una cicatriz de
un centímetro de largo justo sobre la base de su teta derecha. Se podía hacer
plástica y en tres meses sería algo menos que un rasguño. ¿Quimioterapia? No,
nada de eso, la gente veía demasiadas series de hospitales. Nada de nada. –Bueno,
doctor. Me gustaría operarme lo antes posible –Mónica pensó que estaban en Septiembre,
y Martín la había invitado a Punta del Este la última semana de Enero. Algo
gordo, Martín, y le gustaba demasiado el fútbol. Pero tenía un regio
departamento sobre La Mansa, y un bmw descapotable, un Z4. Iría a la playa con
una bikini imposible, sintiendo el viento en la cara, comería mejillones a la
provenzal sin sacarse los lentes de sol mientras la gente trataría de adivinar
si era una vedette, si la habían visto en algún programa de televisión. Iba a
ser bien divertido.
Probé hacer yoga, claro que probé hacer yoga. Todos
probamos, en algún momento, con el yoga. Probé hacer tai chi chuan, en un
parque, los domingos a la mañana, con un chino que no decía una palabra en
español, y que podía tener diecinueve años, o mil. Probé con el reiki, la
energía que te equilibra y revitaliza los chakras, energía universal que sabe,
justamente, en qué parte de tu cuerpo hay un energético problema, y hacia allí
se dirige. Probé shiatzu, dedos pulsando en exactos puntos de tus meridianos
para que la vida se acomode. Probé con reflexología, probé con masaje tibetano,
probé con expertos en péndulo y mujeres tarotistas disfrazadas de gitanas.
Probé con karate, con kendo, con boxeo afrocubano. Probé, prácticamente,
cualquier disciplina que implicara moverse, incluso probé distintos tipos de
meditación, respirar, mirar la respiración, quedarse quieto, hacerse el muerto,
no pensar en nada. Y nunca me sentí ni la mitad de bien que cuando estoy
sentado en una habitación a oscuras y tomo el primer sorbo de whisky, el vaso
en mi mano.
La
historia la escuché contar. Bah, la vi en un video, por youtube, estaba
buscando otra cosa, un tipo que hablaba sobre otra cosa, no importa qué cosa.
Lo que importa es que la historia no se me ocurrió a mí, aunque puede que le agregue
un par de variantes, ya que estoy acá. Ya que vine. Hay
un tipo, un hombre, un señor. Caminando por un bosque, paseando. De pronto,
escucha un susurro, muy extraño, casi un susurro. –Can
you help me? –La historia la escuché en inglés, pero no importa, ahí te lo
arreglo. –¿Puede
usted ayudarme? –Escuchó el hombre, el susurro. Piensa,el hombre, que debe ser, justamente, lo que
escucha, un pensamiento perdido en algún recóndito pliegue de su mente. –Ayuda
–otra vez el susurro, la voz–. ¿Me ayuda? Se
detiene, el hombre. No está loco, no. Y tampoco hay nadie alrededor, apenas la vegetación
que le permite pasear fuera de su habitual y urbano contexto. Va
bordeando un lago, es una bella mañana, algo fría. Mira hacia abajo, y ve un
sapo. Como
si se tratara de una broma, el hombre se arrodilla, y dice: –Perdón,
sé que no estoy loco, y sé que no es posible, pero ¿usted me habló? –Sí
–dice el sapo, que lo mira fijo–. Fui yo. Soy víctima de una maldición. En
realidad no soy un sapo, soy una princesa. Flaca, morocha, buenas tetas,
generosas pero no excesivas. Culito redondo, muy firme. Tiro de la goma, no
sabés cómo tiro de la goma, con pericia no exenta de entusiasmo, con método sin
caer en la monotonía. Sé cocinar, también. Milanesas con puré, pastel de papas.
Risotto. El
hombre se rasca la cabeza. –Lo
que preciso es que me des un beso –continúa el sapo–, y volveré a ser la
fantástica princesa que acabo de describirte, toda para vos. A tu disposición. El
hombre sonríe, no puede creer su suerte. Toma el sapo, y lo coloca en la palma
de su mano. Vuelve a ponerse de pie, le duele un poco una rodilla. Hace el
movimiento para guardar al sapo en un bolsillo de su abrigo. –Ey
–dice el sapo–. Te olvidaste de darme el beso. –Mirá
–dice el hombre–, yo no soy un galán, desde ya, y me vine grande. He tenido
algunas mujeres en mi vida. De hecho hasta estuve casado unos años, viví en
pareja. Me parece mucho más interesante tener un
sapo que habla. El
hombre guarda el sapo en un bolsillo. El hombre sigue caminando.
Subió
en el ascensor, piso 33. El ascensor subió como si fuera al mismísimo cielo,
como si el ascensor fuera el Transbordador Columbia. Escuchó un ínfimo zumbido,
nueve segundos, once quizás. Se
abrieron las puertas. Avanzó. Una alfombra turquesa donde le desaparecían los
pies, como caminar sobre treinta centímetros de agua, en el Caribe. Eso fue lo
que pensó. La
secretaria hablaba por teléfono, para eso fueron puestas las secretarias sobre
el planeta tierra. Y para chupar pitos, también, para arrodillarse sobre
fantásticas alfombras de color turquesa y beber esperma de tipos que manejan
corporaciones desde algún piso 33. Conocía chicas que trabajaban doce horas por
día de cajeras en supermercados, y después encima tenían que coger con él. Cada
uno elige la soga con la que se ahorca. Le
hizo un gesto con la mano, la secretaria. Que pasara directamente. Empujó
las puertas de la madera más oscura que jamás hubiera visto. Pesadas, muy
pesadas, y casi negras. Olían, las puertas de madera, a madera, a árbol, a naturaleza
mezclada con desinfectante, a dinero. Entró. –En
Sarmiento al cuatro mil doscientos está el hotel Camaro –le dijo el hombre, y
recién entonces giró, muy despacio, su silla. Le había hablado de espaldas,
mirando el ventanal, el río, detrás de un escritorio que debía tener unos tres
metros de lado. Un escritorio donde se podría haber jugado un partido al ping
pong mientras alguien, el que estuviera detrás del escritorio, seguiría con lo
suyo sin mayores inconvenientes. Demasiado robusto, quizás, el hombre, en el
límite con la gordura, más de cincuenta años, todo en él exudaba solvencia. Camisa
recién planchada con sólo un botón desabrochado, una pulsera de oro en la misma
mano del reloj, impecable afeitado, cabello muy corto y abundante, algunas
canas, gel–. Ahí arriba de la mesa tenés el maletín. Miró
el maletín, estaba cerrado. –Vas
al hotel Camaro, y en recepción pedís por el Mono –siguió, tomó un sorbo de su
café–. Te van a decir el número de la habitación. Hizo
una teatral pausa, él no dijo nada. El hombre encendió un cigarrillo y miró su
reloj, o quizás el orden de las acciones fue al revés. Fumaba Winston. –Te
van a decir la habitación 318 –dijo–. Pero vos vas a la 319. El Mono sabe que
lo están buscando. Si tocás la 318, el Mono te va a matar, desde la 319.
¿Entendés? –Sí
–dijo. Porque se entendía lo que el hombre había dicho, lo que el hombre estaba
diciendo. –Entrás,
y le decís al Mono que te mando yo. Y le das el maletín. Son los ochenta y
cinco mil dólares que pidió. No los va a contar, no tiene tiempo para eso. El
vuelo de él a Panamá sale a las tres de la tarde. Cómo hace para salir con la
plata es un problema de él. ¡Es problema de él! –Sí
–dijo. –Lo
que te tiene que dar él, en una bolsita, es un dedo. El dedo que le cortó a ese
hijo de puta que se acostaba con mi mujer. Forro –se paró, pitó con energía,
con interés–. Cuando escuchamos las grabaciones, a ella le gustaba que él la
pajeara, con el dedo. Parece que el tipo es músico, toca el contrabajo. Tiene
un callo, bien duro, amarillo, en el dedo mayor de la mano derecha. El tipo la
pajeaba, a mi mujer, con ese dedo. Mi mujer se pegaba unas descomunales
acabadas. Así que le pagué al Mono para que le corte el dedo a ese infeliz. Ya
no va a poder pajear a mi mujer. Tampoco creo que pueda volver a tocar el
contrabajo. Se va a tener que pasar la vida haciendo otra cosa. Vendiendo
cubanitos, yo qué sé. Se
rió, pero seguía enojado. Levantó los hombros, como quien acaba de hacer una
travesura, y se rió otra vez. –A
mí no me jode nadie. Soy Walter Pirozzi, y tenés que saber que no te podés
coger a mi mujer. A propósito, por qué no subió Beto. ¿Sigue resfriado? –Señor
–tosió, apenas–. No sé. Yo soy de sistemas. Me dijeron que tiene algún
problemita con el mouse. –Ah,
sí –apagó el cigarrillo, fue hasta un sillón y se puso a revisar papeles–. Es
la máquina que tenés allá. Para mí que tiene un virus.