30.9.10

Doble tuco

Estoy comiendo. Afuera. Estoy comiendo afuera. Comer afuera es, por definición, distinto, distinto de comer adentro. Comer adentro, aunque no sea la expresión, aunque no se diga de ese modo, es comer en el domicilio, en el lugar donde uno vive. Comer afuera es comer en un restaurante.
Estoy comiendo en Pippo, más precisamente en Pippo de la calle Montevideo. Restaurante emblemático si los hay, humilde, eterno, apenas a un costado de la avenida Corrientes.
Es un restaurante, Pippo, cómo definirlo y ser justo a la vez, es un restaurante, decía, sin pretensiones, de batalla. Un restaurante como esas pizzerías de barrio que te dieron cobijo alguna vez, cuando eras pobre o ella te dejó o hacía frío, y uno sabe que va a poder volver a buscar refugio, siempre.
Como solo, en una mesa del fondo, donde me solía sentar hace muchos años. Tenía ganas de venir a comer acá, otra vez, por que soy pobre, o por que ella me dejó, o por que hace frío. Qué carajo te importa.
Vermicellis, tuco y pesto, la especialidad de la casa, de entrada una porción de longaniza, un Norton tinto. Si alguna vez estás mal, si alguna vez, y yo te aseguro que siempre, en alguna curva de la vida, está esa vez, si alguna vez sentís que nada tiene sentido, y no te salva el detalle, el menú que acabo de mencionar (se puede agregar un flan con dulce de leche, de postre, para casos extremos), entonces estás frito. No hay nada más, deambularás entre el rivotril y el feng shui y los cursos y las fotos y los viajes hasta que te mueras de pena, que es equivalente a decir de muerte natural. Es así.
Estoy comiendo mis vermicellis gruesos como lombrices, con el tuco salvaje y el pesto como para cagar un río verde fluorescente, indeleble y para siempre sobre la avenida Corrientes, y dejar entonces de esa forma, una opinión, una marca, de mi paso por la tierra. Y entra un cura.
El cura es gordo, usa gruesos lentes de metálico marco, la rojiza cara, un morrón donde debiera estar la nariz. Lleva un uniforme, un uniforme de cura, o mitad cura y mitad de civil, como si fuera un traje, pero se ve el cuellito. Y lleva un maletín, negro, de cuero muy cuarteado, con esa forma triangular que solían tener los maletines de los visitadores médicos.
Se sienta a comer, no se saca el saco. Pide lo mismo que yo, los vermicellis que le traen casi de inmediato, pero doble tuco, sin pesto, y medio litro de vino de la casa.
Mastica con voracidad, grandes bocados de vermicellis rebosantes de salsa. Se acomoda los lentes, con un dedo, como si quisiera atornillarse los lentes al entrecejo. Bebe un vaso de vino en dos tragos, respira, vuelve a comenzar.
Entonces sucede algo, digamos extraño, digamos imprevisto. El cura saca un pequeño crucifijo de un bolsillo del saco, parece de plata, es plateado. Lo mira un instante, luego lo pone en el plato. En el plato rebosante de fideos y salsa. Pone más queso rallado, mucho. Y revuelve con el tenedor.
Sigue comiendo, los vermicellis, doble tuco, mucho queso. El crucifijo dentro del plato. A mí me parece por un momento que sonríe, y que entonces yo voy a entender el chiste, la broma, el significado.
Pero no, no sonríe, es la satisfacción que le provoca comer, estar vivo y seguir comiendo.
Pido la cuenta, me tengo que ir. Sé que voy a recordar lo que acabo de ver, sé que alguna vez lo voy a contar.

25.9.10

Hace tiempo que escribo

Escuché los timbrazos, todavía dormido, y supe, no tengo otra forma de describirlo, que había llegado el día. Hacía tiempo que venía escribiendo, relatos cortos, y los mandaba a las revistas. Escribía cuentos como Chéjov, como Carver, como un centauro hecho de la precisión de Abelardo Castillo, una mitad, y la furia desatada, la potencia expresiva de Charles Bukowski, la otra mitad.
Había escrito dos novelas, también, y las había enviado a las más importantes editoriales españolas, prolijamente encuadernadas, por triplicado, dirigidas al Departamento de Lectores que tienen las editoriales del mundo civilizado. Mis novelas eran como las de Saer, como las de Onetti, como las de Anthony Burgess, la soledad del hombre y su desesperada lucha contra lo imposible, las más preciosas batallas for ever perdidas.
Escribía poemas, también. Poemas como cuchilladas, poemas que mordían y goteaban veneno, poemas de amor y de caminatas bajo la lluvia y de aquella vez que fui feliz. Poemas con el vuelo de Dylan Thomas, poemas como los de Ferlinghetti, poemas como los de Ezra Pound antes de perder definitivamente la cordura. Y mandaba los poemas a concursos, a todos los concursos, aunque fueran de la cooperadora de una escuela perdida en una ignota provincia.
Escuché los timbrazos y supe que era mi día. Finalmente me habían descubierto. Leería mis poemas en Madrid, whisky en mano. Mis novelas venderían miles de ejemplares, me comprarían los derechos para hacer películas. Vendrían las adolescentes a la feria del libro en Barcelona o en Frankfurt a pedirme que les firmara mis volúmenes de cuentos, y por qué no los corpiños. Comería los más sabrosos manjares, daría lecturas por el mundo, me reconocerían en los aeropuertos, en fin.
Todavía ebrio ya que últimamente me había inclinado a la bebida, pero no movido por una dipsómana vocación, de ninguna manera, sino por que no había encontrado ninguna inclinación más satisfactoria. Todavía ebrio, entonces, vestido con un shorcito manchado de fugazzeta, abrí la puerta. Había llegado el reconocimiento, al final (Cerati dixit) hay recompensa, el cambio de vida.
Era el portero. Me dijo, no de la mejor manera, que se estaba inundando todo el piso de abajo. Que me fijara si no había soltado mal la cadena del inodoro, o si había dejado abierta una canilla.

20.9.10

En crudo

Te respondo bien sencillito, para que hasta una pelotuda como vos lo entienda.
Hasta los treinta años, sos todo potencia. Funciona la tosca maquinaria del deseo. Podés ser jugadora de voley o de hockey, estudiar arquitectura como si en verdad fueras a enderezar la Torre Eiffel, chupar 18 hapis por noche (si Dylan Thomas se tomó 18 whiskys, por qué no vas a poder vos ejercitar tu magro talento), viajar a Sudáfrica de mochilera para sacarle una foto a Tantor lavándose las orejas con la trompa, hacer coros en una banda que se llame ‘Los Ragamuffins de la concha de tu hermana’, y así.
Después de los treinta años, entre los treinta y los cuarenta, viene un período de agridulce resignación, un conformismo que te empieza a brotar de las axilas como un sulfato, llamémoslo ‘etapa de mantenimiento’. Ya no vas a poder ser mejor pianista de lo que sos, no vas a poder patear la pelota más lejos, ni coger más fuerte, ni fumar treinta y tres cigarrillos en la playa como aquella madrugada, tus pezones ya no exhiben ese rozagante rosado. Hay que empezar a caminar, en lugar de correr, tu marido dice siempre las mismas boludeces pero una vez por semana vas al cine, en la oficina te dijeron que sos una subgerente de producto de lo más capaz, los chicos empiezan a crecer, en la playa te atragantás de un desteñido sol.
Y pasás los cuarenta. Viene el mundo del plano inclinado. La pérdida de facultades, la fatiga de materiales, la decadencia y caída. Vas a luchar, claro que vas a luchar, por que te parece injusto. Vas todas las mañanas al gimnasio, hacés un curso de computación, te suavizás los pelos de la vagina con aceite de castor del mar Adriático. Está el yoga y los yogures para cagar como una avispa, los suplementos vitamínicos y las pastillas que te dejan la garompa más dura que una lechuza embalsamada, los tratamientos de belleza, los corpiños reforzados de kevlar, el pelo de muñeco, las pequeñas mascotas de agudos ladridos, las maratones, las siliconas y el colágeno. Pero te caés, lo sabés, deberías entregarte, como si te hundieras en un tremebundo pantano, cualquier avezado pigmeo te aconsejaría que lo mejor es que no te muevas demasiado.
Parece que no entendiste, ponete cómoda, podés no estar de acuerdo todo lo que quieras. Tu opinión importa, en esta deliciosa oportunidad, en esta entretenida ocasión, si es posible menos que de costumbre. Es como yo te digo. Si no querías saberlo, no me lo hubieras preguntado.

15.9.10

Hundred Presidente

Si yo fuera presidente estarían prohibidos los productos dietéticos. Prefiero que te mueras de gorda, y no de pena.
Si yo fuera presidente los corredores de maratón podrían recibir similares penas a las de quienes cometan un homicidio, tendrían que ir a juicio y explicar muy bien por qué corrieron.
Si yo fuera presidente las personas mayores de sesenta años podrían presentarse en cualquier Farmacity y solicitar un vaso de vino tinto, con sólo mostrar el documento.
Si yo fuera presidente uno podría requerir a cualquier cajera del supermercado que lo masturbe mientras espera que le cobren su compra. El supermercado estaría obligado a capacitar a las cajeras para que den el servicio con cortesía no exenta de pericia.
Si yo fuera presidente se colocarían cintas transportadoras, como las de los aeropuertos, para desplazarse por las calles del centro. Existirían carriles con distintas velocidades de traslado.
Si yo fuera presidente a quien toca bocina se le cortaría una teta, o un huevo, según el caso. Después de dos bocinazos, se estima que la persona alcanzaría a percibir que quizás no tiene tanto apuro.
Si yo fuera presidente estaría terminantemente prohibido la utilización de los teléfonos celulares en la modalidad altavoz, manos libres, handy abierto, o como corneta se llame. Esa conversación no existe, por que no tenés nada para decir, ni vos ni el que está del otro lado, pelotudo.
Si yo fuera presidente todo el mundo estaría obligado a tener un animal doméstico (perros y gatos, básicamente, para tener un hámster o una tortuga, una boa o un loro, un par de pescaditos, da lo mismo que te hagas otro tatuaje).
Si yo fuera presidente no existiría la doble escolaridad en los colegios ni públicos ni privados, y la jornada laboral tendría una duración máxima de 6 (seis) horas. La ley apuntaría a reforzar el tan ancestral como purificador hábito de contar con el tiempo necesario, desde la más tierna infancia, para rascarse las pelotas.
Si yo fuera presidente existiría un impuesto a la tristeza. Un impuesto que debería pagar la gente que está triste. Puede que eso consiga alegrarlos.
Si yo fuera presidente meter las patitas en el mar sería parte de cualquier tratamiento psiquiátrico.

10.9.10

Un cubito

El procedimiento no es sencillo, no, ningún procedimiento es sencillo, pero tampoco es lo que podríamos decir en exceso, lo que equivale a decir excesivamente, engorroso.
Hay que llenar un cubito, o mejor dicho, el espacio de una cubetera destinado a formar un cubito, un cubito de hielo. Ah, eso sí, hay que llenarlo de esperma, de propio esperma.
La maniobra no es sencilla, claro, por eso hice referencia, al principio, al procedimiento. Lo mejor es masturbarse, y eyacular, por ejemplo, en un vaso. Y verter el contenido del vaso, lo que equivale a decir la eyaculación, en el espacio de la cubetera destinado a un cubito.
Se pone entonces la cubetera en el freezer. Y se aguarda, al día siguiente, por ejemplo, para repetir la operación. Masturbación-eyaculación en vaso-vertido del contenido al mismo espacio de la cubetera-puesta en freezer.
Dependiendo del tamaño de la cubetera, y de la espermática facultad del mamífero masculino que realice el procedimiento, podemos conjeturar que con más de tres eyaculaciones, y menos de nueve, el cubito, el espacio de la cubetera destinado a formar un cubito de hielo, habrá sido llenado. A pesar del engorro de eyacular en un vaso, y la complicación del trasvasamiento del esperma del vaso a la cubetera, podríamos decir que en una semana la operación estará concluida. Contaremos en el freezer con un cubito, un cubito de hielo, un cubito de hielo de esperma.
Ahora sólo falta que una de esas chicas algo remilgadas, demasiado psicoanalizadas, fastidiosas, esas chicas que siempre tienen excelentes motivos para mostrarse un poco reacias a la práctica de lo que se ha dado en llamar, por que de alguna forma hay que llamarlo, lo que se ha dado en llamar, entonces, decía, sexo oral, una de esas chicas te visite en tu domicilio. La chica querrá hablar de Coelho o de Foucault, escuchar quizás un tema de Arjona o de U2 del cual se aprendió parte de la letra de memoria, o discutir sobre un profundo significado que ella ha advertido (y nadie más) en una película donde actúa Ricardo Darín.
La chica pedirá, es natural, un poco de gaseosa, un poco de algún jugo. Y uno, por que hace calor, por que así es Buenos Aires, por que cualquier propaganda insiste hasta la extenuación con la importancia de refrescarse, colocará en la bebida de la chica un cubito, un cubito de hielo, un cubito de hielo de esperma en esta oportunidad.
Mientras la chica saborea su bebida, mientras la chica sacia su sed y juega apenitas con el hielo, uno sentirá esa secreta satisfacción que siempre da el poder ayudar.

5.9.10

Se cae un avión

Se cae un avión. Es el medio de transporte más seguro, eso ya lo sabemos, es infinitamente más peligroso viajar en automóvil, sólo hay que leer las estadísticas. Pero se cae un avión. Y era un avión que vos debías tomar, un vuelo para el que vos tenías un ticket.
Estabas en el aeropuerto, y decidiste no viajar, no subirte, al avión. Algo sucedió, algo que no podés precisar con claridad. Fuiste a hacer pis y te miraste al espejo, o hiciste un llamado por teléfono que no fue atendido, o en el viaje al aeropuerto viste una lluvia que te remontó a la niñez y te pusiste triste.
No subiste, al avión, no viajaste. Y el avión se cayó.
Estás sentado en un bar cualquiera, tomando una cerveza ya tibia, y en el televisor, el televisor del bar, mencionan la noticia, la noticia del avión, que cayó. Ves el número de vuelo, ves el nombre de la línea aérea.
Estás vivo, tenés que decidir si lo que ocurrió fue suerte o destino, casualidad o alguna señal de religiosa índole, tenés que decidir si sos un tipo afortunado o si fuiste puesto sobre la faz de la tierra con algún propósito en particular.
También tenés que decidir qué vas a cenar.