28.4.17

Algo acerca del boxeo


Siempre me gustó el boxeo desde que puedo recordar, a mi padre también le gustaba. Tiene algo de nobleza absoluta, porque una cosa es pegarle a una pelotita y pasarla del otro lado de la red, distinto es tener un tipo enfrente que te quiere pegar y tener que pegarle.
Está la bellísima frase que dijo Mike Tyson alguna vez, aquello de ‘Everyone has a plan, until they get hit’. Porque si te fijás, si viste boxeo, hay un momento tan genial y tan único, cuando uno de los boxeadores le ha pegado al otro y el otro descubre, no encuentro otra manera de decirlo. El otro boxeador, el boxeador al que le han pegado descubre, decía, que le duele. Que el otro es mejor y le va a ganar, que le ha dolido la piña y tiene miedo.
Porque es en ese preciso instante donde entra a tallar una clave psicológica. Al hombre le ha dolido la piña y descubre, como dijo el señor Tyson, que todos sus planes se han ido como por arte de magia a la mismísima mierda. Y debe tratar que no se note. Porque si se nota está perdido, en el literal sentido del término, si se nota lo que le pasa, lo que le está pasando, entonces no tiene la menor oportunidad. Lo van a moler a palos mal.
Y entonces es de lo más común ver que un boxeador se ríe, sonríe y dice algo, o bailotea con ampulosidad, hace algún gesto que hasta entonces no había hecho.
Es esa antinatural sonrisa, esa negación con la cabeza, ese gesto de estar pasándola fenómeno, esto es lo que más me gusta hacer en la vida, lo que delata la gravedad de la situación. Se ríe porque lo están matando.
Me pareció importante comentarte todo esto para que entiendas lo que me pasa. Sí, te entendí que te cansaste de mí, que no me querés ver más, que de algún modo me estás dejando. Y quizás mi cara, algún comentario que te hice, la forma en que termino mi café y miro con curiosidad algo que ocurre del otro lado del ventanal, puede que te haya confundido un poco. Pero me estás haciendo moco, quedate bien tranquila.

21.4.17

En lo real


Estoy esperando para cruzar, esperando que el semáforo cambie de color, es lo que se estila. Justo en la esquina, a menos de diez metros, se detiene un camión. Es un camión bastante grande, con la caja metálica cerrada, parece de acero, como si de una gran heladera se tratara. Y de eso se trata, es un camión para transportar carne, y se ha detenido a pocos metros de una carnicería.
Descienden dos hombres, el conductor y su acompañante, de la parte delantera del camión. Uno de los hombres abre las metálicas trabas de la caja del camión. El otro hombre, que va como vestido de médico, aunque se percibe que el género de su uniforme es de una tela áspera, rústica, se coloca una toalla sobre los hombros, como si se colocara una corta capa. Lleva una cofia en la cabeza, pareciera que se está por duchar y no quisiera arruinarse el peinado.
El conductor del camión, que se ha subido al interior de la caja, le coloca media res, que quita de un gancho con un preciso movimiento, sobre los hombros, al otro hombre, que asimila el impacto, traba la media res con ambos brazos en alto, como si le estuviera haciendo una toma de catch.
Resopla, el hombre, se acomoda al peso, respira, se dispone a avanzar, a caminar los veinte o treinta pasos que lo separan de la entrada de la carnicería.
–Perdón –me acerco, lo miro–, lo molesto un segundo.
El hombre me mira con desprecio infinito, dejando en claro que la situación es por demás inoportuna. Abre las palmas, mira por un instante a los lados, un casi imperceptible movimiento de la cabeza. ¿Acaso no veo la media res que carga?
–Justamente –digo–. Me gustaría que me la pase. Llevarla, yo.
–¿Qué? –sonríe, es una verdadera sonrisa de genuina sorpresa.
–Eso, pasame la media res. Dejame cargarla a mí.
–Te vas a arruinar el traje –dice y niega con la cabeza–. La carne muerta chorrea jugo, todavía sangra.
–No importa –digo–. Pasamelá, dale.
–¿Qué le pasa a este forro? –pregunta el otro hombre, el conductor, desde arriba del camión–. Dale, que tenemos que bajar cuatro y seguir repartiendo.
–Quiere que le pase la media res –dice el tipo, y me apunta con el mentón.
–¿Qué?
–Que se la pase –dice–. La quiere llevar él.
–¿Y se puede saber por qué carajo la quiere llevar él? –pregunta el tipo desde arriba, ha prendido un cigarrillo y da una pitada que consume medio faso.
–No sé –dice el tipo que carga el animal muerto. Da un pequeño saltito para acomodarse la carga sobre los hombros.
–Yo tampoco sé –digo–, dale.
–Bueno, pasaselá –dice el de arriba–. Si se te llega a caer, te cagamos a patadas. ¿Estás de acuerdo?
–Sí –digo–. No se me va a caer.
Con un diestro movimiento del de abajo, y la ayuda del de arriba, me pasan la carga. Me calzan la media res sobre los hombros. Debe pesar unos buenos setenta kilos, quizás noventa, resoplo. Me miran. Siento la carne contra la parte de atrás de mi cabeza, la carne goteando sobre mi traje, el peso muerto.
–¿Y? –dice el de arriba–. Ahora movete, caminá.
Camino, me sigue el tipo de abajo, apoyando una mano sobre el animal. Me guía. Me ayuda a bajar la media res en el interior de la cámara frigorífica de la carnicería. Alguien se ríe. Alguien grita una puteada.
Vuelvo al trotecito al camión.
–Dame la otra –digo.
Repito el procedimiento, otras tres veces. Siento que crujen las costuras del saco, me duele una rodilla. Transpiro. Voy y vengo. Algo de gente que pasa por la calle se sorprende, me miran.
–Listo, flaco –el tipo que fuma baja del camión de un salto, termina su segundo cigarrillo, cierra la puerta–. Esa era la última.
–Tomá, limpiate aunque sea la cara –el otro me pasa una desteñida toalla de mano que llevaba enganchada en la cintura.
–Bueno, nos tenemos que ir –dice el conductor, se sube, arranca.
–¿Te sentís bien? –el otro me da la mano. Le devuelvo la toalla.
–Sí –le digo, me saco el saco, sonrío apenas–. Te juro que nunca me había sentido tan útil en toda mi vida.

14.4.17

La vida en colores


Después de hacer un curso de meditación, Tamara fue a un curso de respiración. Una amiga le había recomendado el curso, le había dicho que el instructor había vivido varios años en la India, el instructor había vivido en un ashram.
De ahí Tamara pasó al yoga sin escalas. Meditaba, respiraba, hacía su rutina de asanas con férrea tenacidad. Se despertaba a las siete menos veinte cada mañana y hacía lo suyo, durante cuarenta minutos. No se la podía molestar.
Después se bañaba, comía dos frutas y se iba a trabajar. Había encontrado, Tamara, después de tantos años, lo suyo. Se sentía más calmada, alegre, ya no tenía dolores de cabeza, le brillaba la piel. Había adelgazado, estaba siempre de buen humor, había entrado, como ella decía, en una dimensión espiritual. Ahora veo la vida en colores, le había dicho en una oportunidad a su novio, Gabriel.
Se había hecho vegetariana, Tamara, había dejado de fumar, no tomaba alcohol, ni siquiera una cerveza. No podías comer nada que hubiera tenido ojos. Porque si comías algo que hubiera tenido ojos, al comer absorbías la tristeza del animal en el momento de su muerte. Si comías carne, por ejemplo, eras un asco de persona que ni siquiera alcanzaba a comprender en qué consistía su paso por la tierra. Satanás, belcebú.
Tamara sentía que crecía como ser humano, se elevaba. Estar viva era suficiente motivo para estar contenta. Su vida, por decirlo de algún modo, no paraba de mejorar.
Hasta que un domingo a la mañana Gabriel le dijo que se iba. Bah, en realidad la que se tenía que ir era Tamara, porque el departamento era de Gabriel. Le dijo, Gabriel, que hacía unos cuatro meses que se estaba viendo con otra chica. Ante la insistente mezcla de asco y estupor de Tamara, Gabriel se vio obligado a dar algunos detalles. La chica con la que se estaba viendo se llamaba Paola, trabajaba de cajera en un supermercado. Solían ir todos los martes a una parrillita de Parque Patricios a comer, tomaban un vino de calidad media y después se iban a un hotelito cualquiera. No, Paola no estudiaba, le gustaban mucho los alfajores y las telenovelas. Tenía un perro que se llamaba Max.

7.4.17

Te explico lo que me pasa


Te explico lo que me pasa, lo que me ha pasado desde que puedo recordar, o sea desde siempre. A mí.
Tengo la angustia de los grandes hombres. Ya está, ya te lo dije. ¿Qué más? Nada más, eso.
Tengo, ponele, la tristeza que debía tener Onetti mientras escribía ‘La vida breve’, o después, mucho después, cuando se metió en la cama y se dio cuenta que no iba a poder salir a la calle nunca más. Tengo el nivel de locura que debió tener Bobby Fischer después de ganarle el match a Spassky, después de llevarse el mismísimo imperio ruso a babucha y tirarlo a la remierda y bajar a la calle a tomar un café con leche y darse cuenta que no se podía llegar más allá de lo que había hecho, porque sencillamente ya no había nada más para hacer. Tengo la angustia que debió sentir Maradona Diego cuando se dio cuenta que le dolían las patadas, que le iba a costar levantarse, que Dios le había tocado alguna vez la cabeza como la caricia de una madre pero de repente te vas perdiendo en medio de la bruma para nunca más volver.
Podría seguir, claro que podría seguir. Tengo la angustia, la tristeza, la locura, la frustración, la sensación de la más absoluta falta de sentido que sólo está reservada a los genios, a los grandes hombres que dejan una marca sobre este fatigado planeta. Pero mi vida está plagada de la más anodina cotidianeidad. Me lavo los dientes antes de acostarme a dormir, pago una boleta de gas (no, después de lavarme los dientes no, antes, durante el día). Trabajo en una oficina, los sábados a la noche pido pizza en La Continental. A veces fugazzeta, a veces napolitana con ajo. Envejezco sin excesivas calamidades, fatiga de materiales, decadencia y caída, lo normal.
Sí, qué boludo.