30.1.09

¿Te acordás?

Me encuentro con un amigo de la adolescencia. Lo invito a tomar una cerveza. L. empieza a hablar. Se acuerda de la vez que fornicamos once con la misma chica, y lo dificultoso que fue sortear el orden de participación en el evento. Se acuerda la vez que nos peleamos con un club de rugby de Tucumán, y cómo nos pegaban y nos seguían pegando, así que decidimos que lo único que podíamos hacer era correr, pero también corrían más rápido que nosotros, así que nos metimos al mar, vestidos, y empezamos a nadar, nadábamos muy bien, y nos quedamos flotando en el agua, bien adentro, con zapatillas y relojes y la poca plata en los bolsillos, esperando que amaneciera, haciendo chistes para ahuyentar a los tiburones. Se acuerda la vez que dije que iba a superar la marca de dieciocho whiskys de Dylan Thomas, pero al séptimo whisky me quise coger a su hermana y a su madre y a un simpático caniche y me desmayé y me desperté en el hospital a los dos días y pregunté qué pasaba.
–Bueno –le digo–. Contame cómo andan tus cosas.
No dice nada. Enciende un cigarrillo y mira por la ventana del bar, da una pitada y retiene el humo, como si le fuera posible dar una vuelta más en la deliciosa calesita del pasado.

27.1.09

Un grano

Tengo un grano. Un grano en la ingle. Un grano del tamaño de una nuez con cáscara. Es tan grande el grano, que a cada paso que doy al caminar, el grano roza por un instante la cara interior de la otra pierna, y es como si me echaran un chorro de agua hirviendo que me hace de inmediato dar un pequeño salto hacia delante, separando un poco las piernas, lo que ante los ojos del ocasional y fortuito transeúnte me hace parecer un tremendo pelotudo. Mucho más de lo habitual.
Así que voy a un sanatorio, a un hospital, a la guardia, y pido hacer una consulta a un médico clínico.
Me atiende una chica joven.
–Sí, dígame qué problema tiene –me pregunta, se sienta, apoya el estetoscopio sobre el pequeño escritorio de metal.
–Tengo un grano –digo–. Un grano grande que me molesta mucho.
–¿Dónde está localizado?
–En la ingle.
–A ver, bájese los pantalones, quédese de pie, muéstreme.
Eso hago. Mis calzoncillos están desteñidos y con el elástico algo flojo. Ella se arrodilla, y toma una lupa. Nunca es bueno que alguien tome una lupa y la acerque a los genitales propios, quiero decir tuyos, o sea, míos. Predispone mal.
–¿Qué es, doctora?
–Es un grano –me dice.
–¿Y por qué sale?
–No lo sé, pueden ser muchas cosas.
–¿Y qué hago?
–Nada, esperar que madure, o que se reabsorba. Le voy a dar un talco, y una solución para que se haga unos baños.
–¿Y qué más? ¿Cuándo se va a ir?
–No sé.
Es un movimiento rápido, impensado, preciso. Tomo un clip que hay sobre el escritorio, lo abro, y pincho el grano, con energía. El dolor es demasiado fuerte para admitir una descripción. La doctora cruza una mano sobre el pecho y retrocede un paso. Sale un chorro, un chorro verde y espeso y humeante, capaz de partir un azulejo, como si se lanzara contra la pared, con máxima potencia, el contenido de una taza de café con leche, de un café con leche verde y repulsivo, como si se apretara un pomo de dentífrico con toda la fuerza disponible.
Siento que mis rodillas ceden por un momento, vencidas por el dolor. Me aferro al biombo y logro conservar la vertical.
–¡Aaah! Ya está, doctora, ya está. Era el odio acumulado, doctora, el odio a tantos pero tantos pelotudos como usted, que jamás pudieron contestarme nada.

24.1.09

Y llovía, llovía

Yo debía tener once años, y ese dato es importante para el relato. Iba al colegio, al colegio primario, y el colegio era mixto, lo que significaba que además de nosotros, estaban las chicas.
A mí me gustaba una chica. Me gustaba V. Y alguien, alguno de los chicos del colegio, organizaba una fiesta en su casa, pero no era su cumpleaños. Era un asalto, ya sé que suena ridículo pero se llamaban así ese tipo de fiestas. Era algo como un cumpleaños, pero sin el cumpleaños, por lo que supongo que el grado de compromiso del anfitrión era menor. Cada uno de los concurrentes tenía que llevar algo, gaseosas o sándwiches, no sé. Y de esa forma, con el cooperativismo tan triste como incipiente, todo condimentado de buena voluntad, uno podía participar de una fiesta, como si fuera un cumpleaños, sin la cronológica necesidad de aguardar que alguien cumpliera años.
Yo había solicitado asesoramiento a mi mejor amigo, y había planeado la estrategia (táctica es sobre el terreno, según la jerga militar) para declararme a V. en ese asalto. La declaración, si mal no recuerdo, consistía en hablarle uno o dos minutos en privado, y preguntarle si quería ser mi novia, si se quería ‘meter’ conmigo, se decía así. Si la chica en cuestión decía que sí, entonces uno pasaba a estar ‘metido’, estaba de novio, en este caso con V. Y nada más. Que yo recuerde nada cambiaba. A lo sumo uno se saludaba a la mañana, al ingresar al aula, o podía volver una cuadra caminando juntos, de la mano tal vez, y listo. Uno comprendía las complejidades de la vida en pareja.
El asunto es que yo había esperado el momento adecuado, y ya intoxicado como sólo una combinación de chizitos y coca cola podía hacerlo, después de haber bailado y jugado con mis amigos y no sé qué más, había entonces logrado apartar a V. del grupo de chicas y le había hecho la propuesta.
–Dejámelo pensar –me dijo. V. usaba dos colitas y aún hoy es el rostro de mujer más bonito en el que puedo pensar, cuando se me da por pensar en esas cosas–. Al final te contesto.
Eso no estaba en mis planes, desde ya, pero me pareció algo perfectamente lógico. Eran decisiones demasiado tremendas para ser tomadas en un instante. La vida de V. estaba a punto de cambiar para siempre, y eso exigía un poco de reflexión.
Habían pasado un par de horas más, y me vinieron a buscar. En esa época mi padre no hacía otra cosa que trabajar, y aún así, obligado por mi madre y su infinita dulzura, me habían venido a buscar.
Llovía. He olvidado contar que llovía.
Yo tenía que irme de la fiesta sin demoras, pero aún no contaba con mi anhelada respuesta. Así que fui a buscar a V. Me dijo que bajara, que ella me iba a contestar desde arriba. ¡Dulce locura del amor! La timidez, tal vez, los nervios.
Bajé entonces, y toqué el portero eléctrico. Le dije a mis padres que me aguardaran un instante más, en el automóvil destartalado comprado a un gitano, por el cual vendrían a buscar en pocos días a mi padre y lo acusarían de pertenecer a una banda de ladrones de banco, cosa que casi le cuesta un infarto, porque mi padre no era un ladrón de bancos, le había comprado un auto, su primer auto, a los 41 años, a la persona equivocada y nada más. Les dije que me aguardaran, que ya volvía.
Se me instruyó a través del portero eléctrico, que debía asomarme a la calle, que V. saldría al balcón. Así lo hice, mirando hacia arriba, de cara a la lluvia, grité ‘¡acá estoy!’ También grité ‘¿y?’, porque me tenía que ir.
V. se asomó apenas al balcón, era un tercer piso, pude ver por un instante sus dos simpáticas colitas rozar la baranda.
–No.
Eso dijo, y desapareció en medio de carcajadas estentóreas, de música, de voces.
Así que fui al auto, caminando, tratando de mantenerme tan derecho como me resultara posible.
–¿Cómo la pasaste? ¿Qué tal la fiesta? –Preguntó mi madre.
–Bien, muy bien –dije. Y pensé que lo que me estaba sucediendo no podía ser tan grave, que tan pronto cicatrizara ese rechazo sería capaz de encontrar el lado positivo de lo que me había ocurrido, que tenía que existir un hermoso aprendizaje en todo aquello. Que se me pasaría, porque las cosas no podían doler tan fuerte, no podía doler tanto.

21.1.09

Se trata de un error

Suena el teléfono.
Atiendo.
–¡Te odio, hijo de puta! ¡Me arruinaste la vida! ¡Morite!
Hay una, dos agitadas respiraciones. Es una voz de mujer.
–Creo que estás equivocada, se trata de un error. Tu vida estaba arruinada, de manera evidente, desde mucho antes.
Mi hablar es pausado, sereno.
Ella cuelga el teléfono.
Yo no sé quién es.

18.1.09

Estimados consorcistas

Vuelvo a mi casa. Deben ser las ocho de la noche. Hace un calor que sólo puede suceder en Buenos Aires, un calor que hace que la lengua de los perros roce las baldosas de las veredas. Vengo de una mala década, estoy arrasado, pateando los vidrios de mis sueños rotos, vengo mal.
Pongo la llave en la cerradura y abro la puerta de calle. Quiero tomar el ascensor, bañarme, descansar.
Hay un curioso semicírculo de personas que me observan, serán unas veinte personas, adultos en su mayoría, con predominancia masculina, diría que en una proporción de dos a uno.
–Buenas noches –digo aún sin saber quiénes son. Saludaría de idéntica forma a Pamela Anderson, al General De Gaulle, a un canguro australiano.
–Estamos en reunión de consorcio –dice una voz de mujer. La observo con inquietud, con sorpresa, como miraría a una lechuza. La mujer se asusta un poco, se apresura en aclarar–. Soy la administradora. Del consorcio.
–La felicito –le digo.
Intento avanzar hacia el ascensor, pero el hall del edificio está demasiado concurrido. Han colocado una mesa en el centro, con papeles, y una silla también. Pido permiso.
–Permiso –digo.
–No puede irse –dice una voz, un vecino con aspecto de no haberse bañado jamás. Tiene una esposa, una mujer, cuyo aspecto corporal es el de un roedor que se ha erguido sobre sus patas traseras, un roedor de unos cuarenta kilos, que olisquea el aire y mueve la cabecita de una manera frenética y no hace mucho más–. Tiene que participar de la asamblea. Tiene que firmar.
–¿Qué? –digo. Intento avanzar otra vez, pero la multitud, algo temerosa por cierto, se abroquela.
–Sí, tiene que firmar –dice otra voz, otro hombre que fuma unos tristes cigarrillos mentolados, y usa unos lentes que parecen a punto de caerse de su nariz. Tiene poco pelo, un pelo, tal vez, y lo usa para cruzar su cráneo en diagonal, intentando que el pelo, ese pobre pelo, cumpla la función de todos los pelos, de pelo lateral y masa capilar, y flequillo también. Ese pelo nada más.
Es evidente que consideran que si soy vecino, debo participar del castigo que ellos mismos han elegido. Debo escuchar esa burda patraña de ágora participativa, debo asentir, acatar y permitir que alguien se robe un peso o dos, que otro alguien maneje la compra de escobillones con discrecionalidad, que alguien practique ser un pichón de Churchill, un estratega geopolítico capaz de determinar en qué punto del planisferio los perros no deberían ladrar.
Así que no hablo. Con un diestro movimiento, me bajo los pantalones del traje, y los calzoncillos, me pongo en cuclillas, con el riesgo que eso implica para mis castigadas rodillas, y comienzo a defecar. Mi corbata roza el piso durante la maniobra.
–¡Eh! ¡Oiga!
La gente retrocede un poco. Veo algunos rostros de estupor, de contrariedad. Pero es raro que alguien se anime a tocar a un hombre que está cagando.
–¡Qué horror! –grita una mujer. Luego los murmullos se apagan. Oigo gente que corre por las escaleras, ascensores que suben, que bajan, que vuelven a empezar. Suenan portazos como tiros.
Me incorporo, me pongo de pie. Un importante sorete reluce bajo las dicroicas. No creo que sea oportuno bucear en lo descriptivo. La administradora del consorcio se ha quedado refugiada en el ángulo que forman dos paredes, con el libro de actas a modo de escudo.
La miro. La noto respirar con dificultad. Tengo los pantalones y los calzoncillos enroscados a la altura de mis tobillos.
–¿A ver dónde, qué más hay que firmar? –pregunto.

15.1.09

Razones antropomórficas

Un amigo nos invita, a varios de sus amigos, a tomar unas cervezas a su casa. Se ha mudado. Es una linda casa. Nos sentamos a recordar trivialidades de un pasado que todavía chispea en nuestras memorias. Es domingo.
–Miren, les quiero mostrar un video –dice mi amigo, el anfitrión.
Pone una película en su flamante televisor de pantalla gigante y tres milímetros de espesor. La película es una película pornográfica. En la película, una chica, rubia, bonita por cierto, tetas pequeñas, culo firme, con algo de un cansancio que opaca sus ojos, se dedica a fornicar con un burro. Para lo cual debe estimularlo, primero, utilizando sus manos y porqué no sus brazos, donde por un momento acuna la tremenda verga del animal como si fuera una criatura.
La rubia embebe la verga del burro en un aceite espeso que saca de un balde. Se frota contra la verga del animal, que es negra y del grosor del tronco de un árbol. La rubia se esmera, frota, abraza, lame. Luego, utilizando un simpático artilugio, una especie de tabla con rueditas como las que utilizan los mecánicos para trabajar debajo de un automóvil, y acostándose en idéntica posición, la rubia consigue colocarse debajo del burro, y se introduce en la vagina la verga del burro.
Esto es un decir, no es técnicamente exacto, ya que por razones antropomórficas alcanza a lograr su cometido, la penetración, en un dos o tres por ciento, no más.
En el rostro de la rubia se refleja claramente la dificultad operativa, más allá de toda simulación. La rubia mira a la cámara mientras empuja con ambas manos hacia adentro, aferrada al tronco del árbol de la naturaleza misma hecha garompa. El sudor brilla por encima de su labio superior. La escena es insostenible en el sentido exacto y literal del término.
La cámara enfoca entonces la cara del burro, que permanece impasible, temeroso, drogado tal vez, intentando descifrar qué se espera de él.
Y yo quisiera saber qué es lo peor: si la rubia, el camarógrafo, si el productor del film, el burro, yo.

12.1.09

Capacidades diferentes

El faquir muestra sus habilidades: se acuesta sobre una cama de clavos y hace que un colaborador le parta de un mazazo un bloque de piedra que le han colocado sobre el pecho, camina descalzo sobre vidrios rotos primero, sobre brasas encendidas después, se atraviesa la nariz de lado a lado con una aguja de cincuenta centímetros de largo.
La chica que me acompaña aplaude con entusiasmo, me pregunta qué pienso.
–No resistiría un trabajo de oficina más de una semana –le digo.

9.1.09

La medida

La gente viene y me dice que estoy más gordo, más pelado. La gente viene a ver si me creció la nariz, si las ojeras me llegan hasta el piso, si rengueo. La gente viene a ver si cambié el auto, si los perros me ladran, si el cuello de mis camisas está bien planchado.
Soy una especie de metro patrón. Para saber cómo te fue en la vida, me mirás, tenés que compararte conmigo, y yo hago todo lo que esté a mi alcance por hacerte sentir bien, por dejarte ganar. Mi fracaso es cortesía.

6.1.09

Poesía

Entonces el poeta le dijo ‘dulce alondra que flameas en el vórtice de mis sueños mientras el entramado de tus frágiles escápulas me recuerda coleópteros que llevan la primavera desde el más puro manantial de la infancia hacia el territorio alado de la felicidad hecha del marfileño matiz de tus honduras donde mi simiente bailará con la unívoca musicalidad de la alegría’.
Y vino otro tipo y se la recontrarecogió. Le dijo que lo estaban por nombrar gerente de sucursal. Tenía un Fiat.

3.1.09

Algo íntimo y personal

Habiendo estado loco en más de una oportunidad, habiendo estado solo desde que puedo recordar, habiendo carecido de la más mínima posibilidad de un grupo de pertenencia, por voluntad ajena en un principio, por decisión íntima y personal después, habiendo estado borracho y perdido una madrugada de invierno, intentando a fuerza de golpes en la cabeza recordar a qué lugar debe uno con paso vacilante regresar, habiendo estado desesperado tanto como un ser humano lo pueda estar, habiendo pecado en todos los rubros del horóscopo, y fallado, y traicionado, y olvidado qué está bien y qué está mal.
Habiendo corrido bajo la lluvia con la desesperación y la certeza de quien sabe que esa lluvia no volverá nunca más.
Habiendo llorado sobre la porción de pizza más solitaria del planeta tierra.
Habiendo, en definitiva, hecho lo que pude, como pude, y no mucho más. Cuando me tocó estar sentado en un living de una casa de familia, con chicos que saltan y gritan y una mujer que saca un pollo del horno o termina de acomodar la mesa, entiendo con absoluta claridad la quirúrgica precisión de mi fracaso. Y me pregunto cómo pueden seguir adelante con sus vidas. Qué clase de resignación es necesaria para poder hilvanar otro día. Cómo lo pueden soportar.