24.1.09

Y llovía, llovía

Yo debía tener once años, y ese dato es importante para el relato. Iba al colegio, al colegio primario, y el colegio era mixto, lo que significaba que además de nosotros, estaban las chicas.
A mí me gustaba una chica. Me gustaba V. Y alguien, alguno de los chicos del colegio, organizaba una fiesta en su casa, pero no era su cumpleaños. Era un asalto, ya sé que suena ridículo pero se llamaban así ese tipo de fiestas. Era algo como un cumpleaños, pero sin el cumpleaños, por lo que supongo que el grado de compromiso del anfitrión era menor. Cada uno de los concurrentes tenía que llevar algo, gaseosas o sándwiches, no sé. Y de esa forma, con el cooperativismo tan triste como incipiente, todo condimentado de buena voluntad, uno podía participar de una fiesta, como si fuera un cumpleaños, sin la cronológica necesidad de aguardar que alguien cumpliera años.
Yo había solicitado asesoramiento a mi mejor amigo, y había planeado la estrategia (táctica es sobre el terreno, según la jerga militar) para declararme a V. en ese asalto. La declaración, si mal no recuerdo, consistía en hablarle uno o dos minutos en privado, y preguntarle si quería ser mi novia, si se quería ‘meter’ conmigo, se decía así. Si la chica en cuestión decía que sí, entonces uno pasaba a estar ‘metido’, estaba de novio, en este caso con V. Y nada más. Que yo recuerde nada cambiaba. A lo sumo uno se saludaba a la mañana, al ingresar al aula, o podía volver una cuadra caminando juntos, de la mano tal vez, y listo. Uno comprendía las complejidades de la vida en pareja.
El asunto es que yo había esperado el momento adecuado, y ya intoxicado como sólo una combinación de chizitos y coca cola podía hacerlo, después de haber bailado y jugado con mis amigos y no sé qué más, había entonces logrado apartar a V. del grupo de chicas y le había hecho la propuesta.
–Dejámelo pensar –me dijo. V. usaba dos colitas y aún hoy es el rostro de mujer más bonito en el que puedo pensar, cuando se me da por pensar en esas cosas–. Al final te contesto.
Eso no estaba en mis planes, desde ya, pero me pareció algo perfectamente lógico. Eran decisiones demasiado tremendas para ser tomadas en un instante. La vida de V. estaba a punto de cambiar para siempre, y eso exigía un poco de reflexión.
Habían pasado un par de horas más, y me vinieron a buscar. En esa época mi padre no hacía otra cosa que trabajar, y aún así, obligado por mi madre y su infinita dulzura, me habían venido a buscar.
Llovía. He olvidado contar que llovía.
Yo tenía que irme de la fiesta sin demoras, pero aún no contaba con mi anhelada respuesta. Así que fui a buscar a V. Me dijo que bajara, que ella me iba a contestar desde arriba. ¡Dulce locura del amor! La timidez, tal vez, los nervios.
Bajé entonces, y toqué el portero eléctrico. Le dije a mis padres que me aguardaran un instante más, en el automóvil destartalado comprado a un gitano, por el cual vendrían a buscar en pocos días a mi padre y lo acusarían de pertenecer a una banda de ladrones de banco, cosa que casi le cuesta un infarto, porque mi padre no era un ladrón de bancos, le había comprado un auto, su primer auto, a los 41 años, a la persona equivocada y nada más. Les dije que me aguardaran, que ya volvía.
Se me instruyó a través del portero eléctrico, que debía asomarme a la calle, que V. saldría al balcón. Así lo hice, mirando hacia arriba, de cara a la lluvia, grité ‘¡acá estoy!’ También grité ‘¿y?’, porque me tenía que ir.
V. se asomó apenas al balcón, era un tercer piso, pude ver por un instante sus dos simpáticas colitas rozar la baranda.
–No.
Eso dijo, y desapareció en medio de carcajadas estentóreas, de música, de voces.
Así que fui al auto, caminando, tratando de mantenerme tan derecho como me resultara posible.
–¿Cómo la pasaste? ¿Qué tal la fiesta? –Preguntó mi madre.
–Bien, muy bien –dije. Y pensé que lo que me estaba sucediendo no podía ser tan grave, que tan pronto cicatrizara ese rechazo sería capaz de encontrar el lado positivo de lo que me había ocurrido, que tenía que existir un hermoso aprendizaje en todo aquello. Que se me pasaría, porque las cosas no podían doler tan fuerte, no podía doler tanto.

6 comentarios:

Alelí dijo...

estoy conmovida...

Anónimo dijo...

... abrazo

La condesa sangrienta dijo...

La autocompasión no lo deja ver con claridad.
Si en vez de un NO, la chica le hubiese arrojado un piano, entonces sabría que hay cosas que tardan más en cicatrizar y que duelen tanto y más fuerte.

J. Hundred dijo...

*alelí! eso significa que todavía su alma no se ha encallecido del todo. eso está muy bien.

*caia! y sí.

*condesa! tratar al dolor como una categoría absoluta es un error de lo más habitual. qué duele más, que se le caiga un piano en la cabeza, o no saber tocar el piano.

Lara dijo...

Pero cuánta capacidad de recomponerse a los 11 años!!!!Y responder a sus padres que seguramente querían quedarse en su casa y no ir a buscar a su nene a un asalto que la pasó bien! Esa nena era muy mala... seguramente actualmente bien casada y engañada por supuesto! ja! Yo, a esa edad en que todavía creía en algunas cosas, hubiera entrado al auto llorando!!!!!!

J. Hundred dijo...

*lara! cada uno sufre como puede.