20.5.24

No culpes a la iuvia


Llueve. Qué cagada. Porque son las ocho de la mañana, y llueve.
Tengo que aclarar un par de cosas. Me encanta la lluvia. Desde chico, desde siempre. La lluvia me parece genial, para nadar en el mar, para tomar whisky mirando por la ventana, para coger, para dormir, para caminar bajo la lluvia bien despacito, para acariciar a un perro que también se moja y no puede creer que alguien lo quiera acariciar y mueve la cola, para comer pizza casi tibia en la barra de dos o tres pizzerías que son todo lo que me interesa de Buenos Aires, para llorar.
Pero no me gusta la lluvia cuando tengo que ir a trabajar. Porque no me gustan los paraguas, no creo en los paraguas, pero tampoco creo en los pilotos ni en los sobretodos ni en las gabardinas. Soy demasiado grandote, si me pongo un piloto arriba del traje siento que no me puedo mover, que no te voy a poder tirar una trompada cuando me vengas a pedir dinero, que no me voy a poder ir corriendo cuando me digas que fuiste conmigo a la primaria, me pongo mal. Y tampoco puedo mojarme justo al ir a trabajar porque, precisamente, estoy yendo a trabajar. No es por mí, es por el traje, por los papeles que llevo, quiero cobrar, y uno de los requisitos para cobrar el sueldo es no aparecer arrasado por cualquier fenómeno climático. No transpirar demasiado en verano, no llegar tiritando en invierno. Parecer normal.
Llueve entonces, ya lo dije. Son las ocho de la mañana y llueve. Espero un poco pero es evidente que va a seguir lloviendo. Tengo que caminar cinco cuadras hasta el subte. Agarro el paraguas y salgo.
Camino media cuadra, menos, veinte pasos. Y para de llover. De un saque. Increíble. No cae una gota. Me voy a tomar un café a un bar. Pienso que voy a tener que cargar el paraguas todo el día y eso me hincha las bolas con locura. Es incómodo llevar algo que no sea un libro ni un cuaderno, moverse en el microcentro, molesta, si es que todavía en el microcentro existe algo que pueda molestar por encima de todas las molestias aún más.
Es fácil pienso. Vuelvo a casa, dejo el paraguas y ahí sí, voy al subte y a trabajar. Eso hago.
Bajo de mi casa por segunda vez. Camino media cuadra. Y se larga a llover. Con todo. Llueve como si fuera a llover toda la vida, como si no fuera a parar de llover nunca más.
Me empiezo a reír. Porque Dios existe. Porque está claro que Dios existe pero no, no para que vayas a la iglesia y le pidas que te crezca el pelo, o que Facundito consiga trabajo, o que vuelva tu patético novio. No, nada de eso. Lo que a Dios le gusta como a todos nosotros cada tanto, es bromear.

10.5.24

Como vos querías


Es bastante gracioso. Es me atrevería a decir, divertido. Aunque por lo general nadie se ríe. Lo normal es que ya nadie se ría.
Es muy probable que no te salga nada, nada de lo que vos quieras. Es lo que pasa todo el tiempo, no hace falta hablar de eso.
Pero están también los que les sale algo, algo de lo que querían. Acá la cosa se complica.
Uno ve a alguien al que le salió algo de lo que quería. Y lo ve hinchado las pelotas también. Enojado, triste.
Y es que lo que querías cuando lo querías mientras lo querías, estaba revestido del fulgurante brillo del deseo.
Cuando lo tenés, si lo tenés, cuando llegás, se salpica de la fastidiosa realidad. A tu flamante Audi A4 se le clava la computadora en el kilómetro 193 y no, no vas a llegar a Cariló, y sí, el fin de semana largo va a ser bien largo. Andrea, la chica de la primaria por la que hubieras estado dispuesto a dejarte quemar los pelos de los huevos con un encendedor con tal de que bailara un lento con vos, uno solo, para tener algo que recordar por el resto de tu vida cada vez que llueva, tiene un flujo vaginal algo excesivo, algo fuerte, una sola gota de ese flujo sería suficiente para quemarte una baldosa del parquet. Y apesta.
Y así vamos viviendo. Los que no tenemos nada y cada tanto, por un acto reflejo, nos pegamos una vuelta por el bar de los anhelos. Y los que tienen algo, algo de lo que quisieron, y se quedan parados en una esquina cualquiera con la boca entreabierta, moviendo un poco las manos, tratando de comprender dónde doblaron mal, en qué esquina de la vida estaba la deliciosa trampa.