30.6.23

Pesadilla


Tuve un sueño, soñé que me moría. No, peor, mucho peor. Me perseguía un monstruo, un horrible monstruo como jamás hayas visto. Me perseguía y yo corría. Sabía que tenía que correr, escapar, pero estaba al límite de mis fuerzas, corría y sabía que sería inútil, que finalmente me alcanzaría.
Después caía. Tropezaba y caía a un infinito precipicio, caía y caía. Seguía cayendo y mientras caía esperaba el impacto, pero el impacto no llegaba y era peor, imaginar el impacto, preparar tantas veces el inaudito dolor.
Corría, nadaba, al límite de mi ser. Me disparaban de lejos con flechas, con cerbatanas, dardos con curare. Había cocodrilos, podía oír el chasquido de sus fauces en medio de la cenagosa noche. Y en cada chasquido esperaba descubrir con absoluto espanto que me habían mutilado, que me faltaba una pierna o un brazo.
Había víboras también, deambulaba desnudo en medio de una selva, oía el siseo de las víboras, sentía un pinchazo y pensaba ya está, ya fui mordido por una mamba negra pero no. Había sido el chicotazo de una rama arañándome el rostro o una pierna. Lloraba, me salían sollozos de niño porque sabía que nadie vendría en mi ayuda. Lloraba y corría.
Lanzaba trompadas al aire intentando una vana defensa. Pero mis golpes carecían de potencia y de puntería. Cuando lograba pegarle a algo, ese algo no se inmutaba, sonreía.
Entonces me desperté. Agitado, sudoroso, exhausto, impregnado aún del horror, de la pesadilla.
Era domingo, supe que era domingo y ahí estabas vos. Cerré los ojos bien fuerte. Ahí estaba vos. Era Domingo y amanecía.

20.6.23

En el desierto


A veces me parece que sólo yo envejezco. Sólo yo soy arrasado por el twister del tiempo mientras todos los demás siguen tal como los conocí, cuando los conocí, cuando era interesante o entretenido conocerlos. Hace tanto tiempo.
A veces me parece que todos hacen algo, a todo el mundo le pasan cosas, todos se casan o tienen hijos o construyen casas o se van a estudiar a Europa o les descubren una incurable enfermedad o aprenden a hacer esquí acuático o aladeltismo. Mientras yo sigo más o menos igual que siempre parado en esa esquina, con una particular mezcla de estupefacción y congoja, esperando a esa chica que nunca vino.
A veces me parece que todo el mundo es feliz, todo el mundo se coge a una secretaria o a un primo y se filman con sus teléfonos celulares recién comprados y suben los videos a instagram para que la gente deje emotivos comentarios sobre los respectivos tamaños de tetas o garompas o quizás de las dos cosas. Todo el mundo es invitado a fantásticas fiestas de disfraces donde sirven cocaína de la mejor con Pommery Brut Royal y podés disfrazarte de conejo o de hombre araña y podés bailar con gatúbela o la mujer maravilla que te ata de la cintura con su lazo dorado hasta que ambos caen abrazados sobre la pista. Todo el mundo sale después de fornicar con una preciosa chica con el pelito cortado a lo varón, salen al balcón, decía, y es de noche y se escucha el sonido del mar, se puede oler el mar aunque no se lo ve y el viento te da en la cara y el whisky está riquísimo.
A veces me parece que sólo yo escribo.

10.6.23

Sabor a multiple choice


Fuimos al velatorio de la mamá de M. Era un mujer muy mayor, la mamá de M., y había estado enferma bastante tiempo, pero aún así podríamos decir que la muerte llegaba de improviso, siempre. La muerte, por paradójico que parezca, resulta un acontecimiento inesperado a pesar de su certeza. Que no hay manera de prepararse, eso quise decir.
Habíamos estado un par de horas con M. en la sala de velatorio. Clima particular si los hay, el de una sala de velatorio. Ese olor tan característico. Y los dolientes, los que lloran, los que parecen sumergidos en una congoja que va a durar para siempre, los callados, los que saben que la única manifestación posible es el silencio ante la totalizadora experiencia de la muerte, los expansivos, los que creen que uno debe comportarse como si se tratara de cualquier evento social, de una fiesta, y contar chistes, alguna anécdota a los gritos, y piden que alguien les convide un cigarrillo.
Nos despedimos de M., le prometimos volver al día siguiente, bien temprano, para el entierro. Nos dijo que se quería quedar con su familia, nos pidió que nos fuéramos.
Debían ser las doce de la noche, salimos por Juan B. Justo. Éramos Matías, el Pipi y yo. Matías dijo que tenía hambre.
–Vamos a comer un par de porciones a Angelín, que está acá nomás –dijo el Pipi.
–Sí, vamos –yo tampoco había cenado.
Pedimos la pizza y un par de cervezas. Las cosas que nos alejan de la muerte.
Pero el tema estaba ahí, demasiado contundente.
Matías contó que había ido a ver a la mamá de M. cuando estaba internada en terapia intensiva. Dijo que cuando lo dejaron entrar vio gente ahí, uno al lado del otro, separados apenas por una cortina, un biombo. Gemían de dolor, algunos, mientras un cáncer les masticaba el páncreas o el hígado, dolores en fila.
–El dolor, lo peor es el dolor –dijo Matías, y se comió media porción de fugazzetta de un bocado.
–No sé, che –dijo el Pipi–. Mi viejo tuvo demencia senil, se chifló. Ir a ver a un tipo que no sabe quién es ni quién sos, que no te reconoce, un tipo que se pisha encima y sigue viviendo como una planta. Creo que peor es eso.
–Tenés razón –dijo Matías–, quizás tenés razón, eso también es una cagada. No sé qué es peor, te digo la verdad, si el dolor físico, o la inconsciencia esa.
–Lo que me gustaría saber –dije, serví más cerveza–, es por qué siempre hay que elegir entre lo malo y lo peor, hasta para morirse –levanté la botella y la miré a trasluz, un innecesario gesto porque el peso indicaba la ausencia de líquido–. Pido otra.