27.11.09

Quizás te sirvan mis palabras

Ella agarró el libro, el libro de poemas que yo había escrito, el libro de poemas donde yo me había arrancado un pedazo de alma como si fuera plastilina. O quizás me había arrancado el alma completa, como quien descuelga un durazno de un árbol, así.
Ella lamió el libro, la tapa, un poco, como si quisiera hacerle cosquillas, al libro, luego jugó, con afán, con el libro, empleando toda la lengua. Ella agarró el libro y se lo pasó por las tetas haciendo movimientos circulares, como si se tratara de un pan de jabón. Después, con la misma mano lo hizo descender a lo largo de la sutil curvatura de su vientre, y ahora, con el libro de perfil, pasó el lomo por su vulva, dos o tres veces, como si su vulva fuera a comerlo, como si el libro fuera a ser engullido a través de su precioso y delicado vello púbico. Después cambió de mano, tomó el libro con la otra mano, haciéndolo pasar por entre sus piernas, estaba de pie, y se metió un ángulo del libro, el ángulo superior izquierdo, en el ano. Hizo un poco de presión, y sonrió.
–Sí –dijo–, me gusta como escribís.

23.11.09

Agridulce

Existen determinadas veredas donde caminamos juntos, por las que no puedo volver a caminar. Lugares donde me pareció que la felicidad era posible, que había un rayo de sol, una fruta, algo para mí. Una lluvia que me pudiera lavar los sueños rotos, una sonrisa, un beso, unas ganas de seguir.
Ahora gritan las bocinas como lobos que comprenden, un segundo después (la comprensión tiene ese agridulce delay), que han quedado atrapados, que va a costar volver a mover esa pata. Ahora todo huele a pilas sulfatadas. Ahora todo parece transcurrir dentro de esos viejos televisores donde las cosas ni siquiera lograban ser blancas o negras, y había que conformarse con las diferentes gamas de gris.

19.11.09

Hay que andar con cuidado

Estábamos por entrar al restaurante y ella retrocedió un poco, algo asustada.
–No puedo entrar a una parrilla. Yo soy vegetariana –me dijo.
Entonces le dije que no había problemas, que siguiéramos caminando. Conocía una pizzería que quedaba a unas pocas cuadras.
–La pizza tiene queso –me dijo con acritud–. No sé si me entendiste bien, yo soy vegana. –Al parecer los veganos rechazan no sólo la carne, sino también cualquier derivado animal, la leche, el queso. La pizza tiene, entre sus elementos constitutivos, como parte intrínseca de su genoma, entre sus protones, queso.
–Bueno –dije–, no pasa nada. Vayamos a tomar una cerveza, tampoco estoy muerto de hambre.
–De ninguna manera –me dijo, porque estaba fervientemente en contra del alcohol, el alcohol aturde los sentidos, embota el cerebro, petrifica el hígado. El alcohol mata, para resumir.
Quise prender un cigarrillo mientras pensaba, porque en verdad no se me ocurría nada.
–Ni se te ocurra fumar –fabricó un improvisado barbijo con sus manos, retrajo el cuello intentando que su cabeza desapareciera entre sus hombros–. El humo es cancerígeno.
Seguimos caminando.
–Podemos ir a coger, si querés –sonrió–. Vos me gustás.
Pero yo me negué casi de inmediato. Porque mi pito era una suerte de perro callejero, una hiena, un animal famélico y salvaje. Sería como pedirle que ingresara en el cajoncito de una joyería, en la probeta de un laboratorio, jamás se sentiría cómodo en un lugar tan aséptico.

15.11.09

0, 1

Se puede hacer de la siguiente forma. Salís a la ruta, conviene que sea con un auto moderno, un auto nuevo. Cuando ya te alejaste unos cien kilómetros de la Capital Federal, entonces hay que acelerar. Si se puede poner el auto a doscientos kilómetros por hora es lo ideal, pero con pasar los ciento cincuenta también está muy bien.
Alcanzada la velocidad en cuestión, uno debe soltar el volante. Si está lloviendo, mucho mejor. Hay que cerrar los ojos, y soltar el volante. Con una mano, primero, y con esa mano, la mano libre, agarrar una botella de whisky, previamente comprada. Se debe dar un largo trago de whisky, de la botella, echando la cabeza hacia atrás, mientras la botella escupe el whisky con su característico gorgoteo. Al terminar el trago, se procede a sacar la otra mano del volante, también, y puede uno comenzar a masturbarse un poco, con esa mano. Es conveniente tomar más whisky. La maniobra, o las maniobras, suceden en simultáneo, con los ojos cerrados. El procedimiento completo debiera durar más de un minuto, menos de tres.
La alternativa es casarse, tener tres hijos, ir a trabajar durante diez o veinte años al mismo lugar.
En cualquiera de los dos casos, para evaluar y sacar conclusiones, hay que ver qué quedó del sujeto en cuestión, en qué estado se encuentra al final del experimento.

11.11.09

La historia de Chumi

Viviana estaba divorciada y tenía un pajarito, un canario. Tenía una hija, también. Se llamaba Juana, la hija de siete años, peinada siempre con dos colitas, y una carita que era un sol. Chumi, se llamaba el canario, que era de un pálido amarillo, no me preguntes porqué. Juana le había puesto así cuando el padre se lo había regalado para su cumpleaños, ante la reprobatoria mirada de Viviana que tenía ganas de quejarse, de quejarse por las dudas porque en todo lo que hacía Gustavo siempre había una trampa, todo su matrimonio, lo que duró, había sido así, pero la nena estaba contenta con el canario y eso era lo que importaba.
Así que la nena se despertaba a la mañana y saludaba a Chumi antes de desayunar, y Chumi no jodía, comía un poco de alpiste, y cagaba, y nada más. Juana estaba contenta, Viviana no, pero tampoco estaba tan triste, había tenido épocas mucho peores así que lo mejor era no quejarse demasiado, porque después venía una mala racha en serio y ahí una sí que no sabía cómo levantarse.
–Ma, mirá. Chumi tiene algo en el ojito –dijo Juana. Era jueves. Y era verdad, Chumi tenía una lagaña, una pelusa, una lastimadura tal vez, algo en el ojito derecho. Así que Viviana le dijo a Juana que no se preocupara.
–No te preocupes. Mañana lo llevamos a la veterinaria.
La veterinaria era una mujer seria, algo excedida de peso, y con las piernas arqueadas, como si acabara de bajarse del caballo de una calesita que jamás la llevaría a ninguna parte. Pero se la veía eficiente y profesional detrás de su celeste uniforme, y el local estaba lleno de gatos y perros, una blanquísima cacatúa que lanzaba un simpático grito con asombrosa regularidad, y una boa dentro de una pecera gigante. La boa era amarilla y negra. Juana estaba fascinada.
–Es normal, no pasa nada –dijo la mujer y se acomodó las gafas que eran gruesas y con forma de pequeños huevos acostados sobre el puente de la nariz–. Le vamos a poner unas gotas y el ojito le va a quedar perfecto.
Se puso un guante, metió la mano dentro de la jaula, y tomó a Chumi, con precisión no exenta de cuidado.
–Bueno, bueno, ya está –le puso una gotita en un ojo, mientras Chumi yacía de costado, apretado por una mano firme, las patitas encogidas contra el pecho.
–Ya que estamos, le vamos a cortar las uñitas. Tiene las uñitas muy largas –la veterinaria usó una tijerita que parecía de juguete, con movimientos precisos. Un segundo, clic clic, y volvió a soltar a Chumi dentro de la jaula.
Chumi revoloteó un poco, y se paró en el palito, en la posición acostumbrada.
Viviana preguntó cuánto le debía.
–¡Ma! ¡Mirá, ma! –Juana lanzó un chillido y señalaba al interior de la jaula, donde Chumi acababa de caer de costado, como fulminado por un rayo.
–Está muerto –dijo la veterinaria, después de revisar a Chumi e intentar con la yema de un dedo índice hacerle un estrambótico y competente masaje cardíaco sobre el ínfimo pecho.
Chumi se había muerto. Del susto. No pudo resistir el stress de la situación que le había tocado enfrentar.
Metieron al pajarito dentro de la jaula, otra vez, acostado contra el piso de alambres. Juana lloraba y se sorbía las lágrimas. Caminaron las tres cuadras hasta el departamento. Viviana llevaba en una mano la manito de la nena, en la otra la jaula con el pajarito muerto. Hacía mucho calor, para la noche estaba anunciado lluvia.

7.11.09

Un percance

Soy el encargado de la presentación, de presentar el proyecto. Así se habla en el mundo de los negocios de hoy, esa es la jerga, no me hagan sentir más ridículo todavía.
Trabajo para una consultora, una importante consultora, y tenemos que presentar el proyecto ante nuestro potencial cliente, que ya es cliente, pero tiene que decidir si renueva el contrato, el contrato con nosotros, que ha vencido.
Para no aburrir. Estamos en las oficinas de los clientes. Torre Alem Plaza, piso treinta y tres. Vamos a hacer la presentación. Los clientes son un estudio de abogados, alemanes, que representan a un banco alemán, que maneja los fondos de un conglomerado alemán.
Si renuevan el contrato, entonces todos seremos felices. La empresa de consultoría con todos los que estamos adentro de su nómina, entre ellos yo. Habrá dinero, mucho dinero, por dos años. Compensaciones extraordinarias, autos, teléfonos celulares que te pueden avisar el ingreso de un mensaje de texto mediante un maullido o un ladrido para que vos sepas si el mensaje es importante o no aún antes de leerlo, viajes en avión en primera clase, estadía en los mejores hoteles. Vida de ejecutivos, lo mejor que se puede conseguir si no sos cantante de rock.
Si no se renueva el contrato, entonces es el fin. Nada. Kaput. Va a cerrar la consultora, y nos van a dar una patada en el culo a todos. Sin el contrato con los alemanes estamos muertos, es así.
Está por comenzar la reunión, somos tres del lado de la consultora, y cinco del lado de los alemanes, incluido el mismísimo Otto Rutger, el número dos del consorcio, allá en Dusseldorf, que vino especialmente para la presentación. Un alemanote de más de dos metros que parece raspar las palabras antes de pronunciarlas, y que no se ríe nunca. Han bajado las luces, la gente terminó su café. Está lista la notebook y el proyector.
Paso al baño, por un instante. Como cuando era chico, en la facultad, antes de un examen, me ataca un ingobernable deseo de cagar. Camino por una alfombra color ladrillo de treinta centímetros de espesor, paso por delante de una secretaria que es la mujer más linda que yo haya visto jamás, incluyendo el cine y la televisión, sigo por el pasillo, unos veinte metros más, viendo los cuadros de fondo turquesa o color petróleo, y las camaritas de seguridad que registran y acompañan cualquier cosa que se mueva.
No quiero ponerme escatológico, pero es parte de la historia, la parte, por decirlo de algún modo, sustancial. Entro al cuarto de baño que huele a quirófano y a violetas, voy a uno de los cinco cubículos, cierro la puerta y me suelto el cinturón, dejo caer los pantalones, me bajo los calzoncillos, me siento, todo en un grácil movimiento ejecutado con precisión a pesar de la urgencia.
–¡Plrrrshgrrrpfprrrraaashplshhhfsh! –El alivio. La naturaleza que ordena. Que acomoda. Que expulsa y regula. Válvulas que se abren, palancas que se mueven, pistones, complejos mecanismos.
Algo está mal. Ha llegado el sosiego, vuelvo en mí, pero sé que algo está mal. Estoy bien peinado, impecablemente afeitado, algunas gotas de sudor sobre mi labio superior, bien perfumado, impecablemente vestido, rápido de palabra, ingenioso, solvente, perspicaz.
Me cagué la camisa. Así como lo cuento. La camisa es blanca, es nueva, es cara, algodón egipcio, tiene los faldones muy largos. Faldones que en el apuro, han quedado del lado de adentro del inodoro. Me cagué la camisa. Así como lo cuento, otra vez. No puede estar pasando esto. No puede ser verdad.
Me saco la camisa, con cuidado. He cagado casi toda la parte de atrás, por debajo de la línea de la cintura. Estoy en cueros, sosteniendo la camisa en alto como si se tratara de una radiografía o de un repulsivo animal. Ahora estoy transpirando de verdad.
El olor es fuerte.
En un último y desesperado intento, manoteo los bolsillos de mi pantalón, pero no, de ninguna manera. El teléfono celular ha quedado apoyado sobre la mesa, junto a mi laptop. Un buen teléfono, con más funciones de las que yo sería capaz de manejar.
Estoy ahí, con el torso desnudo y brillante de transpiración, temblando un poco, mirando la camisa pintada de mierda como si se hubiera esmerado el mismísimo Pollock, negando con la cabeza.
Puedo ponerme la camisa, como si nada, reprimir el asco, y volver a la sala de conferencias. Dar la presentación, hasta que el olor haga que alguien se desmaye, y entonces, tratar de escapar.
Puedo salir corriendo, con el pecho al aire, la camisa hecha un bollo, y tratar de llegar a los ascensores, ganar la calle, subirme a un taxi y decirle al taxista ‘¡rápido, me está persiguiendo un gorila plateado, lléveme a la comisaría más cercana!’.
Puedo esperar que alguien entre al baño y golpearlo en la cabeza, fuerte, tratar de desmayarlo pero no de matarlo, para robarle la camisa.
Puedo escribir lo que me sucedió para que vos me digas qué hubieras hecho en mi lugar.

3.11.09

Esopo, revisited

Es invierno. En invierno, aunque sea por pocos días, más de tres, menos de siete, me gusta ir al mar. Es bueno ver el mar, oírlo, salir a caminar, descalzo. No inventé nada nuevo, nada original.
Así que en eso estoy, deben ser las nueve de la mañana, hay un particular y cansino solcito. Pienso en todo lo que no salió nunca, en todo lo que salió mal, con unos cinco o diez centímetros de mis piernas adentro del agua. Voy despacio, no se ve a nadie más que un par de pescadores, y algún otro caminante solitario.
De pronto siento el pinchazo. Es una corriente eléctrica de dos mil quinientos treinta y ocho voltios. Entre el dedo gordo y el dedo índice, si se le puede decir así al dedo del pie que está al lado del dedo gordo de mi pie izquierdo.
–¡Ahhrrgggfssschpaaaay! –Caigo de rodillas, el dolor me ha doblado, y veo, a menos de medio metro de mi rostro, la explicación, la causa.
Un aguaviva. Redonda, gorda como una pelota de tenis, con marrones y violáceos filamentos. El mar se retira un poco, pero el aguaviva queda ahí. El dolor es un zumbido que no me deja pensar con claridad. La zona comienza a hincharse y estoy muy lejos del cuarto en el que me hospedo. Me va a costar caminar.
–Ya sé, ya sé –digo–. Es tu naturaleza, no pudiste evitarlo.
Doy el primer paso, saliendo del agua. Apenas puedo pisar. Es un pinchazo que se extiende, sube y agarrota los dedos del pie, la quemazón supera ya la altura del tobillo, sube con una preocupante velocidad. El pie parece una tarta pascualina, ha adquirido ese tamaño, no sé si el sabor.
–No, nada que ver –La voz viene de abajo, lo que me está hablando es el aguaviva–. No es mi naturaleza, para nada. Me parecés un gordo forro, y en esta época del año por acá no debería haber nadie rompiendo las pelotas. Así que te piqué a propósito, te lo digo en la cara. Yo estaba acá de antes, ahora tomatelás.