30.12.12

Ayudín



         Cuando llega fin de año, cuando llegan las fiestas, hago alguna de las cosas que te cuento. Hago lo siguiente.
         Voy a un hospital, por ejemplo, a cualquier hospital. Puede ser en Navidad, puede ser en año nuevo. Voy a la sala de terapia intensiva. Llevo dos o tres botellas de champán de calidad media que puse previamente a enfriar, y vasitos de plástico. Llevo unas masitas o un pan dulce, algo para comer. Si logro entrar brindo con los enfermos, si me descubren y me piden que me retire, entonces brindo en la sala de espera, con los familiares. Abrazo a alguien, toco una mano. Los escucho, les transmito alguna palabra de aliento.
         Puedo también, perfectamente, bajar a las once y algo de la noche del 24, o del 31, a un parque. Llevo lo mismo que comenté, y me acerco a un grupo de vagabundos, de mendigos. Muestro la mercadería que tengo para compartir, y enseguida veo cómo se suavizan las facciones. Me hacen un lugar, alguien eructa, se oye un rasposo gargajeo, una carcajada, alguien lanza una furibunda escupida.
         Pero no, de ninguna manera, no hay una pizca de bondad en  mí, ni compasión, no siento nada de nada, no te confundas.
         Lo que necesito es estar con gente que esté tan hecha mierda como yo. Confirmar, de algún modo, que Dios no se ha ensañado. En particular, conmigo.

25.12.12

En el aire


         Me di cuenta que algo malo debía estar sucediendo de verdad, porque la azafata ni se molestó en tomar el intercomunicador para intentar transmitir unas tantas veces ensayadas palabras de sosiego. Se limitó a sentarse, en un asiento que la dejaba de frente a la gente de la primera fila, y se tiró del pelo.
         Habíamos sentido un viandazo, todos, como si hubiéramos caído en un pozo de aire. Esa sensación tan horrible de saber que no hay nada debajo, que nada nos sostiene o peor aún, que los piolines que por lo general sostienen una vida están hechos del material de las nubes.
         Me puse de pie, caminé hasta ella con lentitud y aplomo, me incliné.
         –Qué pasa, linda –le dije. Iba de traje, yo, viajaba por trabajo a la provincia de Mendoza. Quizás algo en mis modos, o mi corte de cabello excesivo, le hizo creer que yo podía ser un piloto de civil, alguien con la capacidad de resolver la situación.
         –Se acaba de desmayar el piloto –transpiraba, tuvo un leve acceso de llanto–. Una diarrea fulminante. Algo que comieron. El copiloto está casi igual, acaba de cagarse encima, no creo que aguante consciente. De torre de control nos dijeron que no pueden hacer nada, ¿usted es piloto? –negué con la cabeza– ¿Es médico?
         –No –la ayudé a incorporarse, sosteniéndola de un codo, le indiqué que ingresara al baño, y avancé detrás de ella. Cerré la puerta–. Vení que te la voy a poner un poquito. Si el avión se cae, por lo menos nos morimos cogiendo, y si nos salvamos vas a estar tan contenta de seguir con vida, que casi ni te vas a acordar que cogiste conmigo. Como perder el cepillo de dientes o que se te rompa una media, un minúsculo incordio. Una ínfima contrariedad.

20.12.12

Fuera de la mente



         El gurú sabía que el tema que intentaba explicar, el tema que todos deberían saber pero no sabían y él intentaba explicar era, justamente, difícil de explicar. Hacía miles de años que algunos iluminados habían intentado explicar lo que estaba ahí, al alcance de la mano, para salvar a la humanidad. Pero las palabras resultaban rudimentarios instrumentos, cómo explicar con un puñado de vocales, y algunos ruidos, siseos, lo divino.
         Lo que había que explicar era que todo consistía en dar un ínfimo saltito y colocarse fuera de la mente. Fuera de la mente te conectabas, como por arte de magia y sin el menor esfuerzo, con una inteligencia superior, un estado de bendición, la alegría del ser, la pasión en colores y todo lo demás. Lo único que hacía falta era un minúsculo envión para salir de la mente. No pensar.
         Como el gurú sabía que otros habían intentado, antes que él, explicar lo inexplicable, decidió utilizar un ejemplo. No se puede explicar qué es estar fuera de la mente utilizando el lenguaje, que es una herramienta de la mente. Por lo general, los más sabios, los mejores, habían intentado explicar, lo inexplicable, haciendo silencio. El silencio es el lenguaje de Dios, pero en el mundo que vivimos, el silencio no alcanza. El silencio no es suficiente para que la gente, como se ha dicho tantas veces, despierte.
         El gurú dijo que podía mostrar lo que era entrar en comunión con el todo, con tan solo salirse de la mente. Sí, con un ejemplo.
         Fueron a un zoológico, en la India. El gurú entró a la jaula de los cocodrilos. Que no era una jaula en el sentido estricto, sino una especie de laguna con barro donde los cocodrilos se sentían a gusto. El gurú entró. Se quitó la túnica y se acostó, sobre el barro, boca arriba, como si fuera a dormir una siesta. Cerró los ojos, las manos sobre el abdomen, se hizo el más absoluto silencio. Cuando salió un cocodrilo que apenas asomaba los ojitos del agua, y se puso a avanzar con ese bamboleo lateral tan curioso, tan característico, que tienen los cocodrilos para caminar. Cuando salió el cocodrilo, decía, el cocodrilo llamado Jerry, una bestia de más de tres metros de largo, y fue derecho hacia el gurú que parecía dormido, la verdad que todos temimos lo peor.
         Una mujer venida de Alemania no pudo reprimir un ataque de hipo. Alguien sollozó, esperando el fatídico chasquido de mandíbulas, el gurú sería devorado en un par de mordiscos. A pesar de la expresa prohibición, los japoneses sacaban fotitos con sus teléfonos celulares. Hacía un calor del carajo, mediodía en Calcuta. Después que el cocodrilo terminara de comerse al gurú, nosotros tendríamos que defendernos, a las trompadas, de los mosquitos.
         El cocodrilo avanzó, abrió la boca que era todo dientes, movió la cabeza con lentitud en ambas direcciones, un suave bostezo de precalentamiento antes del almuerzo.
         Y nada. Se acostó al lado del gurú, casi tocándole un hombro con el lateral de su temible cabeza, a descansar. Como si fuera la cosa más natural del mundo, pura armonía.
         A los cinco o diez minutos el gurú abrió los ojos, acarició el rugoso lomo el animal, y salió de la jaula.
         –Al salir de la prisión de la mente –dijo el gurú–, al entrar en comunión con el todo, nada puede hacerme daño. No hace falta explicarlo con palabras, ustedes lo vieron.
         La gente se abrazaba, algunos lloraban. El gurú nos había mostrado lo que no se podía explicar, la mente es ilusión, la mente es maya, fuera de la mente somos uno.
         Me dieron ganas de decirle al gurú que hiciera la prueba de quedarse así dormidito con alguna de las chicas que yo solía frecuentar. Cuando te despertás no hay nada, te pelan.

15.12.12

Que Dios te ayude


         Mi amigo Martín iba manejando un automóvil, cuando chocó. Hasta acá todo más o menos normal. Quiero decir, es domingo a la mañana, vas manejando tu automóvil, y chocás.
         Pero.
         Martín no iba solo en el auto. Martín iba con su padre. El padre de Martín tenía un almuerzo en Pilar, y Martín le había dicho que no se hiciera problema, que él lo alcanzaba.
         –No te hagás problema, yo te alcanzo –le había dicho Martín a su padre.
         La idea de Martín era dejar a su padre a eso de las once de la mañana, para luego irse a jugar un partido de fútbol con sus amigos, por el Tigre.
         Pero chocó, Martín, en la ruta. Se rozó con otro auto, a 140 kilómetros por hora. Volanteó, tocó el freno involuntariamente. Y volcó.
         No le pasó nada, a Martín, tenía puesto el cinturón de seguridad, y además tuvo suerte. Pero el padre de Martín se golpeó feo la cabeza. El padre de Martín quedó en coma.
         Pasaban los días y el papá de Martín no se despertaba. Los médicos le dijeron, después de una semana, que era muy probable que el papá de Martín se muriera.
         Era viudo, el papá de Martín, y Martín supo que si hubiera tenido que mirar a los ojos a su madre y decirle algo, ensayar una explicación, no hubiera podido.
         Mientras tanto todos consolaban a Martín. Había testigos, el otro auto, un Peugeot manejado por un chico muy jovencito, había hecho una absurda maniobra tratando de rebasar al auto de Martín por la derecha, justo cuando Martín se abría para dejarlo pasar.
         La esposa de Martín, el hermano de Martín, los amigos de Martín, todos le decían a Martín que no había sido su culpa.
         Martín andaba desesperado, hacía las interminables guardias en terapia intensiva del Fleni, seguro que saldría un circunspecto médico a las cinco de la tarde a darle el parte, a decirle que su padre había muerto, y entonces Martín no podría soportarlo. Sencillamente, no iba a haber forma de soportar eso.
         Fue a una sinagoga, Martín, olvidé mencionar que Martín era judío. Fue a una sinagoga y habló con un rabino, de cualquier cosa, de ver crecer a los hijos, de para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, de los árboles y las flores. Habló con un rabino de barba blanquísima, que lo escuchó en silencio. Después, se quedó sentado un rato largo, Martín, rezando. El rabino se acercó, y por un instante, le puso una mano en el hombro. Rezó, Martín, rezó mucho, rezó sin saber rezar, Martín no tenía la más mínima formación religiosa. Martín, que jamás había creído en nada, rezó, y lloró también. Prometió que si su padre se salvaba, abrazaría la religión con todas sus fuerzas. La religión sería su vida.
         Y el papá de Martín, pasados diecisiete días del accidente, abrió los ojos. Se incorporó en la cama y dijo que tenía sed. El padre de Martín vio a Martín y sonrió. El padre de Martín, para sorpresa de los médicos, viviría.
         Y Martín se hizo religioso. Comenzó a ir al templo, todos los días, a la mañana, y a la noche. Cambió su vestimenta y sus hábitos alimentarios. Martín comenzó a donar el cincuenta por ciento de sus ingresos, al templo, al templo que había ido, y a otros templos también. Martín no quiso jugar más al fútbol con nosotros. Tampoco quiso volver a coger con su secretaria, nunca más asado, ni un cigarrillo, ni pizza. Su compromiso era con Dios.
         Pasaron los años, con la particular indolencia que suelen tener esos fenómenos.
         El padre de Martín, que ya era grande, se puso más grande. Le descubrieron un problema en un pulmón. Cayó en terapia intensiva, y la cosa se agravó. Ahora sí, el papá de Martín se moría.
         Martín fue a la sinagoga, no a la de siempre sino a otra sinagoga, porque al rabino que aquella vez del accidente lo había atendido a Martín, lo habían cambiado de zona.
         Martín pidió verlo, al rabino. El rabino estaba más viejo, con la barba más blanca todavía. Caminaba muy despacio, dando cortos pasitos.
         Martín le dijo al rabino que su padre se había enfermado, su padre se moría.
         El rabino lo miró, detrás de sus lentes sin marco, en silencio. Bebió un sorbo de té.
         –Nada –dijo Martín–, venía a decirle que el pacto que hice con Dios aquella vez, vence con la muerte de mi padre. Voy a volver a tomar vino, a comer asado, a coger. Me pareció correcto venir y avisarle.

10.12.12

Como en cualquier oficina


         El cocodrilo le cuenta al elefante que está harto, harto de verdad, ni siquiera puede ir a la playa y tirarse a tomar un poco de sol, todos salen corriendo ni bien asoma el hocico. Todos le tienen miedo, manga de putos.
         El elefante le dice a la jirafa que siempre es el mismo embole. Los chicos lo quieren ver, todos le quieren dar comida, maníes con cáscara, algún pancito, claro, pero le quieren tocar la trompa. Todo el mundo le quiere acariciar la trompa, me gustaría ver si se bancarían que todo el mundo les quisiera rascar los huevos, o las orejas, trescientas veintisiete veces por día.
         La jirafa le cuenta al hipopótamo que no da más, sí, puede ver todo el paisaje, fumarse un faso ahí arriba está bárbaro, no necesita irse a vivir al piso 37 de una torre en Puerto Madero. Pero tiene las cervicales a la miseria, no es tan sencillo.
         El hipopótamo le dice al león que todos lo consideran un mugriento pero no, nada que ver. Lo que pasa es que nadie quiere ayudarlo a bañarse, y entonces, si no se embarra un poco, se lo comen los mosquitos. Sí, claro, el pajarito es macanudo, te da una mano con los parásitos, pero si le pedís al pajarito que te ayude a bañarte se te caga de risa, te dice que le chupes bien la pija.
         El león le dice al hombre que sí, mucho rey de la selva, pero a la mina que traés al safari te la cogés vos, después mostrás las fotos que me sacaste mientras te tomás un gin tonic (con Angostura), te hacés el pulenta sentado en un sillón Chesterfield, con aire acondicionado. Rey de la selva las pelotas.

5.12.12

La rotación y traslación del planeta tierra

 
Voy a lo de una prostituta. Tiene un departamento por el barrio de Palermo, se maneja con una clientela más o menos reducida. Debe tener unos treinta años, es bonita, sin caer en pornográficos estereotipos de excesivas glándulas mamarias ni cabello teñido de un rubio que hace mal a la vista. Tiene un bello cuerpo, culo compacto, tetas pequeñas, la piel dura producto de una actividad que hace que el propio cuerpo genere algo, una sustancia que la proteja, como la queratina que forma el caparazón de los insectos, aunque la comparación no sea del todo correcta. El rictus amargo por la vida que lleva, la mirada astuta de un animal que ha aprendido a sobrevivir en la peor de las selvas.
–Hola, Juan –me conoce. Debo venir una vez por mes, desde hace casi un año supongo. Me la recomendó un amigo. Es una buena piba, por lo general me convida una cerveza o un café, fumamos un cigarrillo, se puede hacer silencio, o conversar sobre alguna generalidad.
No, creo que no me expliqué bien, producto de mis tremendas dificultades expresivas. No voy a coger, por quién me toman. Me entendieron mal.
Doy un ejemplo, lo mejor va a ser que de un ejemplo. El lenguaje suele ser un instrumento limitado, hay cosas difíciles de explicar.
Concurro, por ejemplo, a lo de Iris (ese es su nombre, así se hace llamar), y llevo dos botellas de dos litros de Coca Cola. Puede ser Fanta, perfectamente. Puede ser Sprite.
Le digo que se meta en la bañera, de pie, desnuda, para no hacer enchastre. Le vacío la Coca Cola, los dos litros, desde arriba, en la cabeza. Soy un sujeto alto, grandote, olvidé decirlo, ella debe medir un metro sesenta, no mucho más.
Le vacío la Coca Cola en la cabeza, decía, mientras ella ofrece el rostro como si mirara la ducha, y deja que el líquido le caiga por el cuerpo. Se frota, apenas, algo, los brazos o los muslos, como si se estuviera bañando. Repito la operación, con la otra botella. Si la primer botella era de Coca Cola, la segunda botella es de Coca Cola, también.
La cosa debe llevar un minuto, no mucho más. Entonces le digo que se siente, sobre una silla de la cocina, y se quede así, sentada, sin hacer nada. Cinco minutos, siempre menos de diez, en silencio. Hasta que le digo ‘listo’, o ‘gracias’, o ‘es suficiente’.
Es importante para mí, no me canso de comprobar, que vivimos en un mundo donde la gente está dispuesta a dejarse fastidiar. Por dinero.
Entonces ella se va a bañar.