30.10.11

Sanador

Es como el Reiki pero es más que el Reiki. Es como la meditación, pero mucho más profundo que la meditación, que meditar. Es como diez o quince años de psicoanálisis de un saque, todo junto, sin ese emocional desgaste que implica repasar una y otra vez cada cosa que te salió mal, traer a la superficie cada cosa que no funcionó como vos querías. Es como el yoga pero sin forzar las articulaciones, sin exigirte complicadas posiciones que te dejan al borde del estupor y la distensión de ligamentos. Es como el Tai Chi sin la tan milenaria como oriental rutina. Es como el sexo, pero mejor.
Vamos a una pizzería. Yo recomiendo hacer la cura en Buenos Aires, en las pizzerías tradicionales que se encuentran ubicadas, desde siempre, por el centro. Por lo general atiendo en ‘El Palacio de la Pizza’, pero se puede ir tranquilamente a ‘Las Cuartetas’, o a ‘Güerrin’. Se puede hacer sin inconvenientes en ‘El Cuartito’, y en una época la cosa funcionaba en ‘Nápoles’, pero se vendió la esquina y ya no es lo mismo. Se puede curar en ‘Imperio’, aunque tampoco es lo mismo de antes (hay que ir al de Chacarita, ahí sí), en ‘La Mezzetta’, en ‘Angelín’. Desde ya que se puede tratar en ‘Los Campeones’, quizás todavía en ‘Burgio’, en ‘Banchero’ también. Puede ser en algún ‘Kentucky’, aunque hace mucho que no atiendo allá. Mejor que no sea una cadena de pizzerías, ni una pizzería moderna, ahí no funciona la cura, se diluye el poder de sanación. Aunque parezca mentira, durante una corta temporada atendí algo de gente en ‘Romario’, y la cosa fue bien.
El tratamiento es bien fácil, sencillito. Se hace de noche. Vamos y te sentás, nos sentamos, aunque se puede hacer de parado, en la barra, también. Se pide la pizza. Últimamente yo recomiendo pedir una grande de fugazzeta. Se puede hacer con pizza napolitana con ajo (sin jamón, el jamón no pega con la pizza, mucho menos el ananá o los palmitos, no seas ridícula, por favor). Provolone sirve, camina, el Roquefort lo uso para casos muy agudos.
Te sentás, y respirás. Cualquier ejercicio de respiración consciente. Ojos cerrados, respiración pausada, brazos al costado del cuerpo, manos sobre el regazo. Yo decido si me siento frente a vos, o al lado tuyo, o si me paro y me coloco, de pie, detrás. Eso lo voy viendo en el momento, lo tengo que sentir.
Entonces el maestro (que vengo a ser yo), a los dos o tres minutos, con un movimiento algo enérgico pero no exento de gracia, te hundo la cabeza, la cara, el rostro, en la pizza. De un saque, de una. Te incrusto la cabeza en la pizza, la pizza no se mueve, y te sostengo la cara en la pizza, como si te metiera la cabeza bajo el agua.
Y se te pasan todas las boludeces que te atormentan, la melancolía por tu patético pasado, la angustia por tu incierto y desde ya preocupante futuro, tu miedo a la muerte, la ira, tu falta de fe.
Pasados treinta segundos, menos de un minuto, te ayudo a incorporarte. Sacás la cabeza de la pizza, y estás curado/a. Te sentís distinto/a. Sos otra persona, te sentís bien.

*el tema del presente fragmento es recurrente. quiero decir, lo he utilizado, con variantes, en alguna otra ocasión. pero no pierde en nada su vigencia, sigo curando. la magia perdura.

25.10.11

Distinta

–¿Si yo fuera japonesa, me querrías?
–Sí, por qué no –dije–. Las mujeres orientales tienen una delicadeza de lo más particular, una sumisión que resulta sensual y sutil a la vez, característica.
–¿Si yo fuera negra, me querrías?
–Sí, no veo inconvenientes –dije–. Las mujeres negras tienen generosos culos, y una particular conexión tanto con el sexo como con el propio cuerpo. Un desparpajo, no sé, unas ganas de disfrutar aquello que les fue concedido por el solo hecho de estar vivas.
–¿Si yo fuera enana, me querrías?
–Sí, sería algo altamente erótico, supongo –dije–. Coger con una diminuta mujer. O entrar a la cocina y ver cocinando, preparando tu alimento, a alguien que apenas llega a la mesada. Las enanas son pura personalidad, además.
–¿Si yo tuviera algún defecto físico, me querrías?
–Sí, claro que sí. El cuerpo, creo, busca un estado de homeostasis, aunque no sé si está bien dicho. Pero al perder, pongamos una facultad, un sentido, el cuerpo desarrolla otras capacidades. Como alguien que es mudo, por poner un ejemplo, pero desarrolla una exquisita habilidad para la pintura con rodillo o para hacer asado. Lo que quiero decir es que si te falta algo, más allá del fastidio y la contrariedad, Dios te da otra cosa. O quizás no sea Dios, pero la vida tiene algo, un estado de bendición, no sé cómo llamarlo, una capacidad de correr como el agua que busca su nivel y encontrar otro sitio, otra destreza que permite sobreponerse.
–¿Me querés?
–Mirá, creo que no. Sos bastante pelotuda, y te volviste aburrida. Preferiría no tener que volver a verte.

20.10.11

Los otros

Hay dones, claro que hay dones. Cualquier salame se da cuenta, de la existencia de dones. Y quizás, mucho más, claro, un salame. Por carencia, por la contraria. El que tiene puede ignorar, puede no advertir, por desaprensión o displicencia, la posesión de ciertos dones. Pero quien carece, quien no posee, a quien le falta, sabe perfectamente lo que le falta. Adolece, podríamos decir.
Y uno cree que es así, que no hay nada más que hacer. Como la suerte. Alguien entre las nubes agita un celeste cubilete, salen los dados.
Pero no, es un poquito más complejo. Creo que se trata de un mecanismo más curioso, más sofisticado.
El que no tiene, los dones, al que le faltan, va por la vida sin poder evitar pensar por qué no le tocó a él, la suerte, los dones, la gracia. Siente que lo han dejado afuera de la fiesta de la vida, sin motivo, una pegajosa injusticia como la teta de una gorda pintada con mermelada de damasco.
Pero entonces, un poquito más tarde, descubrís que los otros, los afortunados, los que tienen los dones, advierten una soleada mañana que van a perderlos. Que los dones se van, se apagan, se acaban.
El espejo de la tristeza hace morisquetas, muestra su otra cara.

15.10.11

Te juro que no

Hace calor. Buenos Aires, con calor, pierde prácticamente toda la gracia, y de por sí ya mucha no le queda, así que imaginate. Tuve una reunión, una posible venta que al final no era tan posible ni tan venta, lo normal. Estoy en el barrio de Belgrano, es lunes, no, martes, son las tres y media de la tarde.
Veo una heladería, de las buenas. No quiero caminar hasta el subte y volver al centro. Estoy triste, más triste que de costumbre, y estoy cansado, más cansado que de costumbre. Prefiero entrar a la heladería, tomar un helado.
Poca gente, en la heladería. Gente linda, más linda que en mi barrio, la belleza es una gran cosa. Una parejita joven, dos mujeres charlando, un señor leyendo un diario italiano, un diario italiano escrito en italiano, así como la cuento. Si te fijás bien, si prestás atención, hasta corre algo de brisa. Esa calle tiene buenos árboles, el clima es relajado.
Saco un ticket, pido mi helado, me siento junto a la ventana. Quizás la realidad no sea tan hostil, quizás el mundo no sea tan malo.
Entra una mujer. Una mujer embarazada. Muy embarazada, siete meses o más. Es joven, no más de treinta años, y es muy bonita. Hay un tipo de mujeres que al embarazarse estallan, literalmente, se derraman, sus cuerpos abandonan los contornos y no volverán a ser las mismas, ni parecidas, nunca más. Pero otras mujeres no, conservan las formas, se engrosan un poco los culos, las patitas siguen ahí, crecen las tetas, y salen unas panzas, unas panzas redondas como pelotas. Pero esas mujeres saben que después de parir recuperarán sus formas, conservarán algo de sus atributos. Quizás porque ser madres no las define, o porque están hechas de otro material que les permite durar, no lo sé, la genética no suele dar explicaciones. Mi mujer se transformó en un hipopótamo, un chancho cimarrón quejosa y amarga. Pero eso ocurrió hace bastante tiempo, estoy divorciado.
La mujer usa unos jeans bastante ajustados, una musculosa negra, y un pulovercito con botones. Tiene buenísimas tetas de generosos pezones, fresco el rostro. No puedo evitar mirarla cuando entra. A poco de parir, y está bárbara. Sin maquillaje, pelito castaño recogido. Finos rasgos de una belleza que ya prácticamente no se ve, una belleza que se debe haber dejado de fabricar.
–¡Hijo de puta! ¡Mierda! –Me sorprenden un poco, los gritos. Algo pasa. Sigo con mi helado, mirando por la ventana.
–¡Acá estoy, acá me tenés! ¡Matame si querés, o reconocé al chico! –giro la cabeza. Los gritos son fuertes, han ganado en intensidad. La mujer está de pie, frente a mí, me apunta con un dedo mientras con la otra mano se sostiene la panza.
–¿Eh? –Se me cae la cucharita de la sorpresa. La cucharita con dulce de leche granizado, sobre uno de mis zapatos.
–¡Reconocé al chico, asqueroso! ¡Vos me prometiste, cuando me obligabas a coger sin forro, me decías que me quede tranquila, que ibas a estar conmigo siempre! ¡Siempre! –Cae de rodillas, la mujer, llora, el llanto la vence. Uno de los empleados de la heladería la ayuda a incorporarse. Alguien le ofrece un vaso de agua.
–Pero no, yo no –digo. Miro el recipiente de mi helado, cómo el helado se va derritiendo, transformándose en líquido, perdiendo la gracia.
–¡Qué basura sos, por Dios! –ella bebe un poco de agua, traga, le han traído una silla, pero permanece de pie–. ¡Me dejás embarazada y ahora decís que no querés saber nada! ¡Encima me amenazás! ¡Que vas a contratar a alguien para que me haga abortar de un par de trompadas en la panza! Sos lo peor, lo más bajo.
Ahora sí se sienta. Llora. Se seca las lágrimas con un antebrazo.
–Pero no, te juro que no –digo, pero estoy diciendo cualquier cosa. No conozco a la mujer, no sé qué decir. Se ha juntado algo de gente a nuestro alrededor. Me odian, saben que soy culpable. El universo entero sabe que soy culpable, del asesinato de Kennedy, de los terremotos, de las catástrofes aéreas. Están esperando un gesto, nada más, una señal, para saltarme encima y molerme a patadas.
–Flaco, mejor andate –es el cajero, el que me habla. No es que me aprecie, no hay en él una pizca de empatía hacia mi persona. Pero sabe que está a punto de desatarse la violencia, y prefiere preservar el local.
–Sí, andate –dice un pibe, jovencito, se le marcan los bíceps, tiene la fuerza, cree haber encontrado una noble causa donde canalizar algo de su desbordante energía. La causa es romperme la cara para que su novia lo quiera un poco más, para que el mundo mejore. La única manera que el mundo mejore, es que tipos como yo dejemos de estar. Usa una barbita candado, el pelo con gel, pobre.
Dejo el helado, me voy. Cuando estoy saliendo, alguien me tira algo, un servilletero que me da de pleno en la espalda. Escucho puteadas. Alguien, otro alguien, desde atrás, me escupe.
Apuro el paso. Estoy agitado, y asustado también. Decido caminar hasta Cabildo y tomar el subte.
A la cuadra y media escucho una voz.
–¡Che, che! ¡Pará! –es la voz de la mujer, otra vez. Me detengo, pero miro hacia dónde correr, es preciso escapar.
–Disculpame –le digo–. Pero estás equivocada. No te vi jamás en mi vida.
–Sí, ya sé.
–¿Eh?
–Que ya sé –prende un cigarrillo, pita, sonríe–. Lo que pasa es que en un rato me tengo que encontrar con el verdadero padre de la criatura –se toca la panza–, y me pareció que lo mejor era practicar la escena antes. Así no me olvido todo lo que tengo para decirle.
Me cuesta comprender, quizás entendí mal.
–No es con vos, quedate tranquilo –me da un beso en la mejilla, me acaricia, apenas, un hombro–. Andá, no pasa nada.

10.10.11

En la tormenta

Habíamos decidido irnos con Ana, a la costa, fuera de temporada. Así que fuimos. Yo necesitaba descansar, Ana necesitaba ser feliz, los dos necesitábamos escapar.
Cinco noches. Arrancamos diciendo ir a Cariló, pero nos pareció muy caro. Valeria, Ostende, terminamos alquilando un apart en Mar Azul. Lo vi por internet, me gustó, hice la reserva por teléfono, deposité la plata en la cuenta bancaria que me indicaron.
La verdad que era todo una cagada. Las fotos que había visto por internet eran mentira, no se veía el mar desde la habitación porque enfrente había una gigantesca duna, el desayuno era triste, café con leche tibio, pan viejo, mermelada que era casi agua coloreada, la heladera hacía ruido como si albergara en su interior un eruptivo alienígena.
Nos peleamos, en el auto, a la ida. Yo quería parar a desayunar en Minotauro, ella no, me paró la policía, yo quise darle cien pesos al oficial antes que me dijera buenos días, ella dijo que no teníamos nada que ocultar. Descubríamos que cuando uno viaja, se sigue siendo el mismo pero en otra parte, no es posible viajar y ser otro, te molestan las mismas cosas, te angustia lo mismo. Cambia el decorado y eso te distrae, con suerte, un poco.
Me despertó Ana, en mitad de la noche. Me sacudió. No podía querer coger, no podía ser eso, Ana había perdido, después de tres años de convivencia, el apetito. Era algo que había que hacer una vez por semana, como lavarse los dientes o secarse el pelo con una toalla, una mecánica tarea, un metódico incordio, no mucho más que eso.
–Eh, qué pasa –abrí los ojos, sabía que no iba a volver a dormirme
–Escuchá.
–Qué.
–Escuchá, ¿Escuchás?
Escuché.
–Si entraron ladrones y te van a violar –dije–, poneles esa carita de fastidio que me ponés a mí. Ni te van a tocar.
–No, pelotudo. Escuchá, la tormenta.
–La tormenta –dije yo–. Pintó romanticismo.
–No, Juan. Está granizando.
Era verdad. Pegaban las piedras contra el techo del apart. El viento hacía chocar una y otra vez alguna ventana mal cerrada. Era una tormenta del carajo.
–Sí –dije–. También está el hambre en Etiopía, y hay que salvar a los delfines. Yo pago las expensas, todo no puedo.
–¡El auto, boludo!
Entendí. Ahí entendí. Entre todas las cosas que no tenía el apart, más allá que todo tuviera la palabra ‘azul’ en el nombre (sala ‘azul’, desayuno ‘azul’, posibilidad de salir a hacer una cabalgata ‘azul’), no tenía estacionamiento techado. Se habían olvidado de poner, en el estacionamiento ‘azul’, un techo ‘azul’.
–¡Uh! –me puse un short y salí. Mi auto, un buen auto que había comprado hacía cinco años, poco uso. El auto que me había llevado y traído tantos domingos. Quería a ese auto.
Bajé. La tormenta no iba a terminar nunca. El auto, mi auto, desnudo, bajo la ira de un poderoso e inclemente Dios. Las piedras del granizo eran del tamaño de pelotitas de ping pong. No iba a quedar nada, de mi auto.
Ese absurdo viaje que sólo había servido para que Ana y yo descubriéramos que no nos soportábamos más, me iba a costar mi auto.
Al lado de mi auto, a unos tres metros de distancia, había otro auto. De un matrimonio mayor, que también estaba parando en el apart. El hombre luchaba bajo la lluvia, cubría el auto con frazadas y toallas, las frazadas eran afirmadas con ladrillos. El hombre iba y venía, tenía un plan, su mujer colaboraba, lo asistía, y en cada viaje de ida y vuelta al cuarto, la mujer secaba al hombre con un toallón, le daba un sorbo de una taza de café.
–Perdí el auto –le dije a Ana–. No va a quedar nada.
Me fui a dormir. Mi pobre auto, y yo sin la más mínima idea, como de costumbre, y sin voluntad. No había dónde refugiar el auto, no se me ocurría un pomo ni sabía hacer gran cosa. Era la historia de mi vida. Ni ideas propias, ni un plan común. La nada misma.
–Pero –dijo Ana.
–Tachame el auto –dije, cerré los ojos, y no hablé más.
La tormenta siguió toda la noche, los truenos recordándome mi fracaso. A la mañana llovía, pero menos. Ana estaba sentada en el comedor, viendo la televisión, un programa donde un japonés explicaba las ventajas de hacer reiki. Aunque si el reiki tenía alguna ventaja, bueno, al japonés no se le notaba nada.
–Pedí el desayuno porque tenía hambre –dijo, y me apuntó con el mentón hacia la mesa, las absurdas jarras donde podía leerse ‘café’, y ‘leche’, la panera con medialunas de un material (tal vez un polímero) no apto para el consumo humano.
Salí del cuarto en short. Me acerqué a mi auto sólo para verificar el daño, darle el pésame, decirle que yo también había sufrido mucho toda mi vida, una cariñosa palmada. El chapista me iba a arrancar el corazón.
Nada. Cero. Per-fec-to. Ni un rasguño. El auto, todavía húmedo, brillaba. Ni una marca, no podía ser, había estado escuchando los piedrazos, arrasando con todo lo que fuera ‘azul’ o de cualquier otro color, casi toda la noche.
–Qué raro –dije. Levanté la vista. A tres metros, el auto del hombre. Tenía agua hasta el volante. Se había inundado por completo. Al sujetar las frazadas trabando las puntas con las ventanillas, las frazadas habían chorreado toda la noche, hacia adentro del vehículo. El auto del tipo no servía más, no se iba a secar ni en mil años.
El tipo se agarraba la cabeza, negaba, después se agarraba el corazón y lo apretaba un poco, para verificar que siguiera funcionando. La mujer lo observaba desde el umbral del cuarto sin animarse a decir palabra.
Increíble. El hombre había hecho todo lo que había que hacer, y su auto no servía más. Yo no había hecho nada, me había ido a dormir, y ahí estaba mi auto. Impecable.
Volví al cuarto.
–Subí un minuto –le dije a Ana–. Vení que te voy a pegar una buena cogida, y después nos vamos a ir a desayunar a Cariló. Algo rico, no nos merecemos desayunar esta cagada.

5.10.11

Misíl

Si se me permite el tecnicismo, tengo un pedo. Quiero decir, gas. Desayuno fuerte, bien temprano, y es probable que no vuelva a casa hasta la nochecita. Me voy al centro, a laburar, por lo general no almuerzo. Vida de ciudad.
A la media hora, después de desayunar, sé que me podría tirar un pedo. Pero no es un pedo urgente, imperioso, incontenible. Sé que está ahí, puede esperar.
Te vas al centro, a laburar, o a hacer un trámite, en uno de esos modernos edificios que tienen treinta y siete pisos y doscientas ochenta y cuatro oficinas. Ascensores automáticos capaces de transportar hasta once personas. Entrás.
Ahí llega el momento. Desayunaste dos porciones de fugazzeta fría, un café con leche, un huevo duro, y un alfajor. O mate, un vaso de mirinda, y una empanada de carne de hace tres días. O un té, un tercio de milanesa de pollo, y dos mandarinas.
El ascensor se llena. Ejecutivos de sedosas corbatas, chicas con bombachas importadas tipeando absurdos mensajitos en sus táctiles pantallas, un señor mayor con lentes sin marco, una señora con un simpático trajecito color marfil.
Y te cagás. Lo soltás, finalmente, ese pedo generado durante el desayuno, tan tuyo, tan intenso, tan particular. Es un slip, apenas, o un prrr muy oscuro, muy ronco. Una inaudible vibración, nada más.
Contás, hasta dos, después de cagarte como un chancho cimarrón, como un indómito jabalí. Contás hasta dos y preguntás algo, cualquier cosa, con absoluta naturalidad, a la persona que tengas al lado, a quien te preste algo de atención, al público en general.
Preguntás si el estudio del Doctor Garófalo está en la oficina 633, o si el ciento treinta y dos para sobre Alem, o a cuántas cuadras estamos de la calle Paraguay.
Y mientras vos ya hiciste la pregunta, justo, llega el olor. La clave está en jugar con ese ínfimo delay, similar al que existe entre el rayo y el trueno (William Faulkner escribió alguna vez ‘el sonido y la furia’, pero, según entiendo, tampoco se refería exactamente a esto). Llega el olor entonces, repugnante, fétido, una hedionda frazada de la mierda más pura que todo lo cubre, lo inunda, un arma química y letal.
Como vos ya hiciste la pregunta, alguien te está contestando, y bueno, vos quedás excluido, relegado, vos estás prestando atención con una mezcla de imbecilidad y sencillez. Tu pregunta, tu acción, llegó antes que el olor. Eso te otorga inmunidad.
Es probable que la persona que te está contestando ya haya respirado una bocanada de aire, la gente, aunque parezca paradójico y por lo general, necesita respirar. Verás cómo experimenta una profunda perturbación, se sonroja, parpadea varias veces o tose, tiene un acceso de tos, se tira del pelo, consulta un imaginario reloj, se pasa una mano por la frente, se angustia. Porque ha llegado el olor justo cuando ella (o él) habla y entonces, por una cuestión digamos automática, el resto de los presentes asocia el pútrido olor que los invade con la voz cantante. Es un mecanismo de la mente, el olor, la náusea, golpea el cerebro al mismo tiempo que la voz de tu interlocutor y se transforman en uno. El olor y la voz. El pedo tiene dueño, es evidente, y quien está hablando, que sabe que no se tiró ningún pedo pero a la vez por un instante es preso del mismo razonamiento, se pone mal.
Justo en ese momento el ascensor se abre, en cualquier piso. Vos te bajás.