30.12.10

Para qué me preguntás

Escribo porque me hace bien la lluvia, trae recuerdos de otra lluvia, una madrugada en la playa.
Escribo porque nadie quiso bailar lento conmigo, cuando era chico, cuando importaba.
Escribo porque cuando veo a tu hijo quisiera tener un perro, y cuando veo a tu perro quisiera tener un hijo.
Escribo porque tu amor llega tarde, siempre tarde, tu amor huele a queso demasiado tiempo dejado en la góndola de un supermercado de barrio.
Escribo porque mi dolor es mejor que tu dolor, mi fracaso es mejor que tu fracaso.
Escribo porque no tengo nada para hacer hasta el próximo whisky.
Escribo porque todo podría ser peor, podría ser como vos, for example.
Escribo porque ya fue dicho antes y será dicho después, pero ahora me toca decirlo a mí, ahora lo estoy diciendo yo.
Escribo porque me sirve mirar por la ventana de un bar, no hay mejor manera de pasar el rato.
Escribo porque es algo fisiológico, como rascarse el culo o meterse el dedo en la nariz.
Escribo porque me gusta, también.

25.12.10

Mañanita

Estoy tomando café con leche. Con tostadas. Con queso, y con mermelada. Ella, sentada frente a mí, hojea un diario. Es un bar, del otro lado del vidrio empujan los autos.
–Secuestraron un avión de British Airways –dice, lee, mezcla, de indolente y por qué no anárquica manera, lo que dice, con lo que lee, las dos cosas–. Eran terroristas paquistaníes. Querían que les devolvieran Cachemira, pero querían guita, también, seguro. Amenazaron con cuchillos a las azafatas. Uno se abrió la camisa y tenía un explosivo plástico, no entiendo cómo pudo pasar los controles del aeropuerto.
Niego con la cabeza, como diciendo que si ella no entiende, lo mejor, lo que corresponde, es que yo tampoco entienda. Muerdo una tostada. La tostada se parte y por un momento parece a punto de caer, pero logro emprolijar la situación, evitar la caída, masticando todo lo que tengo en la mano de un saque. Me chupo una falange manchada de mermelada. El terrorismo se ha vuelto una orgía de todos contra todos. Me hace acordar a una vieja película de W. Allen, donde dos bandas intentaban asaltar un banco al mismo tiempo. Terminaban haciendo que voten, los asaltados, para decidir por quiénes querían ser asaltados. Punto para Allen.
–Hubo un terremoto, en Tailandia, en Nam Sen Pang –dice–. Hay un centro turístico ahí, donde los alemanes van a coger con chicos. En realidad fue un maremoto. Se devoró los tres hoteles del complejo como si estuvieran hechos de hojaldre. Murieron hasta ahora trescientas setenta y cinco personas, entre turistas y nativos. Se generó una ola de cuarenta y siete metros que se tragó todo. Eso es Dios, sabés. Eso es Dios que se enoja y dice ‘déjense de joder con los chicos’. Es Dios que avisa que puede terminar con el mundo si se le da la gana.
–Premios y castigos. El viejo tema de premios y castigos –digo, doy otro sorbo al café con leche. Por la calle pasa un Schnauzer miniatura, sin correa. Pasa y mira por un segundo para adentro del bar. Mira, pero no ladra. Buen perro.
–Hoy cortan la Nueve de Julio –da vuelta una página, levanta el diario, como si quisiera concentrarse en una foto–. Cortan el Congreso, también. Hay una marcha contra la inseguridad, y una marcha por los derechos del niño, y un reclamo por los derechos originales del aborigen patagónico, y una marcha por los que perdieron sus departamentos por culpa de las escribanías, y una marcha contra el dengue, también. La ciudad va a ser un caos.
–Creo que la gente marcharía aunque les dieran exactamente lo que piden –digo–. Hemos descubierto, finalmente, nuestro destino como nación. Somos y seremos, por los siglos de los siglos, un país en marcha. Dicen que caminar hace bien al corazón, también.
Hace un desaprobatorio chistido. No le ha gustado mi comentario. Ella lleva, creo, unos buenos diez años en la facultad de ciencias sociales. Le gusta decir palabras como ‘coyuntura’, o ‘compromiso’. También le gustan las palabras ‘patología’ y ‘emblemático’. El idioma tiene muchísimas palabras, uno puede utilizar las que más le gusten.
–No te interesa mucho lo que te estoy diciendo –ha cerrado el diario, apoya ambas palmas sobre la mesa. Está un poco inclinada hacia delante–. ¿No te preocupa lo que pasa en el mundo?
–Mirá –digo. Lo último del café con leche es la parte más rica, porque el azúcar se deposita en el fondo. Prácticamente meto la nariz en la taza, como si fuera un oso hormiguero–. Será que estar acá, desayunando con vos, cubre en exceso mi cuota de tragedias. No creo que haya ninguna noticia capaz de empeorar este momento.

20.12.10

Desesperaciones

La cosa es, más o menos, así. Hay desesperaciones fijas, y desesperaciones móviles. Listo. Ya está. Ya te dije todo lo que tenía para decir. Ah, te veo la carita, querés un poco más. Algo de detalle, alguna pista. Bueno, ahí voy.
Trabajar de conductor de taxi es una desesperación móvil, trabajar en una oficina es una desesperación fija.
Correr una maratón es una desesperación móvil, fornicar es una desesperación fija. Para que veas que la cosa no es tan simple, no es tan superficial, la intrínseca naturaleza del fenómeno es más sutil.
Comer es una desesperación móvil, fumar es una desesperación fija.
Acá viene el truco, la chispa, el galerazo para que puedas –aunque te parece que ya no podés– seguir adelante con tu estúpida vida.
Si estás atormentado por una desesperación móvil, la solución viene del lado de lo fijo. Si estás atrapado por una desesperación fija, el alivio vendrá por el lado de lo móvil. Y esto, que puede parecer trivial, no lo es. Por que si tu desesperación es móvil, lo normal es que busques alternativas móviles, y si tu desesperación es fija, lo único que se te ocurrirá serán paliativos fijos. Te sale hacer lo que sabés hacer, es muy humano, más de lo mismo.
En cualquier caso, no importa lo que te pase, tenés que saber que el subte viene lleno. Pero eso ya te lo había dicho.

15.12.10

Capacidades diferentes

En la pileta, la pileta del club, la pileta del club de barrio, me tiro al agua. Sucede algo extraño, difícil de comprender, al principio. Veo, descubro, que puedo permanecer debajo del agua. Por el tiempo que quiera. Respiro. Primero me asusto, porque pienso que no necesito respirar y entonces quizás estoy muerto, pero no, nada de eso. Puedo respirar, abajo del agua, y respiro. No sé cómo es, cómo funciona, en qué consiste el mecanismo. Como esos taxis que andan a nafta o a gas, con tan solo tocar una tecla, un interruptor.
En la terraza, voy a buscar unas sábanas que dejé colgadas para que se sequen. Miro hacia arriba para sacar los broches, supongo que por un instante me encandila el sol, tropiezo, hago un mal movimiento, y estoy en el aire. Me caí, para un costado, fuera de la terraza, por encima de la baranda. Pero no me caí, ni llegué a gritar, apenas un gritito, como un hipo, y estoy en el aire. Me asusto mucho, porque miro hacia abajo, pero luego, cuando veo que no me caigo, que no me estoy cayendo, me incorporo, paso de la posición de acostado, como si jugara a moverme en cámara lenta, paso de la posición de acostado, decía, a parado. Estoy de pie, sin nada debajo, en el aire. Quedo así, me muevo muy despacio, camino en el aire, un ratito. Después paso un pie por encima de la baranda, vuelvo a entrar, por decirlo de algún modo, a la terraza, y termino de juntar mi ropa.
En el supermercado, domingo, cuatro y algo de la tarde, pocos productos, una pasada. Mortadela Paladini, la bochita, bolsas de residuos, ravioles de muzzarella y espinaca que no tienen ninguna de las dos cosas, o sea ravioles que están rellenos de nada, ravioles que son un oxímoron, queso rallado, una botella de jugo de pomelo natural, pan, una botella de fernet, maníes Pehuamar (con la pielcita roja, que te vigoriza el perico), un pote de queso untable. Voy, con mi canasto, a la caja rápida. Hay una persona, una mujer, delante de mí, pagando y embolsando sus cosas, superponiendo ambas tareas con idéntico grado de dificultad. Se me pone otra persona, dos personas, una joven parejita con sus compras, detrás. Murmuran algo. Siento que en cualquier momento voy a ponerme a llorar o a gritar, siento que voy a desmayarme. Debería ser capaz de resistir, de aguantar en esa situación dos minutos, tres. Es imposible, es impensable.

10.12.10

Las historias que me gustan a mí

Era un pueblito, de Buenos Aires, un pueblito a más de cien kilómetros de Buenos Aires, no importa el nombre.
La nena iba al colegio, a tercer grado, todas las mañanas. La nena se llamaba Laura, Laura Francini. Los padres de Laura estaban separados, desde siempre, eso tampoco importa. Pero el padre de la nena la había pasado a visitar un domingo, y la había llevado a tomar un submarino. Y el único lugar al que al padre se le había ocurrido llevar a la nena fue a un bar donde él, el padre, se juntaba algunas noches, con los amigos. El bar tenía cuatro mesas de billar, y una cortina de plástico que daba al fondo donde había dos cuartos. Porque en el bar, de noche, había tres o cuatro mujeres, putas algo mayores, que se ganaban unos pesos atendiendo a los vecinos del lugar.
Y la nena, esa mañana de domingo, mientras tomaba un submarino bajo la aburrida mirada de su papá, sentada sobre una de esas sillas plegables que nunca están del todo firmes, quedó fascinada.
Había una araña, en el bar. Una gigantesca lámpara que colgaba del techo, sobre el espacio exacto, la intersección de las cuatro mesas de billar.
Y la nena empezó a ir, una pasada, todos los días, al bar. Camino del colegio. Iba sola, al colegio, Laura, porque su mamá tenía que trabajar y porque el colegio estaba a siete cuadras de su casa y porque era un pueblo y nada malo podía pasar.
Se desviaba, Laura, dos cuadras, a las ocho menos veinte de la mañana. Y entraba al bar. Para mirar la araña, la lámpara, con sus brazos de infinito pulpo y sus goterones de cristal que parecían a punto de caer, de caer y estallar, esos goterones que a veces eran amarillos y a veces se volvían de un tinte naranja y a veces de un sutil violeta, de acuerdo al sol y sus caprichos. Los días de lluvia se ponía todavía mejor.
–Qué pasa, nena –preguntaba Héctor, que era el dueño del bar, y el único que estaba presente a esa hora, ojeando un suplemento deportivo o fumando el quinto cigarrillo de la mañana.
–Nada, don Héctor –decía Laura, y señalaba con un dedo, a lo alto–. Vine a ver la lámpara.
Héctor miraba a la nena, y la nena mantenía la mirada en alto, un minuto nomás, con la boca apenas entreabierta, casi en puntas de pie. Después la nena daba media vuelta y se iba sin decir más nada, las dos colitas de su peinado como saltarinas ardillas, su delantal blanco limpísimo perdiéndose en la somnolienta mañana.
Y así, todos los días, durante dos o tres años. Porque la mamá de Laura se juntó con un tipo, un corredor de artículos de limpieza, y se vino para capital. El papá de Laura se había ido a vivir al Paraguay, después a Brasil, mandó un par de cartas para la nena, para su cumpleaños, después no se supo más nada.
Laura Francini tiene, ahora, cincuenta y tres años. Vive en San Cristóbal, es docente y traductora de inglés. Divorciada, sin hijos, le gusta el cine y los caramelos de eucalipto. Tiene una perseverante artritis que le crispa los dedos de la mano derecha, sobre todo los días de humedad. Tiene un perro, atorrante, bigotudo, que se llama Felipe.
Tocan el timbre, es domingo a la mañana. Le dicen que vienen a verla, le dicen que vienen del pueblo, del pueblo donde Laura pasó su niñez, del pueblo que preferiría no tener que nombrar.
Laura baja, con cierto resquemor, cambió todo, nadie conoce más a nadie, ahora hay mucha inseguridad. Hay una camioneta, una algo embarrada pick up. Y dos hombres, se nota que son hermanos. Felipe asoma la cabeza por detrás de sus piernas, ladra un poco.
–¿Usted es Laura Francini? –Habla el más grande de los dos, es bastante calvo, tiene una barba casi rojiza, camisa a cuadros por fuera del gastado jean, algo en su cara, a Laura, le resulta familiar.
–Sí –dice Laura, y sale a la vereda.
–Soy el hijo de Héctor, Héctor del bar –hace un gesto, señala apenas con el mentón, y el más joven, que fuma sin haber dicho palabra, quita la lona. Ahí, en la caja de la camioneta, sobre frazadas, está la lámpara, la araña, con los metálicos brazos algo oxidados, el vidrio que parece haberse despertado y se ha puesto a tintinear–. Mi padre falleció hace algunos años. Me dejó encargado que si alguna vez vendíamos el bar, la lámpara debíamos dársela a usted. Nunca me explicó por qué, era su voluntad.

5.12.10

Lo malo y

¿Qué es peor, morir ahogado o morir quemado?
¿Qué es peor, veintisiete años de un absurdo matrimonio, o estar más solo que Wanchankein?
¿Qué es peor, la filosa dentadura de la ambición como único norte, o la indolencia de saber que no va a poder ser, que no hay manera?
¿Qué es peor, el dolor físico aguijoneándote como un aplicado insecto, o perder la razón?
¿Qué es peor, no haberla tenido nunca o extrañarla?
¿Qué es peor, la desgarradora mochila de saber, o la bobalicona sonrisa de ni siquiera haberlo pensado?
¿Qué es peor, ser como vos o como yo?