Era un pueblito, de Buenos Aires, un pueblito a más de cien kilómetros de Buenos Aires, no importa el nombre.
La nena iba al colegio, a tercer grado, todas las mañanas. La nena se llamaba Laura, Laura Francini. Los padres de Laura estaban separados, desde siempre, eso tampoco importa. Pero el padre de la nena la había pasado a visitar un domingo, y la había llevado a tomar un submarino. Y el único lugar al que al padre se le había ocurrido llevar a la nena fue a un bar donde él, el padre, se juntaba algunas noches, con los amigos. El bar tenía cuatro mesas de billar, y una cortina de plástico que daba al fondo donde había dos cuartos. Porque en el bar, de noche, había tres o cuatro mujeres, putas algo mayores, que se ganaban unos pesos atendiendo a los vecinos del lugar.
Y la nena, esa mañana de domingo, mientras tomaba un submarino bajo la aburrida mirada de su papá, sentada sobre una de esas sillas plegables que nunca están del todo firmes, quedó fascinada.
Había una araña, en el bar. Una gigantesca lámpara que colgaba del techo, sobre el espacio exacto, la intersección de las cuatro mesas de billar.
Y la nena empezó a ir, una pasada, todos los días, al bar. Camino del colegio. Iba sola, al colegio, Laura, porque su mamá tenía que trabajar y porque el colegio estaba a siete cuadras de su casa y porque era un pueblo y nada malo podía pasar.
Se desviaba, Laura, dos cuadras, a las ocho menos veinte de la mañana. Y entraba al bar. Para mirar la araña, la lámpara, con sus brazos de infinito pulpo y sus goterones de cristal que parecían a punto de caer, de caer y estallar, esos goterones que a veces eran amarillos y a veces se volvían de un tinte naranja y a veces de un sutil violeta, de acuerdo al sol y sus caprichos. Los días de lluvia se ponía todavía mejor.
–Qué pasa, nena –preguntaba Héctor, que era el dueño del bar, y el único que estaba presente a esa hora, ojeando un suplemento deportivo o fumando el quinto cigarrillo de la mañana.
–Nada, don Héctor –decía Laura, y señalaba con un dedo, a lo alto–. Vine a ver la lámpara.
Héctor miraba a la nena, y la nena mantenía la mirada en alto, un minuto nomás, con la boca apenas entreabierta, casi en puntas de pie. Después la nena daba media vuelta y se iba sin decir más nada, las dos colitas de su peinado como saltarinas ardillas, su delantal blanco limpísimo perdiéndose en la somnolienta mañana.
Y así, todos los días, durante dos o tres años. Porque la mamá de Laura se juntó con un tipo, un corredor de artículos de limpieza, y se vino para capital. El papá de Laura se había ido a vivir al Paraguay, después a Brasil, mandó un par de cartas para la nena, para su cumpleaños, después no se supo más nada.
Laura Francini tiene, ahora, cincuenta y tres años. Vive en San Cristóbal, es docente y traductora de inglés. Divorciada, sin hijos, le gusta el cine y los caramelos de eucalipto. Tiene una perseverante artritis que le crispa los dedos de la mano derecha, sobre todo los días de humedad. Tiene un perro, atorrante, bigotudo, que se llama Felipe.
Tocan el timbre, es domingo a la mañana. Le dicen que vienen a verla, le dicen que vienen del pueblo, del pueblo donde Laura pasó su niñez, del pueblo que preferiría no tener que nombrar.
Laura baja, con cierto resquemor, cambió todo, nadie conoce más a nadie, ahora hay mucha inseguridad. Hay una camioneta, una algo embarrada pick up. Y dos hombres, se nota que son hermanos. Felipe asoma la cabeza por detrás de sus piernas, ladra un poco.
–¿Usted es Laura Francini? –Habla el más grande de los dos, es bastante calvo, tiene una barba casi rojiza, camisa a cuadros por fuera del gastado jean, algo en su cara, a Laura, le resulta familiar.
–Sí –dice Laura, y sale a la vereda.
–Soy el hijo de Héctor, Héctor del bar –hace un gesto, señala apenas con el mentón, y el más joven, que fuma sin haber dicho palabra, quita la lona. Ahí, en la caja de la camioneta, sobre frazadas, está la lámpara, la araña, con los metálicos brazos algo oxidados, el vidrio que parece haberse despertado y se ha puesto a tintinear–. Mi padre falleció hace algunos años. Me dejó encargado que si alguna vez vendíamos el bar, la lámpara debíamos dársela a usted. Nunca me explicó por qué, era su voluntad.