30.4.13

Empanada de choclo


         Gisela le contó a su psicólogo cómo había resuelto, finalmente, el problema que la atormentaba desde hacía tanto tiempo. Su maldita anorgasmia.
         Era bonita, Gisela, aunque ya había pasado los treinta y tres años, y como cualquiera sabe, después de los treinta y tres años todo se vuelve un cachitín más cuesta arriba. La vida.
         Tenía ese problema, no acababa.  No podía experimentar placer sexual con un hombre encima, o detrás de ella. No, tampoco ella arriba. Y ella quería coger, sabía que coger era una actividad de lo más importante, un motor de la existencia. Y la querían coger, a ella, muchos hombres, había estado casada, inclusive. Pero sencillamente coger no le producía satisfacción. Así como el insomne se fastidia al descubrir que ya es de noche, que está acostado pero no se ha dormido, Gisela veía la escena, la escena sexual en la cual ella participaba, en la cual ella era protagonista, pero se observaba como si todo transcurriera en tercera persona. Hacía esto o aquello, le hacían con cuidado o con rudeza, tal o cual posición, la chupaban o le metían los dedos también, pero nada. No acababa, se frustraba, algo fallaba, un mecanismo, como el piloto de un calefón que no encendía.
         Y no, no le gustaban las mujeres, la cosa no iba por ahí. Había estado una vez con una chica, y después de los besos y el manoseo, había sentido deseos de vomitar, repulsa. No le interesaban las chicas, en lo más mínimo.
         Su psicólogo la ayudaba. Buscaba con instrumental meticulosidad en cada recóndito pliegue de la niñez de Gisela. La dejaba hablar sobre experiencias que ella había tenido durante la adolescencia, aquel novio con el pito excesivamente peludo y con las plantas de los pies siempre tan sucias, o su marido que se solía rascar el culo y después se olía los dedos. Le preguntaba cuál había sido la primera vez que recordaba haber sentido la pulsión del deseo, si había visto desnudo a su padre haciendo pis cuando ella era todavía una nena, si la había manoseado alguna vez un tío o si había visto hipopótamos fornicando en el zoológico, esas cosas.
         Gisela le contó al psicólogo, entusiasmada, lo que había sucedido.
         Había cortado una punta, una punta de una empanada. De una empanada de choclo. Con un cuchillo. Para jorobar, para ver el relleno. Estaba en su casa, Gisela, viendo televisión, en bombacha y remera. Había pedido empanadas para la cena, y habían sobrado. Sabía que si las dejaba en la heladera, al día siguiente estarían horribles.
         Se había metido, como jugando, la empanada, la punta de la empanada, la punta cortada de esa empanada, la punta cortada de esa empanada de choclo. En la vagina.
         Estaba sentada en el sillón del living, Gisela, con las piernas abiertas. Y se mandó la empanada.
         Después de un ir y venir, de un básico, esencial vaivén, pasado un breve lapso de tiempo, apretó. Apretó la empanada todavía tibia. Con una mano, bien fuerte.
         La empanada de choclo explotó en su interior, y Gisela acabó. Tuvo un regio orgasmo, al rato se quedó dormida.
         Empezó a usar ese método, Gisela, y funcionaba. Siempre, un relojito. Pedía empanadas de distintos lugares, para la cena, y siempre dos de choclo (una de repuesto, por las dudas). Había probado con otros sabores, con empanadas de carne o de jamón y queso, pero no. Mucho menos de verdura. Tenía que ser una empanada de choclo, eventualmente de humita.
         Gisela tenía un regio orgasmo, todos los viernes. Ponía algo de música, tomaba un vaso de vino blanco. Y usaba su empanada de choclo. Conocía las empanadas de choclo de toda la ciudad, si eran al horno o fritas, si venían bien cargadas de  granitos enteros de choclo en su interior o con más salsa blanca, si el choclo era de lata o natural, si tenían pimienta negra, si eran dulces, podía adivinar, con solo acariciar el repulgue, dónde había sido comprada la empanada dentro de la capital federal y algunas zonas del gran Buenos Aires. Tenía sus orgasmos, su vida funcionaba como de costumbre. Hacía planes, cambiaba el autito, se compraba ropa. Seguía.
         Al poco tiempo su psicólogo dejó la profesión. Se fue a vivir a la costa y puso un pequeño almacén. La gente que lo conocía le mandaba mails, algún amigo lo pasaba a visitar y le preguntaba qué le había sucedido. Era un profesional respetado, solían consultarlo del exterior, publicaba papers, daba clases en la facultad. Por qué de pronto se había cansado y había tirado una exitosa carrera por la ventana, era algo que nadie lograba entender.

24.4.13

Hombre al volante


         El hombre había empezado manejando un remise, pero luego, al poco tiempo, le ofrecieron manejar una pequeña combi. Estaba jubilado, el hombre, pero  necesitaba trabajar, necesitaba el dinero. Y además, necesitaba tener algo para hacer. Había visto lo que le pasaba a sus amigos cuando dejaban de trabajar, después de haber despotricado durante tantos años contra sus respectivos trabajos. Al poco tiempo, la bovina mirada como si la vida se hubiera transformado en un televisor en blanco y negro con el volumen bajito, el labio inferior algo entreabierto. Las conversaciones sobre enfermedades, sobre glaucoma o reuma, los planes de ir a pescar un fin de semana largo a San Pedro o a Chascomús.
         Al poco tiempo, un año como máximo, no servían más. Perdían el apetito, no querían coger, ni tampoco tenían nada para decir, se marchitaban como un ficus. Eso no iba a sucederle a él.
         Un amigo que trabajaba en una escuela primaria le ofreció lo de la combi escolar. Estaban buscando, en el colegio, un chofer. Se presentó, tenía referencias laborales, era viudo, su amigo habló bien de él.
         La paga era poca, un trabajo de seis horas, pasar a buscar a los chicos por las casas, y llevarlos al colegio, a la mañana, bien temprano. Luego esperar unas horas, aprovechar para hacer trámites o hacer tiempo en algún bar, y retirarlos del colegio al mediodía, llevar a cada chico a su casa. Dejaba al último chico, y a eso de las dos de la tarde se iba a almorzar a un bodegón, se comía su buen bife con papas o ensalada, se tomaba un tinto de medio, y se iba a dormir la siesta. El resto del día era para él.
         Tenía que mantener cuidada la combi. Iba a un taller mecánico por Villa del Parque, gente amiga. Le cobraban poco, tomaban mate mientras le revisaban el motor o los amortiguadores, lo trataban bien.
         Una mañana, era viernes, juntó a todos los chicos como de costumbre. Dieciséis chicos de menos de diez años. En lugar de agarrar Constituyentes derecho, pegó una vuelta, dobló en el Boulevard,  cruzó Triunvirato, dobló otra vez. No eran ni las ocho de la mañana, aceleró. Aceleró un poco más, y antes de escuchar los primeros gritos de los chicos, subió a la vereda y puso la combi, quizás a unos buenos ochenta kilómetros por hora, contra una pared.
         El hombre pensó que moriría con el impacto, pero no. Aunque no se había puesto el cinturón de seguridad, sólo se fracturó la pierna izquierda en cuatro pedazos, una costilla, y tuvo un feo golpe en la cabeza. Conmoción cerebral, pero a los tres días ya se sentaba en la cama del hospital, para comer.
         Una tragedia, salió en los diarios. Murieron seis chicos, había una nena en coma, y el resto con fracturas o golpes. Cuando lo vino a ver la policía al hospital, querían saber si la combi había tenido algún mecánico desperfecto. Se hablaba también que alguien había intentado subir al vehículo para secuestrar a los chicos. Quizás el hombre había tenido un ataque de epilepsia o un infarto, una verdadera desgracia.
         Pero el hombre declaró que nada de eso había sucedido. Simplemente, había acelerado todo lo que pudo, y había puesto la combi contra aquel paredón. Su intención había sido matarlos a todos, que murieran todos los chicos. Los escuchaba hablar cada mañana mientras conducía y se daba cuenta que los chicos eran malos, los chicos eran pura maldad y cuando fueran grandes serían todavía peor. Tan sencillo como eso.

18.4.13

La importancia de tener algún conocimiento científico


         –Fijate vos que con un único fotón que choque con un semiconductor se libera un electrón, y de este modo nace la electricidad, así de sencillo –dije.
         Ella hizo una pausa, una inspiración seguida de una exhalación que superó a la inspiración, tanto en longitud de tiempo como en intensidad.
         –No entiendo –dijo.
         –Que me la chupes con un poco más de entusiasmo, pichona, si no no se me va a terminar de parar nunca.

12.4.13

Una secreta armonía


         Los domingos a la mañana no me gusta que me molesten. Quiero decir, en verdad, no me gusta que me molesten ningún día de la semana, pero durante la semana hay que ir a trabajar. Y bueno, te movés en la ciudad, y una de las distintivas características de la ciudad, no digo la única, es que en todas partes hay gente. No sé si soy claro, no sé si me entendés.
         Entonces, los domingos me levanto bien temprano, antes de las ocho de la mañana, ponele. Saco el auto, y aprovecho que no hay nadie, o casi nadie, en ninguna parte.
         Elijo un lugar. A veces es un lugar donde me gustaría desayunar, a veces es un lugar donde me gustaría sentarme a mirar por la ventana, a veces es un lugar donde me gustaría leer un poco, o escribir. Aunque ya prácticamente me dejó de interesar, quiero decir, leer o escribir. Pero desayunar todavía me interesa.
         Y camino un poco, también. Quince o veinte minutos, estiro las piernas. Hace bien, caminar, con eso es suficiente para verificar la propia existencia. Si podés caminar estás vivo, acordate. Una vez una amiga me explicó el criterio de las tres ‘c’. Si cogés, comés, y caminás, estás vivo, eso me dijo, por ese entonces yo andaba con una galopante depresión, una tristeza que me masticaba el alma como un hurón en camiseta. ¿Con dos de tres se aprueba?, recuerdo que le pregunté.
         Camino, entonces, un rato, doy una vuelta, y después desayuno. No, no me interesa tirarme en una reposera en República Dominicana a tomar adulterados martinis, y no, me parecen particularmente pelotudos quienes lustran con énfasis los cromados de sus autos antiguos. Disculpame, no me sale, no soy así.  
         Camino, entonces. Camino y veo la fauna, las distintas tribus. Están los que corren, los que van a correr para siempre, con esa expresión tan triste en los rostros, la voluntad derramada y la decepción dándose la mano, pobrecitos. Están los ciclistas, muy equipados, con sus casquitos tan absurdos donde supongo, de ser necesario, uno puede sentarse a defecar al costado de las rutas argentinas. Están los que practican gimnasia, se cuelgan de una barra y levantan el propio cuerpo con los brazos, chicas en cuatro patas que patean hacia el cielo, hacia atrás y hacia arriba, intentando mantener las nalgas fortalecidas. Paso y observo, me imagino lo lindo que sería meter un poco el hocico ahí, olfatearles a esas chicas sus transpirados culos.
         Están los que practican artes marciales, son menos, muchos menos, pichones de wanchankeins danzando con palos o con sus espadas samurai en precisas coreografías, permanecen al acecho, en posiciones que semejan el comportamiento del tigre o de la grulla. Están los que hacen tai chi, moviéndose apenas como si estuvieran en cámara lenta, inmutables, tan perfectos. Están los que hacen yoga, con el secreto anhelo, supongo, de lograr algún día la necesaria flexibilidad para chuparse la poronga, la propia, y no necesitar hablar nunca más con nadie, están los que respiran, los que se han dado cuenta que respirar puede ser una experiencia significativa. Respirar está bien, con respirar y tener algo de queso rallado en la heladera supongo que alcanza.
         Sigo mi camino, me falta poco para terminar la vuelta e ir por un suculento desayuno. Veo a un hombre abrazado a un árbol. El hombre está de pie y abraza, sí, con ambos brazos, el tronco de un árbol, no demasiado grueso. Tiene la cabeza (el hombre, no el árbol), una mejilla para ser más exacto, apoyada contra el rugoso tronco del árbol, como si lo hubiera sacado a bailar, al árbol, no sé, un lento, como si estuviera escuchando algo, algo que le dice el árbol al oído, algo romántico tal vez, un vegetal susurro. Está descalzo, con los ojos cerrados, en la comunión más perfecta con la naturaleza que yo jamás haya visto. Una secreta armonía.
         Es una bellísima imagen. Siento deseos de preguntarle cuál es la actividad que realiza, pero no quiero interrumpirlo. Permanezco a una respetuosa distancia, esperando que termine su energética práctica.
         Me deslizo con dos o tres pasos laterales, en silencio. Entonces, veo que abre los ojos, me observa.
         –Disculpe –digo, sonrío–. No quisiera molestarlo, pero desearía saber cuál es la disciplina que practica. ¿Es un ejercicio zen? ¿Es meditación? ¿Wu wei? ¿Es la búsqueda del Dharma? ¿Es usted taoísta?
         –No –dice el hombre, veo lágrimas de beatitud, se percibe su conexión con lo supremo–. Hace un rato pasó una bandita y me afanó todo, hasta las zapatillas. Desatame, flaco, casi me cogen los hijos de puta.

6.4.13

Serías capaz

         Me invitan a un cumpleaños. Al parecer, todavía la gente cumple años. Yo tenía entendido que se había dejado de usar, eso de cumplir años, como los pantalones pata de elefante. En fin, si te querés coger una lechuza embalsamada, cogete una lechuza embalsamada, si querés cumplir años, cumplí años. Yo hace tiempo que no siento nada, quiero decir, si veo a un perro rengueando en la calle lo ayudo, lo acaricio, lo llevo a una veterinaria o le compro comida, pero si veo a una persona tirada no me conmueve en lo más mínimo, es como si me mostraras una baldosa rota. Así vivo, en eso me transformé, es la única manera de seguir, de no volverse absolutamente loco. Soy una palta sin carozo, no sé, disculpame.
         Voy al cumpleaños, es un amigo. Paso a saludar. Debe haber, como mucho, veinte personas, quizás menos, la mayoría parejas. Alguna divorciada que busca dónde aterrizar antes que se le vuele el fuselaje a la mierda, alguien que la mantenga antes de no poder volver a ponerse jamás una bikini, de tener que bajar a la playa con poncho, hay también un muchacho bastante amanerado que cuenta que es vegano, que no come ni carne ni leche, ni  queso ni huevo, ni nada. Toma té, sostiene la taza, pobrecito, con las dos manos, y parpadea mucho, como si estuviera esperando una lluvia, una tormenta eléctrica de porongas que le permitan volver a sonreír.
         El asunto es que a mi amigo, por su cumpleaños, le han comprado un televisor. La mujer, y su pequeño hijo, le han dicho que cerrara los ojos, y cuando entró al comedor, al volver de su trabajo, ahí estaba. Un gigantesco televisor colgado en la pared, 99 pulgadas.
         Olvidé decir que mi amigo es fanático de los deportes, le encanta ver partidos de fútbol, de básquet, de tenis también. Le encanta echarse en su sillón y ver la televisión. El regalo lo ha conmovido, es exactamente lo que quería. Está feliz.
         Enciende el televisor, mientras abraza a su esposa, le da un beso en el pelo. Quiere mostrarnos la magia del regalo.
         Enciende el televisor, entonces. En cualquier canal. Justo están dando una película donde Robert Redford es un millonario y le compra la esposa a un tipo, por una noche, por un millón de dólares. Todo el mundo ha visto esa película, pero básicamente en eso consiste, esa es la trama.
         De inmediato, comienza una discusión, un debate. Estamos la mayoría de pie, algunos sentados en los sillones, tomando un vino bastante ordinario, también hay platitos con comida. Fiambre, queso, frutos secos, cosas para picar.
         Se debate entonces, sobre qué serías capaz de hacer, por un millón de dólares. El remanido tema de cuál es el precio para torcer tu voluntad. Un tipo (no, no el vegano, otro, con una dramática barbita candado) dice, muy serio, que se dejaría coger, una chica que creo que es psicóloga dice que ahogaría a su pequeño perro en la bañera, otro amigo mío dice que se dejaría cortar el meñique de una mano, como ha visto que se hace en la mafia japonesa, y alguien le dice que no es lo mismo, si se lo dejaría cortar, que si se lo cortaría él, otra piba dice que le chuparía los dedos de los pies a un enano, o los huevos, a un chimpancé, en el zoológico, delante de los niños de los colegios que estén de visita, otro dice que iría caminando en cuatro patas, con el culo al aire, por la ruta, de acá a Pinamar, y así.
         La conversación continúa, cuál es el límite, hasta dónde serías capaz de llegar.
         Pero yo creo que no importa, que en verdad nada dice de vos, no te define, el saber qué harías por un millón de dólares.
         Lo tremendo es saber lo que hacés, lo que venís haciendo más o menos todos los días, porque sí, por unos pocos pesos, para mantenerte vivo. Porque no se te ocurre más nada.