Gisela
le contó a su psicólogo cómo había resuelto, finalmente, el problema que la
atormentaba desde hacía tanto tiempo. Su maldita anorgasmia.
Era
bonita, Gisela, aunque ya había pasado los treinta y tres años, y como
cualquiera sabe, después de los treinta y tres años todo se vuelve un cachitín
más cuesta arriba. La vida.
Tenía
ese problema, no acababa. No podía
experimentar placer sexual con un hombre encima, o detrás de ella. No, tampoco ella
arriba. Y ella quería coger, sabía que coger era una actividad de lo más
importante, un motor de la existencia. Y la querían coger, a ella, muchos
hombres, había estado casada, inclusive. Pero sencillamente coger no le
producía satisfacción. Así como el insomne se fastidia al descubrir que ya es
de noche, que está acostado pero no se ha dormido, Gisela veía la escena, la
escena sexual en la cual ella participaba, en la cual ella era protagonista,
pero se observaba como si todo transcurriera en tercera persona. Hacía esto o
aquello, le hacían con cuidado o con rudeza, tal o cual posición, la chupaban o
le metían los dedos también, pero nada. No acababa, se frustraba, algo fallaba,
un mecanismo, como el piloto de un calefón que no encendía.
Y
no, no le gustaban las mujeres, la cosa no iba por ahí. Había estado una vez
con una chica, y después de los besos y el manoseo, había sentido deseos de
vomitar, repulsa. No le interesaban las chicas, en lo más mínimo.
Su
psicólogo la ayudaba. Buscaba con instrumental meticulosidad en cada recóndito
pliegue de la niñez de Gisela. La dejaba hablar sobre experiencias que ella
había tenido durante la adolescencia, aquel novio con el pito excesivamente
peludo y con las plantas de los pies siempre tan sucias, o su marido que se solía
rascar el culo y después se olía los dedos. Le preguntaba cuál había sido la
primera vez que recordaba haber sentido la pulsión del deseo, si había visto
desnudo a su padre haciendo pis cuando ella era todavía una nena, si la había
manoseado alguna vez un tío o si había visto hipopótamos fornicando en el
zoológico, esas cosas.
Gisela
le contó al psicólogo, entusiasmada, lo que había sucedido.
Había
cortado una punta, una punta de una empanada. De una empanada de choclo. Con un
cuchillo. Para jorobar, para ver el relleno. Estaba en su casa, Gisela, viendo
televisión, en bombacha y remera. Había pedido empanadas para la cena, y habían
sobrado. Sabía que si las dejaba en la heladera, al día siguiente estarían
horribles.
Se
había metido, como jugando, la empanada, la punta de la empanada, la punta
cortada de esa empanada, la punta cortada de esa empanada de choclo. En la
vagina.
Estaba
sentada en el sillón del living, Gisela, con las piernas abiertas. Y se mandó
la empanada.
Después
de un ir y venir, de un básico, esencial vaivén, pasado un breve lapso de
tiempo, apretó. Apretó la empanada todavía tibia. Con una mano, bien fuerte.
La
empanada de choclo explotó en su interior, y Gisela acabó. Tuvo un regio
orgasmo, al rato se quedó dormida.
Empezó
a usar ese método, Gisela, y funcionaba. Siempre, un relojito. Pedía empanadas
de distintos lugares, para la cena, y siempre dos de choclo (una de repuesto, por las dudas). Había probado con
otros sabores, con empanadas de carne o de jamón y queso, pero no. Mucho menos
de verdura. Tenía que ser una empanada de choclo, eventualmente de humita.
Gisela
tenía un regio orgasmo, todos los viernes. Ponía algo de música, tomaba un vaso
de vino blanco. Y usaba su empanada de choclo. Conocía las empanadas de choclo
de toda la ciudad, si eran al horno o fritas, si venían bien
cargadas de granitos enteros de choclo
en su interior o con más salsa blanca, si el choclo era de lata o natural, si
tenían pimienta negra, si eran dulces, podía adivinar, con solo acariciar el
repulgue, dónde había sido comprada la empanada dentro de la capital federal y
algunas zonas del gran Buenos Aires. Tenía sus orgasmos, su vida funcionaba
como de costumbre. Hacía planes, cambiaba el autito, se compraba ropa. Seguía.
Al
poco tiempo su psicólogo dejó la profesión. Se fue a vivir a la costa y puso un
pequeño almacén. La gente que lo conocía le mandaba mails, algún amigo lo
pasaba a visitar y le preguntaba qué le había sucedido. Era un profesional
respetado, solían consultarlo del exterior, publicaba papers, daba clases en la
facultad. Por qué de pronto se había cansado y había tirado una exitosa carrera
por la ventana, era algo que nadie lograba entender.