30.9.16

El sentido de la vida


El 97% de la gente durante el 98% del tiempo están preocupados. Por el dinero. Buscando dinero, tratando de conseguir dinero, soñando, claro, con dinero, o lo que harían ni bien puedan soltar todas las boludeces que están haciendo, lo que equivale a decir ni bien tengan dinero.
Esa es la pulsión que los mueve, la luz que los guía. El dínamo, el motor, lo sepan o no, funcionan a eso. Lo mismo da si te nombraron Gerente Intercontinental de la empresa Garomp Inc., o si sos un mugriento raggamuffin que toca la pandereta en Diagonal y Florida.
Hasta que. De pronto y cada tanto, sucede. Alguien consigue lo que buscó, dinero. Alguien puede finalmente dejar de hacer todo lo que tuvo que hacer. Y cambiar de vida. Entrar, de cabeza, en el territorio de los anhelos. Santa Madre de Deus y la Virgen que llora lágrimas de Aperol, there is here.
Es entonces cuando la persona en cuestión enloquece. Descubre que su vida no tiene mayor sentido, desarrolla el apetito por las bebidas saborizadas y los niños pequeños. Se ponen a sacar fotografías de un plato de pollo a la portuguesa y juegan al candy crush mientras defecan, concurren a la India para hacer algún curso de respiración o compran motocicletas antiguas que no saben muy bien cómo utilizar, tratan de descifrar para qué corneta fueron puestos sobre la faz de la tierra. No desean envejecer, mucho menos morir. Se entristecen, se angustian, se deprimen. Se aterran.
Cualquier salamín puede pasarse treinta años en una oficina o detrás de un mostrador comprando y vendiendo alguna boludez. Incluso un pelotudo promedio no tendrá mayores dificultades en sostener un matrimonio por diez o quince años. Ahora, para no hacer nada de nada tenés que ser un sujeto especial. No hacer un pomo con tu vida no es para cualquiera.

*no acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y éste de la tristeza y el tedio (Jorge Luis Borges, fragmentos de un evangelio apócrifo).

24.9.16

Vaso de agua


Cuando se acabe el azúcar olvidarás lo dulce, te puede asustar un poco. Aquellas causas por las que hubieras estado dispuesto a matar hoy ya no existen, aniquiladas por un rayo láser hecho de opaca indiferencia. Amores derrumbados y la celulitis devorándolo todo como en aquella película, no me acuerdo si se llamaba ‘la mancha voraz’, o ‘la cosa’.
Habrá un momento en que lo único que te interesará será poder llegar a la cocina y tomar un vaso de agua. Lo que existe desea seguir, es parte de su intrínseca naturaleza, aunque revises los bolsillos de un desteñido gabán buscando motivos.
No es que el observador modifique lo observado, el observador es lo observado. Si no hay observador, quién queda para preguntar si aquello que estaba ya no está, si aquello que existía ya no existe.
Los poemas que escribí donde apreté mi corazón como un pomelo descansan en un cajón de un olvidado departamento donde creí que el amor era posible. Pasto de polillas.
Estamos hechos de instante, de fugacidad, de parpadeo. Todo el esfuerzo derramado sobre el asfalto indiferente ¿Adónde van las fotos de aquellos que han muerto?
Cuando se acabe el azúcar olvidarás lo dulce.

18.9.16

Podés llamarlo olfato


De un tiempo a esta parte hago lo siguiente.
Cuando consigo una mujer, una chica, un mamífero mediano del sexo femenino, para coger. Cuando estamos en una habitación, en su casa o en la mía o donde quiera que nos haya llevado el encuentro, podríamos decir la vida. Cuando ya la desvestí y ella está en la cama, boca arriba, las piernas entreabiertas, o en cuatro patas, existencialmente predispuesta para recibir, o parada contra una puerta, o echada en un sillón.
Lo primero que hago es meterle la nariz en la concha. No, no la lengua, no entendés, qué te pasa, la nariz. Y doy dos o tres respiraciones profundas. Le respiro, técnicamente, adentro de la concha.
Y entonces le digo.
–Bueno, tenés un chiquito que se llama Santiago y tiene un leve retardo, algo ínfimo que no le va a impedir, de ningún modo, desarrollarse en el camino de la vida. Tenés miedo por él, es normal. Pero va a terminar la primaria, y va a hacer la secundaria también. Después va a conseguir trabajo en un negocio de venta de artículos de limpieza de algún familiar tuyo, sí, de tu primo. Y no, no va a ser premio nobel de nada, pero qué importa eso. La vida no se trata de eso, lo importante es tomar un vaso de vino, meter las patitas en el mar, ser feliz.
O sino digo.
–Sí, tu tío abusaba de vos desde que tenías nueve años, por suerte fue sin penetración. Pero te manoseaba y te hacía tocársela y vos estás segura que tu mamá lo sabía. Lo sabía y no dijo nunca nada, tan sumisa ella. Eso te dejó un profundo rechazo hacia los hombres, un existencial asco que te impidió tener pareja durante la adolescencia. Pero ya ves, con terapia se sale, te hizo muy bien la homeopatía y el reiki también. Todavía estás a tiempo de casarte, querés tener hijos. Y un perro, un bull dog francés, que se va a llamar ‘Huguito’.
Podría seguir, con los ejemplos. Con lo que digo.
Y ellas quedan absolutamente shockeadas, al borde del más puro estupor. Me preguntan si soy psíquico, si tengo poderes. Porque así como veo el pasado entonces también es posible que sea capaz de ver el futuro, y ellas quieren saber.
Y yo no quiero hablar mucho del tema pero ellas insisten. Son pura curiosidad.
–Bueno, sí –digo–. Lo que te puedo decir sobre el futuro es que vamos a coger tres o cuatro veces y después me voy a hinchar las bolas, me vas a aburrir. Yo esto ya lo viví.

12.9.16

Caramelos


Esto es algo que tenés que saber, esto es importante. En el mundo existen dos tipos de personas.
Todos hemos comprado caramelos alguna vez, en un kiosco. Puede ser en un aeropuerto, esperando un avión, puede ser antes de subirte a un colectivo, o después. Puede ser porque necesitabas cambio para pagar otra cosa, o porque te gustan los caramelos desde ya, también.
Están las personas que compran caramelos cuadrados, y están las personas que compran caramelos redondos. Y eso, qué tipo de caramelos compran o comprarían llegado el caso, es lo que cambia todo. Lo que los define en su precario paso por la tierra, su concepción del universo.
Por ejemplo, una mujer que elige caramelos cuadrados chupa mejor la pija que una mujer que elige caramelos redondos, pero una mujer que elige caramelos redondos tiene mejor predisposición para dejarse romper el orto que una mujer que elige caramelos cuadrados.
Por ejemplo, un hombre que elige caramelos redondos tiene inquietudes artísticas, pero un hombre que elige caramelos cuadrados ganará más dinero, alcanzará puestos más altos dentro de una organización.
Por ejemplo, una mujer que elige caramelos redondos sentirá, pasados los treinta años, una permanente compulsión por viajar, por sacar fotos, una mujer que elige caramelos cuadrados estará, en similares condiciones de presión y temperatura, más propensa a deprimirse.
Por ejemplo, un hombre que elige caramelos redondos sentirá de grande la curiosa necesidad de comprarse una motocicleta de alta cilindrada, un hombre que elige caramelos cuadrados se dará cuenta mucho antes de los cincuenta años que la vida no tiene mayor sentido, puede que empiece a ir a bailar tango a los clubes de Palermo.
Podría seguir, claro que podría seguir, pero no hace falta seguir.
Lo importante, lo que tenés que saber, es que hay personas que eligen comprar caramelos cuadrados, y personas que eligen comprar caramelos redondos. Y eso lo cambia todo.

6.9.16

Son situaciones


Tenía que hacer un trámite en el centro. Mi madre había vendido un departamento para mudarse a uno más barato, más chico, la vida suele ser un asco, envejecer y todo eso. Y sin guita ni te cuento.
El asunto es que habían hecho algo mal, en la escritura, se habían equivocado con unos datos de la baulera. Un amigo me recomendó un escribano de confianza que me dijo por teléfono que no me preocupara, y que me iba a cobrar poca guita.
Así que fui, hacía un tiempo que había dejado el centro y mi trabajo y tenía pensado no volver, a ninguna de las dos cosas, nunca más en mi vida.
Impresionante torre sobre la calle 25 de mayo. Había que identificarse en un mostrador, te daban una tarjeta plástica para poder pasar un molinete de aluminio. Te sacaban una foto con una camarita digital, faltaba que te manosearan la poronga y te dijeran cuánto hacía que no cogías.
Esperé el ascensor, vino. Entré con dos personas más, un tipo de más de cincuenta años con lentes sin marco y carita de venir cagando gente desde hacía mucho tiempo. Al final era cierto eso que pasados los treinta años tu rostro va reflejando eso que sos, la repugnante alimaña que te habita. Y un muchacho jovencito, veinte años, traje barato y todas las ganas de correr en la carrera de la vida.
–¡Stop! –Eso escuché, así como lo cuento. Trabó el ascensor con una mano cuando las puertas ya habían comenzado a cerrarse. Entró una chica.
–Me asusté –dije–. Pensé que nos estabas diciendo ‘sit’, como a los perros.
No se rió. Venía hablando por teléfono celular, y siguió hablando. Estaba buena, menos de treinta años, pantalones color hueso, camisa negra, cabello a la altura de los hombros y cara de ‘ni te molestes, te quedo lejos’. Tocó el piso 28. Yo iba al 21. Habían tocado el 9 también, y el 12.
Se cerraron las puertas.
Se bajó el pibito primero, el garca con saco príncipe de gales, después. Yo desplegué mi estrategia que se llama ‘mirar al horizonte’. Soy alto, casi un metro noventa. Alcanza con levantar la vista apenas por encima de la línea de los ojos, como si estuvieras mirando algo, el mar. Aunque no estás mirando nada, simplemente decidís no participar de la escena, no estar.
–La puta que lo parió –dijo la chica, se le había cortado la llamada–. Celulares de mierda.
Se notaba que sabía exactamente lo que quería de este mundo, y sabía también cómo conseguirlo.
–No son los celulares –dije, sin mirarla–. Es el país.
Chistó, la chica, hecha una furia. Los celulares que no andaban, los boludos que tenía que cruzarse en el ascensor, el tráfico para llegar al centro. No era eso para lo que se había preparado, y de seguro no era eso lo que se merecía. Llegaría adonde quisiera llegar, conseguiría lo que quisiera conseguir de este mundo. Después, eso pensé, se pondría amarga, se deprimiría. Después, qué importa después, rezaba el tango.
Hubo un ruido fuera de lugar, un metálico aleteo seguido de un prolongado raspón. Ruido como de cadenas, como si cediera un telón desde arriba. Se sacudió el ascensor, y se detuvo. Parpadeó la luz, bajó de intensidad.
–Qué mierda –dijo la chica.
–Sí –dije yo.
Nada, silencio. Tengo claustrofobia, la verdad, y el ascensor, si bien grande, era hermético. Me concentré en respirar.
–¡Qué mierda! –Gritó la chica. Comenzó a tocar todos los botones, la alarma. Dejó un dedo sobre la alarma que sonaba fuerte como el carajo pero parecía sonar más adentro que afuera, mientras daba pataditas contra los laterales de la cabina. Se encendió la luz, se volvió a apagar.
–¡Abran! –gritó– ¡Saquenmé!
Se me ocurrió pensar, en medio del susto, que no había usado el plural. Lo que quería era salir, ella. El resto del universo no importaba gran cosa. Detalles, detalles.
Nos hablaron por el parlante. Nos dijeron que se había cortado la luz en todo el centro y el generador había hecho cortocircuito. Nos dijeron que nos iban a sacar pero necesitaban un poco de tiempo. Nos dijeron que esperáramos.
–¿Qué? –La chica se agarró la cabeza con las dos manos.
–Que esperemos –dije. Intenté mantenerla calma, parecer tranquilo, pero había comenzado a transpirar como un loco–. Tengamos paciencia.
–¡Qué mierda! –Grito la chica– ¡Pelotudos, forros!
Esperamos. La chica intentó hacer un par de llamadas, pero dentro del ascensor no había señal. Yo intenté permanecer con los ojos cerrados y concentrarme en la respiración, pero sentí el aire caliente envolviéndome como una frazada y me empapé. Me sequé la frente con un antebrazo y fue peor, como si le avisara a la piel, como si mandara la orden que era el momento de transpirar más. Mucho más.
Esperamos pero no pasó nada. La chica volvió a tocar la alarma y un par de botones más. Era como viajar en avión, en medio del miedo, no había demasiado para hacer. Te acostumbrás, te entregás.
–No –dijo la chica, se desfiguró un poco, apoyaba la espalda contra la metálica pared del fondo del ascensor. Se apretó el estómago con una mano– ¡No!
–Mirá –le dije, me volví a pasar el antebrazo por la frente–, yo también estoy asustado, pero no podemos hacer nada. Nos van a sacar.
–No entendés –Me dijo la chica, dejó caer su cartera al piso, me miró.
–Sí, yo también estoy…
–¡No entendés, forro! –escupía cuando hablaba–. Necesito cagar.
–¿Eh?
–Me estoy cagando –dijo, no se rió–. A la mañana desayuno yogur, cereales, y fruta. Y voy al baño acá, en la oficina, antes de empezar el día.
–Bueno –dije–. Ya nos deben estar por sacar. Aguantá un poco.
–No –hizo un feo rictus con la cara–. No puedo. No puedo más..
–Bueno –dije otra vez. Hice una pausa, pensé. No se me ocurrió nada, tal suele ser mi costumbre–. Cagá.
Vi que no podía más, pero tampoco sabía qué posición adoptar, cómo hacer. Se levantó la pollera, ahora transpiraba ella también.
–Ponete en cuclillas –dije–, yo te tengo las manos.
Se puso en cuclillas, cerró los ojos, muerta de vergüenza. La sostuve mientras cagaba.
Cagó nomás, un par de bolitas negras y pestilentes. El olor era realmente repugnante, como si a pesar de su maravilloso cuerpo de algún modo estuviera podrida por dentro.
–Qué espanto –dijo, sin animarse a abrir los ojos, parafraseando quizás a su manera al Colonel Kurtz (the horror..). Se puso de pie, se subió la bombacha, se bajó la pollera.
Lo terrible era el olor, el olor a mierda pura inundándonos como una maldición bíblica, como una mancha que no se iba a ir nunca más.
Entonces el ascensor se empezó a mover. Subió, tres pisos primero, y empezó a bajar. Me miró, aterrada. Se agarraba la cabeza con las manos, cómo escapar de lo que se venía.
–No pasa nada –dije–. Quedate tranquila.
Tenía, además de un par de carpetas, un diario doblado. Agarré con dos dedos las bolitas de mierda y las coloqué dentro del diario. Llegamos a planta baja, se abrieron las puertas. Había más gente abajo, esperando, preguntando si había vuelto la luz, si se podía subir por las escaleras, si había sido un atentado.
Salimos apurados, ella llegó a la calle y cruzó casi sin mirar, sin darse vuelta para saludarme. Me quedé en la puerta del edificio, prendí un cigarrillo. Dejé el diario arriba del capó de un auto. Me olvidé del escribano, me entraron ganas de desayunar en un bar cualquiera, café con leche, medialunas. Mirar por la ventana, la gente yendo de acá para allá.