30.6.16

Alma humana


Ese viaje en avión venía mal desde el vamos. Tardé en llegar al aeropuerto, había una maratón que cortaba la ciudad en treinta y siete pedazos. Domingo, ocho de la mañana, y a la gente se le daba por correr. Bajo la lluvia, además. Desesperaciones.
A mitad de camino, en la ruta, un corte. Gente que reclamaba que los habían dejado sin luz por dos o tres días. La idea desde hacía tiempo en nuestro amado país, era buscar el mal común. Cuando a un grupo de personas les sucedía una contrariedad, les sucedía un incordio, la natural y exquisita reacción era intentar por todos los medios que a otros, a otro grupo de personas, les sucediera algo todavía peor. El mal ajeno siempre es un consuelo, todo el mundo sabía que no se trataba de pedir soluciones. Nadie iba a solucionar nada, jamás.
Logré llegar a Ezeiza y ahí me enteré que el vuelo salía con demora. Por el clima, por un desperfecto técnico, por algo.
Despaché mi valija y me fui a desayunar, me compré una revista. Decidí tomármelo con calma.
A las tres horas nos dejaron subir al avión. Ahí sí, otra vez, a los diez minutos una azafata nos avisó que había una demora, que debíamos permanecer sentados.
–¡Nooo! –gritó un tipo que estaba dos filas delante mío– ¡Déjenme bajar! ¡Nos vamos a morir todos! ¡Déjenme bajar!
Intentaron calmarlo pero era difícil. Tiró a una azafata al piso de un empujón. La gente gritaba. Una mujer se puso a llorar de los nervios.
–¡Es una señal! –El hombre había logrado avanzar, intentando entrar a la cabina. Tenía tomado al piloto, que justo se había asomado para ver qué pasaba, del cuello–. ¡Es el fin del mundo, el apocalipsis! ¡Déjenme bajar!
Me puse de pie. Me acerqué al hombre, desde atrás. Le hablé al oído.
–Ahora cuando sirvan la comida te doy mi porción –dije–. Y podés tomar toda la cerveza que quieras. Lo arreglé con la azafata.
El hombre soltó al piloto y volvió a su asiento. Se puso el cinturón de seguridad, se quedó muy quieto.
Hace tiempo que el imperativo categórico del ser humano es conseguir algo gratis. Lo demás es anécdota.

24.6.16

La mañana tan perfecta


Tengo un amigo, del reducido grupo de amigos que tengo, quizás debiera decir ‘tenemos’. O mejor todavía ‘somos’. Pero tampoco es eso lo que quiero decir, qué importa si ‘somos’ o ‘tenemos’, somos tres amigos, cuatro como mucho. Nos vemos cada tanto.
Uno de mis amigos, M., tiene mucho dinero. Es un prestigioso abogado, anda en automóviles alemanes, sale con pibas jovencitas. Está divorciado, le gusta el surf.
Me invitó, M., a mí y a los otros dos, a pasar unos días a su casa en Punta del Este. M. tiene un departamento por la parada quince, frente al mar. Primeros días de Diciembre, muy poca gente, sólo sentarse en ese balcón a tomar un café y volvés a sentir que la vida tiene algún sentido. No te digo un propósito, pero sí un sentido. Sentías que se te volvían a cargar las gastadas pilas del alma.
Me levanto muy temprano, porque sí, la inercia de tantos pero tantos años de oficina. Se me ocurrió bajar a caminar un poco por la playa.
Fui, eran las ocho de la mañana como mucho. La Mansa con el agua planchada, el sol empezando a calentar. Tuve gana de nadar. Olvidé decir que no sólo sé nadar, sino que durante buenos diez años fui jugador de waterpolo. O sea, me siento más que cómodo en el agua. Alguna vez fue mi elemento, después mi elemento pasó a ser el whisky, pero me estoy yendo de tema.
Me metí, ni siquiera demasiado fría. Empecé a bracear. Grandes y pausadas brazadas traccionando el agua, avanzando sin dificultades. Levanté la cabeza. Me sentí ágil, vigoroso, parte de la naturaleza. Se me ocurrió que podía llegar nadando hasta enfrente, hasta la isla Gorriti, sin problemas. Debían ser un par de kilómetros, no más que eso. Cuando entrenaba podía nadar cinco kilómetros día por medio. Pan comido.
No pensé más, ni la distancia, ni que estaba solo, ni en si podía haber rayas o tiburones. Bajé la cabeza y nadé. Nadé y nadé. El agua y yo, se sentía tan bien.
Nadé un rato largo. Como cuando hacía fondo, sería el equivalente de trotar, en caso que uno hubiera elegido, en lugar de nadar, correr. Debo haber nadado, recto hacia el horizonte, veinte minutos. Media hora. El agua tan quieta, el sol, la mañana tan perfecta.
Me pareció que se me estaba por acalambrar una pantorrilla, la pantorrilla izquierda, pero no. Apenas un tironcito sin importancia, seguí.
Al rato paré, estaba agitado, flotar en aguas abiertas es todavía más fácil que flotar en una pileta. Respiré.
Entonces me di cuenta. Estaba como mucho a mitad de camino. O un poco más de la mitad. Llevaba nadando no sé, cuarenta o cincuenta minutos. No tenía reloj, había perdido la noción del tiempo.
Y me di cuenta. Me di cuenta que no daba más, no tenía más fuerzas. Supe con absoluta claridad que no iba a poder llegar hasta el otro lado. Y supe también que no iba a poder volver.
Me di cuenta que eso, lo que me estaba pasando. Justamente eso era mi vida.

18.6.16

Algo que no dicen los libros de autoayuda


A veces concurro a lo de alguna prostituta, preferentemente por el centro, aunque puede ser por barrio norte también, o recoleta. Lo más bien.
Voy, saludo, y negocio un rato. La chica me explica el tarifario. Son mujeres que conocen su oficio, saben lo que tienen que hacer y cómo, han aprendido a sobrevivir a lo largo de los años.
Pero no, no es eso lo que quiero. No vine a coger, por quién me toman.
Le pido a la mujer, por ejemplo, que me chupe el dedo gordo de mi pie izquierdo, como si fuera, mi dedo, una poronga, sí como no, pero más que nada la parte de abajo, donde mi dedo apoya con el piso y se ha ido formando a lo largo de los años ese horrible callo.
O puede que le pida a la mujer que se meta un turrón Namur, que he comprado en un kiosco cualquiera. Que se meta el turrón en el culo (sin el envoltorio, qué les pasa), bien adentro. Y que luego se suba, con el turrón asomando de su culo apenas, a una mesa. Y que cante una canción. Cualquier canción, de la que se acuerde más o menos la letra.
A veces le pido a la mujer que se vacíe una Coca Cola de dos litros en la cabeza, y se quede así, de pie en la bañera, por un par de minutos, mientras la Coca Cola se seca. Y la mujer me mira, toda pegoteada, con ganas de preguntar cómo sigue, qué más tiene que hacer. Pero no sigue de ninguna manera, no tiene que hacer más nada.
En una oportunidad la prostituta tenía un pequeño perro, un bulldog francés llamado ‘Bruno’. Le pedí que lo masturbara, al perro, que le hiciera una paja. Negociamos la tarifa un buen rato, con ella, el perro no pidió nada.
Ver qué sería capaz de hacer una persona por dinero es una experiencia de lo más gratificante.

12.6.16

Crux


Me hubiera gustado ser alguien capaz de arreglar algo. Nada más, eso es todo lo que me hubiera gustado ser.
Alguien capaz de arreglar un calefón, por ejemplo, que no da agua caliente, que no anda. Y hacerlo dar agua caliente, hacerlo andar.
Alguien capaz de arreglar un automóvil. Un automóvil al que se le pinchó una rueda en medio de la ruta. Bajarme del automóvil, muy despacio, quizás con una mueca de ínfima contrariedad, apenas. Encender un cigarrillo, dar dos o tres pitadas. Cambiar la rueda, se hace de noche, sacudirme un poco las manos. Y seguir.
Alguien capaz de arreglar el juguete de un niño, un avión o un robot, poner algo en su lugar y ver al niño sonreír otra vez porque el mundo, su mundo, se ha ordenado.
Me hubiera gustado pasar por la tierra arreglando cosas, grandes o pequeñas, importantes o ínfimas, pero arreglar cosas, cualquier cosa, algo.
Y no ser este animal torpe y absurdo que no puede parar de escribir, esta bestia sin alma que lo único que sabe es escribir. Y que de tanto escribir te va arreglando la vida, claro.

6.6.16

Boomerang


La historia es, más o menos, siempre más o menos, así.
Iba a visitar a mi madre los domingos. Mi madre había enviudado, lo que equivalía a decir que mi padre había muerto. Los domingos pasaba a verla, a mi madre, a almorzar por decirlo de algún modo, porque mi madre jamás había cocinado en toda su vida. No le interesaba cocinar, mucho menos comer, pero tenía otras virtudes.
El asunto es que a la vuelta de la casa de mi madre había un mendigo. No, ya sé, en todos lados hay mendigos, pero quizás porque era domingo, quizás porque me acordaba de mi padre, me entraban ganas de hacer algo bien, de disculparme con él de algún modo por mi estúpida vida, no sé. Le daba, al mendigo, dinero. Domingo a domingo. Me saludaba el hombre, parecía contento de verme como si fuera un perro que no puede creer la suerte que tiene y salta de contento, hablábamos un par de palabras. Me contó una catarata más o menos inconexa de tragedias que lo habían llevado hasta ahí, me contó la muerte de su hija, me contó que tenía sida, me contó que lo había atropellado un auto.
Yo le llevaba alfajores o bizcochitos, ropa de abrigo para el invierno, y hasta le conseguí unos medicamentos para el asma que le habían recetado y no podía comprar. Yo ni siquiera le contaba a nadie lo que hacía, no sacaba chapa de buen tipo. Me hacía bien ayudarlo, a mí.
Iba los domingos, cerca del mediodía, le daba comida y algo de dinero, ropa, hablábamos un rato. Y me iba. Nada más. Sentía que justificaba mi domingo y quizás mi precario paso por la tierra. Mi vida.
Mi madre vive cerca del jardín botánico, olvidé mencionar eso.
El asunto fue que tenía que hacer un depósito en una cuenta bancaria para que no me la cerraran, y yo estaba justo cerca de Santa Fe y Scalabrini Ortiz porque había ido a retirar unos análisis de sangre. Suelo estar por el centro, de lunes a viernes, así es mi vida, esa es mi rutina.
Se me ocurrió hacer el depósito en la sucursal del banco que estaba ahí nomás, sobre Santa Fe.
Falta poco, sigo.
Entré al banco, poca gente, una pequeña fila. Y no va que entran a robar. Como en las películas. Se queda uno en la puerta, tres adentro. Sacan pistolas y una escopeta de caño recortado, gritan.
–¡Al suelo, al suelo todos, no es con ustedes, no sean boludos!
Una señora se desmayó del susto. Le habían dado un culatazo al guardia de seguridad, quedó sentado, apoyado contra la pared, chorreando sangre sobre la desteñida alfombra.
Agarraron al gerente de la sucursal y lo zamarrearon un poco para que abriera la puerta del tesoro. Sabían que era el día de pago de jubilaciones y no sé qué más. Había guita.
Entonces levanto la cabeza y lo veo. Uno de los ladrones era el mendigo. El mendigo al que venía viendo hacía casi un año, todos los domingos. El mendigo al que le había comprado remedios, el mendigo que me había abrazado llorando mientras me mostraba una foto de su pequeña hija muerta.
Me reconoció al toque, como si se encontrara con un compañero del colegio. Sonrió apenas, me hizo un gesto abriendo los brazos, como diciendo ‘qué querés que haga, es la vida’. Y asintió, también, bajó por un instante la vista sin dejar de sonreír, parecía darme una indicación. Como si me dijera ‘chito, no digas nada, vos quedate piola’.
Entonces miró a uno de sus compañeros y le dijo:
–Ese forro me conoce, matalo.