30.12.18

Viviending


hacia lo simple.
hacia lo que desaparece.
hacia la nada más pura
sin explicación, sin motivo.

y está bien igual
y ya no importa
fue bueno mientras duró,
cosas que se dicen.

la mirada de un bebé
el ladrido de un perro
tu sonrisa transformándose
                               en risa

todo lo que no salió.
lavarse los dientes, pagar el gas.
la impávida lluvia.

20.12.18

Visita al dentista


Voy al dentista. Se me hizo moco una muela, una muela que terminó pudriéndose primero, rompiéndose después. Me tengo que sacar la muela.
​No me gusta ir al dentista. Desde que era chico, desde siempre, fue una experiencia traumática para mí. Aunque últimamente la mayoría de las experiencias se han vuelto traumáticas. No quiero sufrir.
​–Tengo miedo –le digo al dentista.
​–Ya sé –dice el dentista. Me conoce hace tiempo. Debe tener unos sesenta años, casi hitleriano bigote, pelo blanco, ojos muy claros. Tiene sentido del humor, y tres infartos encima, también.
​–¿Me va a doler?
​–No. –Dice el dentista.
​–Tengo miedo –digo, otra vez.
​–Ya sé –dice el dentista, otra vez.
​–¿Cómo sé que no me va a doler? –pregunto, quiero saber. Estoy desesperado, como casi siempre. Estar desesperado es una de las cosas que mejor me salen.
​–Mirá, es sencillo –el dentista se pasa una mano por el pelo, suspira–. Vas a tener la sensación, no se puede evitar la sensación. Pero no vas a tener dolor, así funciona la anestesia.
​–Una cosa más –levanto una mano, casi entregado pero no todavía, bañado en sudor– ¿Por qué alguien elige una profesión donde hay que meterle la mano en la boca a la gente? Una profesión donde hay que agujerear, extirpar, limpiar podredumbre en medio de sangre y un mar de saliva mientras alguien, el otro alguien, permanece aterrado al borde de la extenuación y una crisis de nervios, con ganas de llorar o de escapar o de morder. ¿Eh?
​–No sé, flaco –el dentista se sienta, se deja caer en su butaca, todavía con la gigantesca jeringa de anestesia en una mano, el pulgar listo para empujar el émbolo–. Todos queríamos ser felices, pero vivimos en un mundo donde hay que sacar muelas. No me rompas más las pelotas, yo no lo inventé.

10.12.18

Contra el esfuerzo


El problema es pedagógico, educativo, supongo, mucho me temo.
En las aulas, claro, y en las familias también. El mensaje que reciben los chicos, cuando son chicos. Los chicos son una esponja, hasta los once años, más o menos.
El mensaje que reciben los chicos, para la vida, es que las cosas pueden cambiar. Con esfuerzo.
Pero eso es mentira, lo que equivale a decir que no es cierto.
Una de las pocas cosas que tienen importancia, una de las pocas cosas que pueden hacer que tu vida no sea un himno a la monotonía, que tu vida no parezca un televisor en blanco y negro con el volumen bajito, es el talento.
Tenés que tener talento, ese es el tema, ahí está el asunto. Talento para jugar al fútbol o para tocar el piano, tener un don, un atributo, una poronga de 33 centímetros a la sombra, unas tetitas redondas y firmes que parecen querer llevarse el mundo por delante (una de las dos cosas quiero decir, o la poronga o las tetitas, no hace falta las dos cosas al mismo tiempo).
Y si te fijás bien, si te zambullís y mirás más allá de la superficie, te vas a dar cuenta que el talento es como la suerte. Viene o no viene, aparece y te saluda o sigue de largo y jamás vas a poder hacer un gol de volea o pintar un cuadro.
El talento es una forma de suerte, la suerte es una forma de talento, eso es lo que tenés que tener, aunque no puedas hacer prácticamente nada, justamente, para tenerlo. El talento y la suerte pueden hacer que tu vida tenga algún sentido, un atisbo de significado.
Pero no, por lo general no, no tenés talento ni suerte ni nada que se le parezca. Sos una ensalada de esfuerzos que quizás te permitan, no sé, tener un hijo o cambiar el auto. Pero no habrá ninguna clase de brillo en tu vida. No, por favor, no me cuentes lo que hiciste, ni tus planes, tus patéticos proyectos. Lo mejor que podés hacer es ponerte cómoda, disfrutar conmigo de todo este gris.