Entro al supermercado, el supermercado del chino de la vuelta de mi casa, el supermercado de barrio que sueña con ser alguna vez uno de los grandes supermercados de las grandes cadenas de supermercados que se desayunan a los supermercados de barrio como si se tratara de bocadillos. Peces grandes comiéndose a peces chicos, peces chicos luchando y soñando con ser peces grandes alguna vez, para poder decir que ahora sí, ahora entienden, que hacen lo que hacen porque alguna vez fueron peces chicos. No sé, todo el mundo tiene razón, me perdí.
Agarro un paquete de fideos Don Vicente algo machucado, una botella de vino Norton, barato y contundente, un poco de manteca, un poco de queso rallado adulterado y fraccionado y embolsado, mezclado tal vez con piedra caliza y limadura de pico de avestruz. Sé que todavía puedo, que mi fracaso no es absoluto y final. Sé que se trata de una mala década. Como ir a la ruleta y que salga setenta y siete veces seguidas el cero. No es normal, no corresponde, pero las leyes de la estadística dicen que puede pasar.
Mientras pueda comer un plato de fideos y tomar un vaso de vino sé que todavía soy posible, sé que tengo una posibilidad.
Voy a la caja, a cumplir con el sagrado rito de pagar. En la caja hay un chino flaquito, de esos chinos que pueden tener entre diecisiete y cincuenta y siete años, a los que sólo les interesa fumar.
Al verme, el chino tira para atrás su silla, se arrodilla sobre el mugriento suelo, cruza los dedos y coloca sus manos prácticamente sobre su frente, en una tan sorprendente como absurda plegaria.
–¡No, por favor! ¡Por favor! –dice.
Es extraño, lo admito, pero estoy acostumbrado a ver cosas extrañas. Apoyo los fideos, la manteca, el vino.
–¿Me cobrás?
–¡No me mate! –está llorando, puedo ver lágrimas en su enjuto rostro, sobre sus huesudos pómulos apenas recubiertos de piel– ¡Por favor! ¡Tengo familia! ¡Por favor!
No entiendo qué sucede. Es evidente que el hombre de rodillas me habla, sin mirarme, a mí. Me pide clemencia, continúa con su súplica sin animarse a abrir los ojos.
–No entiendo. ¿Qué te pasa?
–¡Por favor! Ayer fue suficiente. Ya entendí. ¡Ya entendí!
Lo miro. Detrás de él hay una chica, muy pequeña, con el cabello recogido en una simpática coleta. Mantiene la vista baja, en su padre o su marido o su hermano, no lo sé, con esa sumisión oriental y única. Pero está muerta de miedo también, la veo temblar por debajo de su jersey color verde pastel.
–¿Qué carajo pasa? ¿Se volvieron todos locos?
–¡Por favor!
–Hablá de una vez –Agarro la botella por el pico y la sostengo así, pero no sé porqué.
–Usted, usted –abre los ojos y parpadea mucho, me mira un instante y fija la vista en el piso inmediatamente después.
–¡Qué! ¡Yo qué!
–Usted, ayer. Vino y le pegó a mi padre, mucho. Todavía está internado, con conmoción cerebral. Los médicos no creen que sobreviva. Y violó a Sun Twein –señala hacia atrás, a la chica que de inmediato se ruboriza–. Usted, no contento, la violó por detrás, delante de todos, delante de los chicos. Y usted me quemó, con una plancha, a mí –suspende el rezo, la súplica, y con una mano aparta el cabello de un costado de su cabeza, hacia atrás. Falta una oreja allí, debería haber una oreja, en ese lugar, pero no hay oreja, sino un amasijo de piel enrojecida, calcinada, mezclado con algún ungüento y una costra demasiado reciente, todavía no ha empezado a cicatrizar, pero cuando cicatrice quedará otra cosa. Nunca más volverá a haber una oreja allí.
–¡Pero qué decís! ¿Quién te hizo eso? ¿Por qué?
–Ayer –vuelve a cerrar los ojos, vuelve a juntar los dedos bajo el mentón–. Usted. Dijo que nos mataría a todos. Dijo que volvería.
–No puede ser. Yo ayer estaba en Hurlingham. Me quedé en lo de Verónica. ¿Me cobrás?
–No me mate, señor. Llévese lo que quiera. Por favor, ya entendí.
Agarro un paquete de fideos Don Vicente algo machucado, una botella de vino Norton, barato y contundente, un poco de manteca, un poco de queso rallado adulterado y fraccionado y embolsado, mezclado tal vez con piedra caliza y limadura de pico de avestruz. Sé que todavía puedo, que mi fracaso no es absoluto y final. Sé que se trata de una mala década. Como ir a la ruleta y que salga setenta y siete veces seguidas el cero. No es normal, no corresponde, pero las leyes de la estadística dicen que puede pasar.
Mientras pueda comer un plato de fideos y tomar un vaso de vino sé que todavía soy posible, sé que tengo una posibilidad.
Voy a la caja, a cumplir con el sagrado rito de pagar. En la caja hay un chino flaquito, de esos chinos que pueden tener entre diecisiete y cincuenta y siete años, a los que sólo les interesa fumar.
Al verme, el chino tira para atrás su silla, se arrodilla sobre el mugriento suelo, cruza los dedos y coloca sus manos prácticamente sobre su frente, en una tan sorprendente como absurda plegaria.
–¡No, por favor! ¡Por favor! –dice.
Es extraño, lo admito, pero estoy acostumbrado a ver cosas extrañas. Apoyo los fideos, la manteca, el vino.
–¿Me cobrás?
–¡No me mate! –está llorando, puedo ver lágrimas en su enjuto rostro, sobre sus huesudos pómulos apenas recubiertos de piel– ¡Por favor! ¡Tengo familia! ¡Por favor!
No entiendo qué sucede. Es evidente que el hombre de rodillas me habla, sin mirarme, a mí. Me pide clemencia, continúa con su súplica sin animarse a abrir los ojos.
–No entiendo. ¿Qué te pasa?
–¡Por favor! Ayer fue suficiente. Ya entendí. ¡Ya entendí!
Lo miro. Detrás de él hay una chica, muy pequeña, con el cabello recogido en una simpática coleta. Mantiene la vista baja, en su padre o su marido o su hermano, no lo sé, con esa sumisión oriental y única. Pero está muerta de miedo también, la veo temblar por debajo de su jersey color verde pastel.
–¿Qué carajo pasa? ¿Se volvieron todos locos?
–¡Por favor!
–Hablá de una vez –Agarro la botella por el pico y la sostengo así, pero no sé porqué.
–Usted, usted –abre los ojos y parpadea mucho, me mira un instante y fija la vista en el piso inmediatamente después.
–¡Qué! ¡Yo qué!
–Usted, ayer. Vino y le pegó a mi padre, mucho. Todavía está internado, con conmoción cerebral. Los médicos no creen que sobreviva. Y violó a Sun Twein –señala hacia atrás, a la chica que de inmediato se ruboriza–. Usted, no contento, la violó por detrás, delante de todos, delante de los chicos. Y usted me quemó, con una plancha, a mí –suspende el rezo, la súplica, y con una mano aparta el cabello de un costado de su cabeza, hacia atrás. Falta una oreja allí, debería haber una oreja, en ese lugar, pero no hay oreja, sino un amasijo de piel enrojecida, calcinada, mezclado con algún ungüento y una costra demasiado reciente, todavía no ha empezado a cicatrizar, pero cuando cicatrice quedará otra cosa. Nunca más volverá a haber una oreja allí.
–¡Pero qué decís! ¿Quién te hizo eso? ¿Por qué?
–Ayer –vuelve a cerrar los ojos, vuelve a juntar los dedos bajo el mentón–. Usted. Dijo que nos mataría a todos. Dijo que volvería.
–No puede ser. Yo ayer estaba en Hurlingham. Me quedé en lo de Verónica. ¿Me cobrás?
–No me mate, señor. Llévese lo que quiera. Por favor, ya entendí.
6 comentarios:
Supongo que acá no debería decir nada. Que el único que no entendió nada soy yo. Y es muy probable. Es cierto.
Pero tengo que hablar. Decir. Solo para mostrarle que estamos en Argentina. Por suerte. Por desgracia.
Un saludo.
lo de la limadura del pico de avestruz me mató
me regalaste la sonrisa de hoy.
gracias señor
ay! que dolor!
*yoni bigud! no se preocupe. esto de creer que uno está diciendo algo original y brillante, para descubrir casi inmediatamente después que la otra persona considera que uno es un pelotudo descomunal, es algo para mí de lo más natural. algo que forma parte de mi cotidianeidad. un saludo.
*mar! y sí.
*alelí! epa!
¡Pobre chino! Está bien que son medio garcas, te pijotean las monedas y siempre te dan el vuelto en caramelos, pero tapoco era para fajarle al padre, violarle a la hija y quemarle la oreja.
Me parece que fue un poco excesivo. Un par de cachetazos hubieran bastado.
*renegado! debe ser que ando cargado como una pila varta. un saludo.
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