Me llama un amigo, mi amigo L., para avisarme que otro amigo, nuestro amigo C., ha vuelto.
La historia, como todas las historias, no es tan lineal. Nuestro amigo C., desde la adolescencia, lo que equivale a decir desde siempre, fue un éxito con patitas. C. era el más vivo del barrio, por lejos, el más pintón, el que tenía las mejores chicas. Se recibió de abogado, tenía renombrados casos, conducía autos alemanes, se fue a vivir a la zona más cara de la ciudad, tomaba los mejores vinos, se casó con una modelo que fue –y es– un bombón.
Así iba C., tomando cocaína de la mejor, organizando orgías, mandándonos fotos por mail de sus viajes a Hawai. Todo lo que un mamífero mediano pueda querer, todo lo que uno pueda anhelar. C. tenía todo, le salían las cosas, con facilidad.
Y C. se despertó un día, más precisamente el día de su cumpleaños, de su cumpleaños número treinta y tres, y se puso mal. Algo tenía que haberle pasado esa noche, mientras dormía, algo quizás que tomó y le cayó mal. C. se despertó en su espléndido departamento, le trajeron el desayuno, y mientras probaba el jugo de naranja recién exprimido, C. se dio cuenta que estaba triste. C. sintió como si le pasaran un rallador de queso por la nuca, sintió que estaba triste, que la vida no tenía sentido, que no se iba a reír, no iba a estar contento, nunca más.
No importaba cuánto whisky single malt tomara, o cuántos trajes de Hugo Boss comprara, C. se dio cuenta que había caído en un abismo. Siento como si me hubieran agujereado el bote, y me entrara agua por todos lados, le dijo C. a su psiquiatra, y el psiquiatra le dijo que sí, que claro, que lo entendía, que tenía que hacer algo que le gustara. Es exactamente lo que vengo haciendo los últimos quince años, dijo C. y se dio cuenta que el psiquiatra era pelado, el psiquiatra usaba una camisa a cuadros muy vieja, el psiquiatra tenía miguitas de Bay Biscuit en su canosa barba. Para resumir, el psiquiatra no lo iba a poder ayudar.
Y dejó todo, C. Modelo, autos alemanes, vacaciones en Punta del Este, whisky de calidad. Se fue, C., al Tíbet. A una cueva, en la montaña, a ver al gurú más famoso del mundo, a meditar.
Comía un puñado de arroz por día, el gurú le enseñó a respirar, pero todo lo que el gurú tenía para enseñarle, el secreto de cómo iluminarse, cómo llegar a la gracia divina, por decirlo de algún modo, se podía aprender en media hora. El resto era hacerlo, permanecer sentado sobre una ínfima esterilla, doce horas por día, seis horas dentro de la cueva, seis horas al aire libre, en la montaña. Estuvo siete años, C., en el Tíbet, respirando, meditando, sin bañarse, sin hablar.
Fuimos con L. a verlo, C. había vuelto. Estaba parando en un hotel sobre la avenida Alvear. Su mujer lo había dejado, y había vendido el departamento. Ya no era socio en el estudio de abogados, aunque tenía dinero ahorrado.
Cuando llegamos a la habitación 308 y nos abrieron, le estaban cortando el cabello. Estaba muy flaco, huesudo, sonriente, canoso, con los dientes amarillos. Sobre una mesa había una bandeja con frutas, panes recién horneados, quesos y mermeladas, jarras con café, leche, jugo de pomelo rosado.
Nos abrazamos con genuino afecto. Nos palmeamos las espaldas y nos reímos recordando alguna compartida anécdota de un remoto pasado.
Había vuelto, finalmente, había estado de los dos lados, había conocido las dos caras de la moneda, el éxito de occidente, la mística de oriente. Era la persona más interesante que jamás hubiéramos conocido, y esperábamos que nos dijera algo sobre el sentido de la vida, para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, alguna pista, no sé.
–Qué loco todo, ¿no? –Dijo C., y se sirvió un vaso de jugo.
La historia, como todas las historias, no es tan lineal. Nuestro amigo C., desde la adolescencia, lo que equivale a decir desde siempre, fue un éxito con patitas. C. era el más vivo del barrio, por lejos, el más pintón, el que tenía las mejores chicas. Se recibió de abogado, tenía renombrados casos, conducía autos alemanes, se fue a vivir a la zona más cara de la ciudad, tomaba los mejores vinos, se casó con una modelo que fue –y es– un bombón.
Así iba C., tomando cocaína de la mejor, organizando orgías, mandándonos fotos por mail de sus viajes a Hawai. Todo lo que un mamífero mediano pueda querer, todo lo que uno pueda anhelar. C. tenía todo, le salían las cosas, con facilidad.
Y C. se despertó un día, más precisamente el día de su cumpleaños, de su cumpleaños número treinta y tres, y se puso mal. Algo tenía que haberle pasado esa noche, mientras dormía, algo quizás que tomó y le cayó mal. C. se despertó en su espléndido departamento, le trajeron el desayuno, y mientras probaba el jugo de naranja recién exprimido, C. se dio cuenta que estaba triste. C. sintió como si le pasaran un rallador de queso por la nuca, sintió que estaba triste, que la vida no tenía sentido, que no se iba a reír, no iba a estar contento, nunca más.
No importaba cuánto whisky single malt tomara, o cuántos trajes de Hugo Boss comprara, C. se dio cuenta que había caído en un abismo. Siento como si me hubieran agujereado el bote, y me entrara agua por todos lados, le dijo C. a su psiquiatra, y el psiquiatra le dijo que sí, que claro, que lo entendía, que tenía que hacer algo que le gustara. Es exactamente lo que vengo haciendo los últimos quince años, dijo C. y se dio cuenta que el psiquiatra era pelado, el psiquiatra usaba una camisa a cuadros muy vieja, el psiquiatra tenía miguitas de Bay Biscuit en su canosa barba. Para resumir, el psiquiatra no lo iba a poder ayudar.
Y dejó todo, C. Modelo, autos alemanes, vacaciones en Punta del Este, whisky de calidad. Se fue, C., al Tíbet. A una cueva, en la montaña, a ver al gurú más famoso del mundo, a meditar.
Comía un puñado de arroz por día, el gurú le enseñó a respirar, pero todo lo que el gurú tenía para enseñarle, el secreto de cómo iluminarse, cómo llegar a la gracia divina, por decirlo de algún modo, se podía aprender en media hora. El resto era hacerlo, permanecer sentado sobre una ínfima esterilla, doce horas por día, seis horas dentro de la cueva, seis horas al aire libre, en la montaña. Estuvo siete años, C., en el Tíbet, respirando, meditando, sin bañarse, sin hablar.
Fuimos con L. a verlo, C. había vuelto. Estaba parando en un hotel sobre la avenida Alvear. Su mujer lo había dejado, y había vendido el departamento. Ya no era socio en el estudio de abogados, aunque tenía dinero ahorrado.
Cuando llegamos a la habitación 308 y nos abrieron, le estaban cortando el cabello. Estaba muy flaco, huesudo, sonriente, canoso, con los dientes amarillos. Sobre una mesa había una bandeja con frutas, panes recién horneados, quesos y mermeladas, jarras con café, leche, jugo de pomelo rosado.
Nos abrazamos con genuino afecto. Nos palmeamos las espaldas y nos reímos recordando alguna compartida anécdota de un remoto pasado.
Había vuelto, finalmente, había estado de los dos lados, había conocido las dos caras de la moneda, el éxito de occidente, la mística de oriente. Era la persona más interesante que jamás hubiéramos conocido, y esperábamos que nos dijera algo sobre el sentido de la vida, para qué habíamos sido puestos sobre la faz de la tierra, alguna pista, no sé.
–Qué loco todo, ¿no? –Dijo C., y se sirvió un vaso de jugo.
9 comentarios:
aunque dicen que las mezclas son malas, me gusta el pomelo con vodka, un tercio de vodka dos de pomelo, me hace reir. es como el punto medio entre occidente y oriente. reir, seria el punto medio. un besito
no hay nada más que decir...
alguna vez leí que cuanto más experimentamos menos conocemos.
que se yo...como dice el tanto "loco vos
loco yo
locos todos"
y si
Me hizo acordar una historia de una chica que conocí cuando estudiaba: sumamente inteligente, desenvuelta, espontánea, perspicaz, sin demasiada rosca mental para los actos y favores sexuales que ejecutaba con admirable soltura, gran sentido del humor, un culito firme y redondo, y unas tetitas hermosas; en fin, todo lo que una mujer quisiera poseer; ni hablar de un hombre. La chica tenía las mejores ofertas para seguir sus estudios en las más destacadas casas de estudios del mundo. Pero no; había algo que no estaba bien, entonces me dijo que se iba, no me acuerdo dónde, pero era lejos, bien lejos. Allá lavaba baños o trabajaba en una huerta a cambio de una cama y comida. Pasó mucho tiempo afuera, poco supe de ella hasta que me escribió, me dijo que volvía, que había aprendido cosas que le cambiaron la vida para siempre, encontró la punta para empezar a desenmarañar el ovillo de inquietudes que la acusaba.
Volvió, me visitó en mi casa, tomábamos unos mates, hablábamos pavadas y reíamos para descontracturar el momento, y cuando yo aguardaba esas ansiadas palabras mágicas, tal vez una llave ajena para abrir alguna de mis propias puertas, se dio media vuelta, se corrió el fantástico cabello que le cubría el cuello y la espalda y me dijo: "¡mirá el tatoo que me hice!"
Lo que digo, es que tal vez tanto usted como yo esperamos de la nada una palabra ajena como un salvavidas que nos saque a flote en medio de un vasto mar de fracasos, un concepto prestado como un remolino que nos arranque de las desoladas arenas de una existencia vacía. Y no, no funciona así; lamentablemente para usted y para mí.
Saludos
*a.r.n.! quizás la risa no sea el punto medio entre oriente y occidente, pero reírse está muy bien. le mando un beso en la frente.
*alelí! no se me ocurre nada, así que paso, como en el dominó.
*mr. verbal kint! las personas que se hacen un tatuaje, las personas que se ponen un piercing, tienden a suponer que con eso es suficiente. para ser especiales, diferentes, creen que con eso alcanza. tamaña muestra de ingenuidad genera en mí por lo general algo de compasión, por qué no una pizca de ternura. un saludo.
A mí me parece una reflexión impresionante, qué quiere que le diga. Creo que su amigo volvió transformado en un ser infinitamente más sabio.
Un saludo.
*yoni bigud! una cosa entretenida de la vida (no la única) es que los caminos para volverse más sabio jamás son los que uno cree. y la reflexión es de un profundo contenido, coincido con usted. un saludo.
Estuvo siete años en el Tibet? Tu amigo no será Brad Pit?
*la lectora! de seguro en usted se aplica, no tengo dudas al respecto, aquello de ‘ves que cuando querés, podés?’. lo que sucede, mucho me temo, es que conmigo no querés casi nunca.
juajuajua :-)
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