18.10.16

Hay que ser agradecido


Hay un par de zapatos con el que cojo siempre. No, no es que me cojo a un zapato en particular, aunque alguna vez durante la adolescencia probé la cuestión. Me cogí un almohadón también, y un florero de cuello alto relleno de carne picada (*homenaje al viejo Buk). Estaba desesperado, quería coger más que nada en este mundo.
Lo que quise decir es que el par de zapatos, ese par de zapatos, me trae suerte. Podría ser psicológico, pero no lo es. Son los zapatos, lo tengo estudiado.
Me pongo esos zapatos y las mujeres me miran. Las chicas me sonríen. Entro a un local a comprar algo, cualquier cosa, y la vendedora me muestra su mejor predisposición. Si le pido el teléfono para invitarla a salir me lo da, se ríe de mis chistes. Y si entro al mismo local al día siguiente o una semana antes pero me cambié los zapatos, bueno. La vendedora me detesta, ni me lleva el apunte. Podríamos decir que cuando me pongo esos zapatos el mundo se vuelve muchísimo más amable.
Vino mi primo Alan, vive en Pergamino. Se enfermó su madre, Frida, que también es mi tía. La tenían que operar, quitarle un tumor, estaba internada. La cosa no pintaba nada bien. Le dije que se podía quedar, a Alan, era una semana, dos como mucho. Para que pudiera salir a respirar fuera del sanatorio. O si quería venir a bañarse o a dormir un poco durante el día. Le di una llave, le dije que yo por lo general volvía tarde. Le puse un colchón en el cuarto donde tenía la computadora.
Nos vimos muy poco, porque Alan se quedaba por las noches a cuidar a su madre. Desayunamos juntos un par de veces, tenía veintipico de años y estudiaba arquitectura. Era amable y callado, un buen pibe.
La cosa salió mucho mejor de lo que se esperaba, la operación salió bien. La biopsia arrojó resultados alentadores. Pasé a buscarlos por el sanatorio el viernes, les dije que se podían quedar en casa sin problemas. El domingo los llevaba a la estación, se volvían.
El sábado caí al departamento para la hora de la cena. Frida estaba de un espléndido humor, cocinando. Alan veía un partido de fútbol de la liga europea.
Nos sentamos a cenar. Frida era una extraordinaria cocinera, había preparado pastel de papas. Abrí un vino.
–Te quiero agradecer tanto la ayuda que nos diste –me abrazó, Frida, emocionada–. Contale, Alan.
–Sí –dijo Alan –. Vimos que la máquina de café no te andaba. Te compramos una nueva.
Era verdad. Donde solía estar mi vieja máquina de café había una nueva, flamante.
–Pero –dije–. No se hubieran molestado.
–¡Cómo que no! –Levantó su copa, Frida–. Brindemos. Con todo lo que hiciste por Alan.
–Es verdad, es verdad –dijo Alan.
–No hay nada que agradecer, che –le di una palmada en el hombro–. Nos vemos poco, pero sos mi primo.
–Contale, contale –dijo Frida, feliz.
–Qué –dije.
–Sí –dijo Alan–. Esta tarde vimos en tu armario, la ropa que usás. Siempre con esa camperita corta, y esos zapatos.
–Mostrale –dijo Frida–. Mostrale.
Me habían reemplazado mi campera corta por una igual, y me habían comprado unos zapatos, otros zapatos. Parecidos, nuevos.
–¿Y los viejos? –Pregunté.
–Fuimos a la iglesia a agradecer –dijo Frida–. Y donamos la ropa. Pero los zapatos que te compramos son el mismo número, te tienen que ir bien. Igual se pueden cambiar.
Me puse a llorar, supe que mi vida sexual había terminado, el mundo jamás volvería a mostrarme ni una pizca de cortesía. Frida me dijo que yo siempre había sido un buen chico, con una gran sensibilidad. Era normal que me emocionara.

7 comentarios:

Alberto Arenas dijo...

En una época, estaba totalmente convencido que me ocurría algo parecido. En mi caso particular se trataba de una camisa, una prenda de lo mas ordinaria, ni por lejos de marca reconocida. La cuestión era que -quizá trabajando de la misma manera que un placebo- despertaba en mí una secreta confianza, una actitud implacable que derivaba en -modestas- conquistas que hoy, varios años mas tarde, me parecen tan lejanas que si no tuviera un par de secuaces como testigos, me atrevería a confundirlos con una anécdota ajena cuando no, con un sueño. Lo saludo con el atrevimiento de saberme en coincidencia con alguna de sus insospechadas vivencias.

J. Hundred dijo...

*alberto arenas! mire, debo reconocer que el texto de mi autoría, en esta curiosa oportunidad, en esta particular situación, quizás no sea gran cosa. pero no deja de ser importante la posibilidad de haber podido mencionar, casi no digo escribir, el hecho de haber intentado fornicar con un zapato alguna vez. lo saludo con sana camaradería.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Debo aplaudir por semejante historia.
Cuando leí lo del cambio de la máquina de café, supuse que lo mismo iba pasar con el calzado.
Puede pasar algo así cuando a alguien le tiran algo que guardaba, a pesar de no estar nuevo.
Podría suponerse que algún desafortunado le cambió la suerte.
Un aplauso por la historia.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Y casi diría que se justifica llorar el perder unos zapatos tan especiales

J. Hundred dijo...

*el demiurgo de hurlingham! es muy bueno lo que usted dice. porque yo, ensimismado en mi tragedia personal, única e intransferible, omití pensar que alguien, el que reciba esos zapatos, cogerá como un animal. nada se pierde, todo se transforma, son leyes de la termodinámica, eso dicen. lo saludo.

*el demiurgo de hurlingham! no sabe lo que extraño esos zapatos, usted me entiende.

Dany dijo...

Como diría Luis Brandoni: "Y todo por ese tumor de mierda". Abrazo.

J. Hundred dijo...

*dany! el señor brandoni siempre me pareció un repugnante sujeto, fiel reflejo del ser nacional. pero qué se yo, puede ser un tema mío. lo abrazo.