En la oficina sucedían las cosas que suceden en una oficina: alguien coge con alguien, todos odian a todos, alguien sueña con ascender, con alcanzar el agridulce paraíso de una gerencia, todos sueñan con escapar de esa rutina melosa y gris, manejar un descapotable, sentir el viento en la cara, ver el mar.
CR era un cadete, ya demasiado grande para ser cadete, y estaba estipulado, desde mucho tiempo atrás, anterior a mi llegada, que era un imbécil. No podía uno decir que fuera mogólico en el sentido exacto del término, pero las orejas en jarra, la parte superior del cráneo absurdamente plana, el corte de pelo de un interno de neuropsiquiátrico, y la sonrisa ensalivada y permanente, dejaban en claro que no era un sujeto normal.
Al parecer se trataba de un hijo de un coronel importante, y el coronel importante había pedido un favor a un funcionario importante. Un favor importante. Y el favor importante había sido un trabajo para su hijo extraño, y el favor importante había merecido una gratificación importante. Y eso había sucedido hacía tanto tiempo que no valía la pena revisar la cuestión. Regla número uno para sobrevivir en una oficina: si existe la posibilidad de dejar las cosas como están, no haga nada.
Y CR, que trabajaba de cadete, deambulaba por la oficina con su sonrisa eterna y brillante de saliva y su tacita de mate cocido en la mano, que iba apoyando en cualquier parte, manchando certificaciones, arruinando autorizaciones, y así.
CR, además de no hacer nada, estudiaba. Estudiaba sistemas, desde hacía unos quince años, y todo indicaba que seguiría estudiando unos quince años más, lo cual le concedía un régimen especial de trabajo, que le permitía retirarse unas tres veces por semana dos horas antes, además de poder pedirse días por examen. Como no hacía nada, a nadie le importaba lo que hacía, a nadie le importaba si venía o no, y él podía seguir estudiando tranquilo, tomando su eterno mate cocido.
Y ahí estaba yo, en esa maldita oficina, viendo cómo hacer para progresar en la vida, descubriendo que trabajar como trabajaba casi todo el mundo era un asco, una mierda, era algo que te secaba el alma en poco tiempo y te ponía blancos los pelos de los huevos y hacía que no te rieras nunca más. Y eso era todo y la gente lo aceptaba porque no había otra opción, y yo no daba más, aunque no pudiera ser que no diera más porque todavía no había pasado nada, todavía, se podría decir, no había empezado.
Quise hacer una broma, nada más. Me pareció gracioso y original. Hice que alguien le diera una tarea a CR, una tarea, inventada, que lo mandaran a otro piso, a llevar unos papeles, a conseguir una firma, que lo alejaran por un rato. Y agarré el portafolio de CR. Porque, olvidé contarlo, CR andaba siempre con un portafolio de esos de material plástico, duro, símil cuero, negro, con combinación. Y le abrí la combinación, era fácil, yo sabía hacer esas cosas. Y llamé a otro cadete. Marito, un pibe despierto, y lo mandé a la fiambrería. Le di cincuenta pesos y le dije ‘traé pan’.
–¿Qué?
–Traé pan.
–¿Qué pan?
–No importa qué pan. Traé pan. Traé todo el pan que puedas comprar. Rápido.
Y Marito me entendió al toque, y fue y vino con pan. Trajo pan lactal. El que viene en rodajas. Trajo cinco paquetes de pan blanco.
Así que comencé a colocar todo el pan dentro del portafolio, sobre las cosas de CR, un par de carpetas, biromes, un sacapuntas, un sello de goma. Hice un piso de pan. Y sobre ese piso, otro piso, y otro piso más. Empecé a apretar con fuerza, y seguí metiendo pan en el maletín, más pan, y mientras cargaba el maletín de pan, encerrado en un baño, me reía sin parar y Marito fumaba y se reía también.
–Apurate –me dijo–. Que debe estar por volver.
La idea era tan simple como estupenda. Era jueves, y CR se iba antes, se iba a la facultad. Había dicho que tenía un examen. Lo que yo quería era que CR se sentara en la facultad, para comenzar su examen, abriera el maletín, y comenzara a salir pan. Pan y más pan. La escena era absolutamente brillante y mía. La escena era genial.
Cerré el portafolio. Puse la combinación. Limpié las miguitas. Dejé todo en su lugar.
CR volvió, agarró sus cosas, se puso el saco, se fue.
–Tengo facultad –dijo.
Para entonces, el resto de la oficina ya conocía mi maniobra. Recibí algunas felicitaciones. Yo era un tipo especial.
Al otro día, el viernes, CR no vino a la oficina. El lunes vino un pariente y habló con el Director General. Después bajó la secretaria y nos contó que al parecer lo habían encontrado el jueves a la noche, a CR, ahorcado en su cuarto, en la casa de sus padres. CR se había suicidado. No se sabía nada más.
CR era un cadete, ya demasiado grande para ser cadete, y estaba estipulado, desde mucho tiempo atrás, anterior a mi llegada, que era un imbécil. No podía uno decir que fuera mogólico en el sentido exacto del término, pero las orejas en jarra, la parte superior del cráneo absurdamente plana, el corte de pelo de un interno de neuropsiquiátrico, y la sonrisa ensalivada y permanente, dejaban en claro que no era un sujeto normal.
Al parecer se trataba de un hijo de un coronel importante, y el coronel importante había pedido un favor a un funcionario importante. Un favor importante. Y el favor importante había sido un trabajo para su hijo extraño, y el favor importante había merecido una gratificación importante. Y eso había sucedido hacía tanto tiempo que no valía la pena revisar la cuestión. Regla número uno para sobrevivir en una oficina: si existe la posibilidad de dejar las cosas como están, no haga nada.
Y CR, que trabajaba de cadete, deambulaba por la oficina con su sonrisa eterna y brillante de saliva y su tacita de mate cocido en la mano, que iba apoyando en cualquier parte, manchando certificaciones, arruinando autorizaciones, y así.
CR, además de no hacer nada, estudiaba. Estudiaba sistemas, desde hacía unos quince años, y todo indicaba que seguiría estudiando unos quince años más, lo cual le concedía un régimen especial de trabajo, que le permitía retirarse unas tres veces por semana dos horas antes, además de poder pedirse días por examen. Como no hacía nada, a nadie le importaba lo que hacía, a nadie le importaba si venía o no, y él podía seguir estudiando tranquilo, tomando su eterno mate cocido.
Y ahí estaba yo, en esa maldita oficina, viendo cómo hacer para progresar en la vida, descubriendo que trabajar como trabajaba casi todo el mundo era un asco, una mierda, era algo que te secaba el alma en poco tiempo y te ponía blancos los pelos de los huevos y hacía que no te rieras nunca más. Y eso era todo y la gente lo aceptaba porque no había otra opción, y yo no daba más, aunque no pudiera ser que no diera más porque todavía no había pasado nada, todavía, se podría decir, no había empezado.
Quise hacer una broma, nada más. Me pareció gracioso y original. Hice que alguien le diera una tarea a CR, una tarea, inventada, que lo mandaran a otro piso, a llevar unos papeles, a conseguir una firma, que lo alejaran por un rato. Y agarré el portafolio de CR. Porque, olvidé contarlo, CR andaba siempre con un portafolio de esos de material plástico, duro, símil cuero, negro, con combinación. Y le abrí la combinación, era fácil, yo sabía hacer esas cosas. Y llamé a otro cadete. Marito, un pibe despierto, y lo mandé a la fiambrería. Le di cincuenta pesos y le dije ‘traé pan’.
–¿Qué?
–Traé pan.
–¿Qué pan?
–No importa qué pan. Traé pan. Traé todo el pan que puedas comprar. Rápido.
Y Marito me entendió al toque, y fue y vino con pan. Trajo pan lactal. El que viene en rodajas. Trajo cinco paquetes de pan blanco.
Así que comencé a colocar todo el pan dentro del portafolio, sobre las cosas de CR, un par de carpetas, biromes, un sacapuntas, un sello de goma. Hice un piso de pan. Y sobre ese piso, otro piso, y otro piso más. Empecé a apretar con fuerza, y seguí metiendo pan en el maletín, más pan, y mientras cargaba el maletín de pan, encerrado en un baño, me reía sin parar y Marito fumaba y se reía también.
–Apurate –me dijo–. Que debe estar por volver.
La idea era tan simple como estupenda. Era jueves, y CR se iba antes, se iba a la facultad. Había dicho que tenía un examen. Lo que yo quería era que CR se sentara en la facultad, para comenzar su examen, abriera el maletín, y comenzara a salir pan. Pan y más pan. La escena era absolutamente brillante y mía. La escena era genial.
Cerré el portafolio. Puse la combinación. Limpié las miguitas. Dejé todo en su lugar.
CR volvió, agarró sus cosas, se puso el saco, se fue.
–Tengo facultad –dijo.
Para entonces, el resto de la oficina ya conocía mi maniobra. Recibí algunas felicitaciones. Yo era un tipo especial.
Al otro día, el viernes, CR no vino a la oficina. El lunes vino un pariente y habló con el Director General. Después bajó la secretaria y nos contó que al parecer lo habían encontrado el jueves a la noche, a CR, ahorcado en su cuarto, en la casa de sus padres. CR se había suicidado. No se sabía nada más.
3 comentarios:
P dijo...
-Pan amargo.
-Pan con pan comida de sonso.
-Piden pan, no le dan.
Piden queso, le dan hueso
y le rompen el pescuezo.
(asociación de ideas para un post tremendo).
*p!
*condesa! el hecho que pidan pan y no les den, el hecho que pidan queso y les den hueso, y les rompan el pescuezo, bueno, visto así, con la serenidad de espíritu que da el paso del tiempo, permite entender que tal vez algunas canciones infantiles tenían otra función más allá de divertir.
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