Entre tantas cosas que tengo, entre la caspa y el odio, tengo, también, un radiograbador. Es un radiograbador no muy bueno, no muy nuevo, alguien que me quiso alguna vez me lo debe haber regalado. Me sirve, el radiograbador, para escuchar la radio, a la mañana principalmente. A la persona que me lo regaló no le sirvo más.
Por esas cosas que suceden, por esas peculiaridades, caprichos que tienen los objetos, el radiograbador deja de funcionar. El radiograbador no anda más. Cuando un radiograbador no anda, cuando un radiograbador deja de funcionar, entre las cosas que no se pueden hacer está escuchar la radio. Así que lo llevo a un local de mi barrio, como si cargara un perro con una pata quebrada. El local se llama ‘Service Total’. Me atiende un señor de edad mediana, sin ningún rasgo distintivo que valga la pena mencionar. Es bajo, pero no muy bajo, es canoso, pero no demasiado, tendrá cuarenta años, o cincuenta, rasgos orientales tal vez, pero diluidos por sucesivas generaciones que han debido habitar el suelo argentino, lo que equivale a decir nuestro amado país.
Le explico el problema. Me dice que debo dejar el aparato, que así él lo podrá revisar, hacer un diagnóstico, esa es la palabra que emplea. Dice que el diagnóstico cuesta, pongamos, cincuenta pesos. Con el diagnóstico, entonces, podré tomar una decisión. Debo volver dentro de tres días. Me parece bien, así que digo:
–Me parece bien.
Pago los cincuenta pesos, me dan un papel.
Pasan tres días. Tres días sin el radiograbador. Descubro entonces que he estado tres días sin escuchar la radio.
Me presento en el local. En ‘Service Total’. Me atiende el mismo hombre, que ha cambiado de camisa, todo lo demás está igual.
–Te dejé una radio –digo. Exhibo el papel.
–A ver –dice. Toma el papel y desaparece por una puerta trasera. Al rato, a los cinco minutos, vuelve a aparecer. Trae una suerte de carrito de aluminio, una camilla. Sobre el carrito, mi radiograbador yace abierto de par en par. Todo lo que había en su interior, está ahora a la vista: cables, circuitos, trozos de plástico, tubitos de metal.
–Es complicado –dice el hombre–. Hay que cambiar el rotor cibercerúleo y hacer un puente de policarbonato que permita la maxibustión aórtica sub-buffer.
Le pregunto cuánto va a costar repararlo. El hombre dice un precio que debe ser el de un radiograbador nuevo, flamante, menos un peso, tal vez.
–No –digo.
–¿Cómo?
–No. No deseo repararlo –digo.
–Pero ya está abierto –dice el hombre. No se ríe, sabe que no debe reírse, pero hay una mueca imperceptible, una torcedura de su labio inferior que deja al descubierto por un instante una repulsiva e irregular hilera de dientes amarillos. Sabe que me tiene atrapado, es un cazador y yo he caído en la trampa. Se limita a saborear la situación.
–No importa –digo–. Me lo llevo así.
Tomo una bolsa de nylon y voy colocando, pedazo a pedazo, el radiograbador, en lo que ha sido transformado. El hombre se inquieta, hace repiquetear los cortos dedos de una mano sobre el mostrador. Algo se está desviando de sus maliciosos planes.
–Quizás te puedo hacer un descuento –dice–. Dejalo y pasá en una semana.
–No –digo–. No te voy a dejar nada. Lo importante es que no te salgan las cosas como vos pensabas. Si es necesario, prefiero no escuchar la radio nunca más.
Por esas cosas que suceden, por esas peculiaridades, caprichos que tienen los objetos, el radiograbador deja de funcionar. El radiograbador no anda más. Cuando un radiograbador no anda, cuando un radiograbador deja de funcionar, entre las cosas que no se pueden hacer está escuchar la radio. Así que lo llevo a un local de mi barrio, como si cargara un perro con una pata quebrada. El local se llama ‘Service Total’. Me atiende un señor de edad mediana, sin ningún rasgo distintivo que valga la pena mencionar. Es bajo, pero no muy bajo, es canoso, pero no demasiado, tendrá cuarenta años, o cincuenta, rasgos orientales tal vez, pero diluidos por sucesivas generaciones que han debido habitar el suelo argentino, lo que equivale a decir nuestro amado país.
Le explico el problema. Me dice que debo dejar el aparato, que así él lo podrá revisar, hacer un diagnóstico, esa es la palabra que emplea. Dice que el diagnóstico cuesta, pongamos, cincuenta pesos. Con el diagnóstico, entonces, podré tomar una decisión. Debo volver dentro de tres días. Me parece bien, así que digo:
–Me parece bien.
Pago los cincuenta pesos, me dan un papel.
Pasan tres días. Tres días sin el radiograbador. Descubro entonces que he estado tres días sin escuchar la radio.
Me presento en el local. En ‘Service Total’. Me atiende el mismo hombre, que ha cambiado de camisa, todo lo demás está igual.
–Te dejé una radio –digo. Exhibo el papel.
–A ver –dice. Toma el papel y desaparece por una puerta trasera. Al rato, a los cinco minutos, vuelve a aparecer. Trae una suerte de carrito de aluminio, una camilla. Sobre el carrito, mi radiograbador yace abierto de par en par. Todo lo que había en su interior, está ahora a la vista: cables, circuitos, trozos de plástico, tubitos de metal.
–Es complicado –dice el hombre–. Hay que cambiar el rotor cibercerúleo y hacer un puente de policarbonato que permita la maxibustión aórtica sub-buffer.
Le pregunto cuánto va a costar repararlo. El hombre dice un precio que debe ser el de un radiograbador nuevo, flamante, menos un peso, tal vez.
–No –digo.
–¿Cómo?
–No. No deseo repararlo –digo.
–Pero ya está abierto –dice el hombre. No se ríe, sabe que no debe reírse, pero hay una mueca imperceptible, una torcedura de su labio inferior que deja al descubierto por un instante una repulsiva e irregular hilera de dientes amarillos. Sabe que me tiene atrapado, es un cazador y yo he caído en la trampa. Se limita a saborear la situación.
–No importa –digo–. Me lo llevo así.
Tomo una bolsa de nylon y voy colocando, pedazo a pedazo, el radiograbador, en lo que ha sido transformado. El hombre se inquieta, hace repiquetear los cortos dedos de una mano sobre el mostrador. Algo se está desviando de sus maliciosos planes.
–Quizás te puedo hacer un descuento –dice–. Dejalo y pasá en una semana.
–No –digo–. No te voy a dejar nada. Lo importante es que no te salgan las cosas como vos pensabas. Si es necesario, prefiero no escuchar la radio nunca más.
2 comentarios:
Además cualquiera sabe que el policarbonato es malísimo a la hora de permitir la maxibustión aórtica sub-buffer.
Usted me provoca vergüenza. Vergüenza de rendirme siempre tan rápido.
Un saludo.
*yoni bigud! si yo dijera todo lo que sé sobre la maxibustión aórtica sub-buffer, se arma un quilomo descomunal. y no sienta vergüenza, yoni. como decía un amigo mío: vergüenza es robar, y que te agarren. un saludo para usted.
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