Un sobrino mío se rompe una pierna. Jugando al fútbol, o jugando en un recreo, jugando a algo. Así que nos vamos al hospital mientras el chico logra dejar de gritar, y pasa a un apagado sollozo.
Quisiera que no sufra, quisiera que no le duela, pero es precisamente ante el dolor cuando descubrimos la exasperante insularidad de las personas. Ante el dolor descubrimos lo iguales que somos, lo lejos que estamos, y eso es casi más triste que el dolor mismo.
El médico que nos atiende es un imbécil demasiado satisfecho de su estetoscopio como para poder ayudar a alguien. Alguna noche de estas será asaltado por tres chicos de quince años que aspiran pegamento y quieren un automóvil y tienen la noción del bien y el mal algo difusa, entonces nuestro calvo doctor comprenderá, como cualquier superhéroe sabe, que hay determinadas circunstancias donde dejan de funcionar los propios poderes. Tristeza de superhéroe, un buen título para mi próximo libro de poemas.
Nos hacen esperar en un pasillo, sin que el doctor se haya dignado a transmitir una palabra de aliento a mi sobrino. Y eso es lo peor. Lo que nos pasa, nos pasa, siempre nos pasa, y queremos que alguien nos diga que no es tan grave, que alguien nos diga que va a andar todo bien, que alguien nos de una palmada en el hombro, que alguien nos insufle una molécula de esperanza.
Entonces mi sobrino, en ese pasillo húmedo y descascarado, logra sobreponerse al dolor y la consternación, la angustia y la tristeza, y me mira. Estamos de la mano.
–¿Por qué a mí? –dice, es todo lo que tiene para decir mientras espera ser enyesado, porque está demasiado aturdido para decir nada más.
Y a mí me parece que es la primera vez que se hace esta pregunta, que ya nada volverá a ser como antes.
Quisiera que no sufra, quisiera que no le duela, pero es precisamente ante el dolor cuando descubrimos la exasperante insularidad de las personas. Ante el dolor descubrimos lo iguales que somos, lo lejos que estamos, y eso es casi más triste que el dolor mismo.
El médico que nos atiende es un imbécil demasiado satisfecho de su estetoscopio como para poder ayudar a alguien. Alguna noche de estas será asaltado por tres chicos de quince años que aspiran pegamento y quieren un automóvil y tienen la noción del bien y el mal algo difusa, entonces nuestro calvo doctor comprenderá, como cualquier superhéroe sabe, que hay determinadas circunstancias donde dejan de funcionar los propios poderes. Tristeza de superhéroe, un buen título para mi próximo libro de poemas.
Nos hacen esperar en un pasillo, sin que el doctor se haya dignado a transmitir una palabra de aliento a mi sobrino. Y eso es lo peor. Lo que nos pasa, nos pasa, siempre nos pasa, y queremos que alguien nos diga que no es tan grave, que alguien nos diga que va a andar todo bien, que alguien nos de una palmada en el hombro, que alguien nos insufle una molécula de esperanza.
Entonces mi sobrino, en ese pasillo húmedo y descascarado, logra sobreponerse al dolor y la consternación, la angustia y la tristeza, y me mira. Estamos de la mano.
–¿Por qué a mí? –dice, es todo lo que tiene para decir mientras espera ser enyesado, porque está demasiado aturdido para decir nada más.
Y a mí me parece que es la primera vez que se hace esta pregunta, que ya nada volverá a ser como antes.
4 comentarios:
Excelente.
Desolador como domingo nublado a la tarde. Inquietante como un viernes 3AM. En fin, lo usual: brillante.
Saludos!
Lo felicito. Esa es una de las dos o tres preguntas que dan comienzo a la diarrea existencial del ser pensante.
*caballero! gracias.
*geoffrey firmin! y cierras los ojos y ves, todo el mar en primavera.. mire lo que me hizo acordar, animal. gracias.
*yoni bigud! es quizás cierto que existen 3 preguntas existenciales. una es la citada en el fragmento: ¿por qué a mí? otra es una pregunta filosóficamente tremenda: ¿se acabó el queso rallado? la tercer pregunta es muy personal, muy privada, muy íntima, no creo que sea pertinente hablar del tema.
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