Pasó lo siguiente. Perdí el cuaderno. Ando siempre con un cuaderno, siempre escribo. Bah no, no siempre escribo, no escribo casi nunca. Pero ando con el cuaderno en la mano, eso sí. Es más barato que un teléfono celular, supongo. Y no suena.
Hay gente que habla por teléfono, hay gente que escucha música. Yo ando con un cuaderno, pienso que voy a estar en un bar y voy a escribir algo y me siento mejor. No me jodas.
Y lo perdí, al cuaderno. Me subí a un taxi a la nochecita, volví a mi casa. Llevaba una mochila porque había ido a nadar. Llevaba una bolsa, también, un pulóver, alguien que conozco cumple años, compré algo para regalar.
Bajé del taxi, pagué, o al revés, primero pagué, si no no bajás, y me fui a mi casa.
Nada, lo normal. Me hice un arroz para cenar, con cebollita cortada, un poco de queso azul que había comprado el domingo, un poco de mortadela Paladini que corté en daditos, aceite de oliva, pimienta, queso rallado. Me tomé dos vasos de vino, un Malbec que no le había ganado a nadie, miré un poco de televisión pero como miro yo, sin ver, hasta que me dormí.
Al día siguiente, hoy, cuando me desperté, mientras preparaba el café vi que no estaba el cuaderno, ni el libro, porque también siempre estoy leyendo un libro. Van juntos, siempre, el libro y el cuaderno, como si algo que lo que estoy leyendo pudiera traspasar la materia, no sé. No estaba, ninguno de los dos en el lugar donde tenían que estar. Donde los dejo siempre.
Había leído bastante del libro, y era muy bueno (‘Que el vasto mundo siga girando’, de Mc Cann). Había escrito bastante, en el cuaderno, también. Tenía un par de meses de fragmentos que me pertenecían, algunos me gustaban lo suficiente.
Me puse remal. Jamás me había pasado. Son cosas importantes para mí, el libro que estoy leyendo, y mi cuaderno. Si pierdo eso entonces estoy perdido, valga la redundancia, yo, en el planeta tierra. Es una pésima señal.
Me iba a costar no sentirme un pelotudo por el resto del día, me conozco, soy así, lo supe apenas descubrí la pérdida, el descuido, la falta.
Bajé a la calle temprano, debían ser las ocho y algo, tenía que ir a una reunión, a trabajar. Milagro. Miracolo. En el buzón de entrada del edificio, metido como una carta mal colocada, oblicuos a la realidad, acomodados apenas, ahí estaban.
El libro y el cuaderno. ¡El libro y el cuaderno! No podía ser, pero podía ser. El portero lustraba el portero eléctrico, lo que equivalía a decir que quizás lustraba una versión más moderna, una versión mejorada de sí mismo, con su existencial indiferencia.
El taxista, el taxista que me había llevado el día anterior, debió recordar dónde me había bajado, a qué edificio había entrado. Cuando alguien le mostró que un pasajero se había olvidado algo en el asiento de atrás, el taxista recordó al pasajero, recordó la dirección, de inmediato.
Y eso que ni había cruzado palabra con el tipo. Me pareció básico, primitivo, hizo un comentario sobre San Lorenzo, la importancia de jugar con un 9 de área, alguna boludez por el estilo y nada, me dediqué a mirar por la ventanilla el resto del viaje. Debió pasar a la mañana bien temprano sin saber mi nombre ni el departamento en el que vivo, clavó el libro y el cuaderno en el buzón.
Notable gesto, me alegró el día, me devolvió la fe en la humanidad. Por lo general estamos condicionados por nuestra formación, por nuestra experiencia, y en mi caso espero siempre lo peor, o quizás no necesariamente lo peor pero sí la idiotez y la maldad. Estoy poseído por una mala disposición existencial en lugar de simplemente ver qué pasa. Las cosas nunca son tan malas.
Abrí el cuaderno, mi cuaderno. Alguien, el taxista, había escrito unas líneas a mano con birome negra en la contratapa.
Decía: el libro es bueno, una novela bastante buena, pero tus escritos son malos. Escribís mal, no tenés nada para decir. Te devuelvo el cuaderno para que reflexiones, te hice algunas correcciones, subrayé algunas cosas, escribí algunas notas al pie de varias páginas. Quiero que entiendas que lo que escribís es una cagada.