Elvis está vivo.
Trabaja en un bar de la calle Darwin, a dos cuadras de Corrientes, yendo para el lado de Córdoba, a mitad de cuadra, pasando un taller de reparación de autos que se llama ‘Nico’, o ‘Don Nico’, no me fijé bien porque llovía, y yo andaba lleno de fotocopias para legalizar, y si se me llegaban a mojar Arístide me iba a hacer echar, después de cagarme a patadas, así que me metí en el primer bar que encontré.
Entré al bar y me senté, y apoyé las carpetas en la otra silla, fijándome que el agua no hubiera arruinado nada. Las carpetas son de un material plástico, así que no hay problema, pero las escrituras de mierda, las actas, yo que sé, siempre son un poco más grandes, siempre hay una parte que asoma para afuera. Y es la parte donde están, tampoco sé porqué, las rúbricas, los sellos, puta madre.
–¿Qué va a tomar?
Estaba tratando de secar todo con servilletas, pero mientras secaba me caían gotitas de la cabeza, de la nariz, y entonces acababa de secar un sector, supongamos el ángulo superior derecho de un manojo de folios, y descubría con espanto que habían caído tres gotas sobre el centro de la hoja, y una parte de la palabra ‘artículo’ se había borroneado, y me quería matar. Me quería matar para que Arístide no me matara, para no darle el gusto.
Levanté la cabeza, y ahí estaba.
–Un café, y una medialuna de manteca, por favor –solté el manojo de servilletas, hechas un bollo húmedo y con alguna que otra mancha de tinta– ¡Elvis!
–¡Sh! –Dijo Elvis, y en su rostro había idénticas proporciones de tristeza y contrariedad–. No.
–¡Pero sos Elvis, papá! –No lo podía creer. No podía ser. Estaba grande, claro, con poco pelo, y blanco, peinado para el costado, y vestido de mozo y con su trapo rejilla sobre el hombro izquierdo. Pero los ojos, la cara, era Elvis– ¿Qué hacés acá?
–Vivo –dijo Elvis, y exhaló el suspiro más triste del mundo.
–Pero, pero… –Estoy hablando con Elvis Presley, ¿qué hago?–. Pero entonces…
–Sí, no estoy muerto. Tuve que escapar, las anfetaminas, quilombos políticos. Era otra época, pibe. Lo mejor fue escapar. Era escapar, o que la CIA me boleteara. No había opción.
–Pero te busca todo el mundo. Y cada año, en la fecha de tu muerte, la gente va a Memphis, hacen homenajes.
–Sí, lo miro por televisión. Y me emociona un poco, te digo la verdad. Pero no puedo volver, mirá cómo estoy. Sería un quilombo fenomenal.
Llovía más fuerte ahora. Las gotitas quedaban prendidas de la ventana y se balanceaban de un lado a otro, distorsionando la imagen del exterior.
–¡Elvis Presley! –Dije otra vez. Una cucharita se cayó al piso, y sonó como si alguien hubiera hecho sonar una campana diminuta.
–Sí, pibe, no jodas más. Ahí vengo.
Se fue por un pasillo que se perdía detrás de la barra. Y ahí estaba yo, revisando los daños de la lluvia sobre las carpetas, pensando si Arístide me iba a perdonar, y hablando con Elvis Presley. Le costaba caminar, como si tuviera problemas con una rodilla. Su español era bastante pasable.
Volvió.
–Es mejor así, pibe –dejó mi pedido sobre la mesa–. Creeme lo que te digo, es una historia que no se puede cambiar.
–¿Te duele? –Le señalé la rodilla que lo hacía renguear.
–Uf, y con humedad, mucho más. –Se hizo un masaje circular, y no pudo evitar un rictus, una mueca–. Bailar como bailaba yo no es gratis. Fijate algún jugador de rugby mayor de cuarenta años, fijate cómo le quedan los huesos. El tiempo te pasa todas las boletas, quedate bien tranquilo.
–Pero, Elvis… No sé.
–Tengo que seguir atendiendo, pibe –había entrado una parejita, y un señor de impermeable que luchaba por leer un diario mojado, con una tremenda mueca de contrariedad–. Cuidate, y suerte.
–¿Le puedo pedir algo?
Elvis se dio vuelta y resopló. Dejó la bandeja en la mesa de al lado.
–Sí, ya sé. Querés que te cante aunque sea una estrofa de ‘Love me tender’, o alguna otra, ¿no? Decime cuál querés escuchar. Te aviso que tengo la voz hecha pelota. Dos atados por día, no paro de fumar.
–No, traeme un jugo de naranja, que me debo estar por resfriar. ¿Es exprimido?