30.8.16

Tan lejos del Tíbet


Tenés que tener cien dólares, para entender lo que tenés que entender, para poder hacer el experimento, hacen falta cien dólares. Así que tenés que tener cien dólares y estar dispuesto a gastarlos. Si no tenés cien dólares no sé, podés pedirlos prestados a un familiar, a un amigo. También podés robarlos. Si no tenés los cien dólares no se puede, quizás todavía no estés preparado, el conocimiento, como tantas otras cosas, exige un proceso madurativo, así podríamos denominarlo.
Tenés los cien dólares, entonces. Vas a una vinería, una casa donde venden, específicamente, alcohol. Hay dos o tres cadenas muy conocidas, tienen varios locales en todos los barrios de la ciudad. Están en los shoppings, también. Aunque sería conveniente que elijas un local a la calle.
Vas, más o menos bien vestido, entrás al local. Y pedís asesoramiento, siempre hay algún empleado que esté algo hinchado las pelotas pero más o menos bien predispuesto. Decís que querés un vino, y decís -esto es importante- el monto de dinero que pensás gastar. Es una suma de dinero importante para un vino, eso va a predisponer al vendedor aún más, de inmediato. Va a sonreír, el vendedor, se va a esmerar.
Luego de explicarte tal o cual atributo de la sugerencia, va a elegir el vino, el vendedor, vos decís ‘sí’, o ‘bueno’. Decís que estás de acuerdo.
Aquí se abren dos posibilidades. Podés pedirle, al vendedor, que ya te ha cobrado y se prepara para poner la botella en una simpática y a la vez resistente bolsa de papel, que lo abra. El vino, sí, claro. Se va a sorprender un poco, es inusual. Puede pensar que tenés un brindis en la oficina y no tienen sacacorchos, alguien cumple años, un ascenso, algo para festejar. Querés abrir el vino entonces, y volverlo a tapar. Es raro para un vino de semejante calidad.
También podés comprar el sacacorchos y abrir el vino vos.
Lo importante es abrir el vino, queda claro.
Entonces sostenés la botella como si estuvieras leyendo algo de la etiqueta. Das unos pocos pasos y salís, con el vino en la mano, del local.
Ahora sí, sin dudarlo ni por un instante, levantás el vino bien alto y das vuelta la botella. Dejás caer el líquido, te vaciás la botella, su totalidad, en la cabeza.El proceso puede demorar cinco segundos, en ningún caso más de nueve.
Eso es lo que hacés.
Te van a estar mirando un par de curiosos que pasaban justo por la calle, alguien puede intentar sacarte una foto con su telefonito celular de última generación que aún no ha terminado de pagar. El vendedor va a salir del local, asustado y confundido a la vez.
–¿Pero qué hacés? –te va a decir, con cierto temor a acercarse demasiado– ¿Te pasa algo?
Pero vos no decís nada. Lo importante es entender que todas las cosas se terminan. Lo bueno se acaba y nada más.

*hace no mucho escribí un texto parecido, la imagen, con una botella de gaseosa. ya sé, sí, te dije que ya sé. puede ser que haya quienes se repiten, eso le pasa otra gente. en mi caso, bueno, no puedo parar de mejorar.

24.8.16

Con vos es distinto


​Desayunábamos. Yo miraba por la ventana, ella escribía algo en su teléfono.
​–Siempre me subestimaron –dijo–. Cuando le dije a mis padres que me iba de viaje, que tenía la intención de recorrer Europa, de conocer el mundo. Mi padre me dijo que me buscara a alguien, cualquiera, si era un tipo grande mejor. Así tenía alguien que me mantuviera, para no morirme de hambre. Que tuviera un hijo. Cuando le dije a mi madre que quería estudiar, seguir una carrera universitaria, se rió. ‘Qué vas a estudiar vos’, dijo, ‘no te da la cabeza ni para hacer las compras’. Y así fue siempre. Mi primer marido se iba a la cancha y me decía ‘Vos cociná, burra. Si preparás algo rico quizás cuando vuelvo te echo un polvo. No servís para nada’. Mis amigas se anotaban en un curso de cine y no me avisaban. Decían que a mí me gustaban las películas de amor, los dramones. Nada de cine para pensar, no era para mí. En los trabajos, en las entrevistas de trabajo, el que me entrevistaba sonreía y negaba con la cabeza. Un movimiento apenas perceptible. El puesto no era para mí, nunca. Siempre había alguien mejor, más capacitado. Así fue toda mi vida, así fue siempre. Hasta que te conocí a vos. Vos me valorás, me tratás bien. Con vos es distinto Juan, no me siento subestimada.
​–Bueno –dije–, estás conmigo.

18.8.16

Clases de dolor


Mi amigo M. tocó el timbre, era domingo. Debían ser las diez de la mañana. Dijo que pasaba a saludar. Dijo que venía de correr. Me sorprendió un poco la verdad, mi amigo M. era un tipo de dos atados de cigarrillos diarios desde la adolescencia. Le gustaba la pizza, le gustaba el vino. Le gustaban las dos o tres cosas que le gustaban desde siempre y que lo hacían sentir bien.
–Mirá –me dijo, mientras le servía un café–. Correr es una experiencia repugnante. Cuando corro me duelen las plantas de los pies, no te olvides que yo tengo pies planos y que jamás usé plantillas. Por lo tanto, me duelen las plantas de los pies a cada paso que doy. Pero es mucho peor después. Al día siguiente, cuando tengo que bajar de la cama, es como si me hubieran estado martillando los talones, la sensación tan horrible de saber que para caminar, para llegar hasta el baño a hacer pis voy a tener que avanzar, y que cada paso que dé va a ser peor.
–Y me duelen los tobillos –dijo–. Yo tengo esguince crónico de tobillos, así que se me doblan los pies y se me hinchan los tobillos, es un dolor agudo, y la inflamación no se te va más. Me duelen las rodillas, desde ya. No te olvides que yo tengo sobrepeso por decirlo de una manera amable, las rodillas crujen y es casi una imposibilidad material, como si las rodillas estuvieran a punto de romperse ante la carga que deben soportar. Las rodillas parecen mirarme y decir ‘¿por qué nos hacés esto?’.
–Y se me jode todo el sistema –M. me pidió más agua–. Porque me agito mal, no sé, debo pasar las trescientas pulsaciones por minuto. En determinado momento ya no me late el corazón, me laten todos los órganos. Intento respirar pero es como si no me entrara el aire, o como si el aire no fuera suficiente. Quedo al borde de la extenuación, del desfallecimiento.
–Y decime entones –me senté en el sillón– ¿Para qué corrés?
–Es que cuando me pasa todo lo que te conté –dijo M.–, mientras me pasa todo eso, no puedo pensar.

12.8.16

Paréntesis creyente


Vi a Dios en los ojos de un bebé que miraba todo sin un solo concepto, la más pura presencia sin palabras.
Vi a Dios en una vagina apenas entreabierta, a la espera de aquello que la completa.
Vi a Dios en un plato de vermicelli tuco y pesto en el Pippo de la calle Montevideo, entre el queso rallado si sabías mirar, estaba el significado de la vida.
Vi a Dios a través de un vaso de whisky Johnnie Walker etiqueta verde y Dios era dulce y amargo a la vez y te daba una palmada sobre el hombro y te decía que todo iba a estar bien.
Vi a Dios en un perro que saltaba de la más pura alegría de verte y casi te hablaba con todo su perruno ser para decirte que estaba contento, sí, de verte a vos. A vos que jugabas a meterle la mano en la boca y tironearle de los dientes y por un momento él sabía, vos sabías también, que lo que estaban haciendo era la cosa más divertida del mundo.
Vi a Dios en el mar.
Vi a Dios en la pizza y en el café con leche y en la cerveza y en el vino y la vez que te abracé, que nos dimos ese beso. La vez que caminamos por la calle de la mano y la lluvia nos hacía compañía.
Así que es como dicen nomás, Dios está en todas las cosas.

6.8.16

Momento a momento, día a día


–Se ve que estaba fundido –dije, me paré bajo el umbral de la puerta de la cocina–. ¿Hace cuánto que estaba sonando el despertador?
Moni ya se había bañado, estaba en bombacha y remera, calentaba el café. Ni me miró. A la mañana estaba de mal humor, pero se le iba a lo largo del día. Como si a la mañana, los primeros cuarenta o cincuenta minutos de estar despierta, se le viniera encima todo lo que iba a tener que hacer hasta la noche. No le gustaba mucho su trabajo, pero a quién le gusta su trabajo. Quizás tampoco le gustaba mucho su cotidianeidad, por decirlo de algún modo, su vida.
Para la mujer tener hijos es un imperativo categórico, no importa las argumentales pavadas que pueda decir, a favor o en contra, al respecto. Tener un hijo justifica su precario paso por la tierra, además de permitirle tener donde volcar su existencial angustia. Tener un hijo mantiene a la mujer ocupada por quince años mínimo, y después, cuando recupera parte de la conciencia, ya está, ya es vieja. El tema se imponía cada vez más, entre nosotros, en cada pausa, en cada silencio. Qué íbamos a hacer con eso.
–No sabés lo que soñé –dije.
–Qué –dijo. Abrió la heladera, sacó la mermelada.
–Soñé que me perseguía un monstruo, algo horrible. Como si fuera una cucaracha pero gigante, más alto que yo. Y de pie, quiero decir, parado en dos patas. Le veía la panza, de un amarillo pálido con rayas negras, y movía las patas, varias patas como si fueran brazos, patas con dobleces y peludas, que terminaban en una especie de pinzas. Y corría rápido, la cucaracha, me perseguía.
–Bueno –dijo. Me sirvió café, se sentó, con sus galletitas–. Ya está, no es nada.
–No, pará –dije–. Después soñé que me caía, me caía de una torre muy alta, estaba fumando en un balcón y me empujaban. Yo caía, desde un piso cincuenta y siete. Caía y caía mirando el cielo, esperando el impacto que terminaría con mi vida y esa espera, justamente, era el más puro espanto. Una sensación tan angustiante.
–Bueno –dijo Moni. Tomé un sorbo de su té, pintó una galletita con mermelada, masticó–. Es un sueño muy común, la sensación de caída. Dura un par de segundos como mucho, está estudiado.
–Y después soñé algo más –probé el café. Estaba fuerte, estaba bien–. Soñé que me estaba cogiendo a tu amiga, a Miriam. Cogíamos y empezábamos a pensar cómo matarte, con veneno. Para poder seguir juntos, ella y yo. Así que ella tenía una amiga que trabajaba en una farmacia, y conseguía el veneno, para que yo te lo diera durante el desayuno. Estábamos enamorados como chicos, dispuestos a cualquier cosa.
Soltó la taza, Moni, hizo ruido cuando la dejó sobre el plato. Escupió unas miguitas mientras hablaba.
–Los sueños tienen mucho significado, Juan. Lo que me decís es muy grave.