El tipo me molesta, en el bar. Debe tener unos sesenta años, usa siempre la misma campera. Pide un café, el tipo, y paga con tarjeta. Llama al mozo con un chistido, de mala manera. Sale un momento a fumar, porque el bar tiene un sector externo que da directo a la calle, donde se puede fumar. Y, para fumar, pide fuego, a alguien que pase por la calle, o a alguien que esté fumando.
Y acá viene lo importante. Lee el diario, el tipo, en el bar. El bar compra todos los días dos diarios. El tipo entra al bar y se desespera por localizar el diario, los dos diarios. Si lo está leyendo alguien en otra mesa, se levanta y se lo pide, a los dos minutos se lo pide de nuevo. Y se lo pide una vez más.
Eso es todo, básicamente. El tipo paga con tarjeta un mísero café, el tipo fuma todos los días pero no es capaz de comprarse un encendedor, el tipo lee el diario, se sienta a leer el diario, podríamos decir que leer el diario es la actividad más importante de su mañana, y del resto del día también. Pero no piensa comprarlo jamás.
Así que me molesta, el tipo. Su actitud ante la vida, no sé.
Entonces hago lo siguiente. Un domingo, cuando voy de visita a lo de mi madre, me llevo algunos diarios viejos. Diarios que guarda mi madre para tirar la basura, o para envolver cosas. Diarios que tienen seis meses de antigüedad o más.
Voy al bar. Voy al bar diez minutos antes.
Hay poca gente, en el bar, gente que desayuna antes de ir a trabajar, nadie te lleva mucho el apunte.
Espero un momento, agarro un diario del bar, como para leerlo. Pero no lo leo. Lo que hago es sacar de mi mochila los diarios viejos. Y lo cambio por el nuevo. Alto, alto. El asunto es más complejo. Dejo la primer hoja, del diario nuevo, dejo la tapa. Y reemplazo, el cuerpo del diario nuevo, por el cuerpo de un diario viejo. Meto el cuerpo del diario nuevo en la mochila. Hago como que busco unos papeles, libros.
Listo, ya está.
Dejo el diario cambiado sobre mi mesa, como si hubiera terminado de leerlo. Termino mi café, espero.
Llega el tipo. Se lleva el diario de mi mesa, casi sin pedir permiso. Se sienta, pide un café, lee. Lee con avidez, con desesperación. No se observa en su rostro mayor contrariedad. Paga con tarjeta, sale a fumar, pide fuego. Vuelve y sigue leyendo.
Me hace bárbaro, la verdad, verlo leer un diario que es de hace siete u ocho meses. Por un momento pienso en pararme, ir a su mesa y decirle ‘estás leyendo un diario del año pasado, ¿no ves que sos un infeliz?’ Después pienso por un instante que quizás yo sea una mala persona, pero no, tampoco es eso. La mañana es preciosa, está muy bien así.