Paso
por la puerta de un hospital. No son, todavía, las siete de la mañana. Pasé la
noche en la casa de Paola. Hubo una época en que pasar la noche en la casa de
Paola era suficiente motivo para estar contento con 48 horas de anticipación.
Pero ahora es un fastidio, Paola, escucharla durante la cena mientras me
atraganto de vino barato, justamente, para no escucharla, para que su voz sea
apenas un sonido más entre tantos. Y después abre las piernas, Paola, o se pone
en cuatro patas, y lanza un cada vez más fastidiado suspiro. Y cogemos como
podemos hasta que nos vence el sueño, y
cada uno sueña con todo lo que no le salió, con todo lo que no va a poder ser.
Vuelvo
a casa, quiero ducharme para ir a trabajar. El otoño en Buenos Aires es
maravilloso, pero antes de las ocho de la mañana, y después de las diez de la
noche. El resto del día está la gente, como un virus, como la peste, y entonces
no importa ni el clima ni nada. Entonces es todo en defensa propia.
–¡Ey!
–me están hablando a mí, sé que me están hablando a mí, pero prefiero que no me
estén hablando a mí. En la calle, a las siete de la mañana, de qué me pueden
hablar.
Miro,
no quiero mirar, tengo mis asuntos que atender, pero miro. Conviene mirar para
saber si uno tiene que tirar una trompada o correr.
En
la puerta del hospital, un hombre. Bastante mayor, más de setenta años. Está
despeinado, los pocos pelos que le quedan, y con la bata puesta, es un
paciente, un enfermo que ha llegado casi hasta la calle. Trata de ocultarse, de
guarecerse detrás de una columna, pero no lo consigue. Asoma la cabeza, agita
un billete de diez pesos, en la mano con la cual me dice que me acerque. Está
descalzo, se le ven las frágiles rodillas.
–Qué
pasa, señor –digo.
–Me
comprás un café con leche –me señala un puesto callejero, un carrito junto a un
árbol, donde un boliviano dormido espera
la llegada del personal del hospital, es demasiado temprano para visitas–. Con
tres facturas, por favor. Dale.
Me
quiero ir. Últimamente no me importa nada de lo que le suceda al resto de la
humanidad, con la curiosa excepción de los perros. Me quiero ir, le indico a
mis piernas que sigan, que caminen, pero las piernas no me obedecen.
–Qué
–digo, mantengo unos tres pasos de distancia, pero está claro que el hombre no
puede hacerme ningún daño–. Qué necesita.
–Tres
facturas, bolas de fraile –tose, se toma el pecho, escupe sobre el piso, su
escupida es gris–. O churros rellenos… Con dulce de leche. Y café, café con
leche.
Agarro
los diez pesos de su mano con dedos como garras. Un tipo de limpieza continúa baldeando
el frente del hospital con los auriculares puestos, sin llevarle el apunte a
nada ni a nadie.
El
hombre me mira, su mirada es traslúcida y ausente, como si tuviera cataratas y
me mirara desde un lugar muy lejano, desde quizás ninguna parte. Tiene la
cabeza, el cráneo, moteado de lunares, amarillentas manchas, la canosa barba
crecida. Se apoya en la columna, se esfuerza en respirar.
Voy.
Le compro las facturas y un aguachento café con leche en vasito de plástico. Agrego
diez pesos yo. Vuelvo con el pedido. Abre la bolsa de papel madera, se mete un
churro en la desdentada boca. Muerde, mastica, se mancha el mentón con dulce de
leche. Bebe un sorbo del café con leche. Cierra los ojos. Muerde otra vez, como
puede, mastica.
–Ahhh … –exhala–. Ahhh… –vuelve a exhalar, y me parece que está llorando. Lagrimea,
en silencio.
–Señor
–digo–. Qué le pasa. ¿Quiere que llame a un médico? ¿Se siente mal? –Hacer
preguntas pelotudas quizás sea la más democrática de las especialidades.
–Me
operan, pibe –chupa el azúcar de la bola de fraile que acaba de sacar de la
bolsa de papel–. Del corazón, a las tres de la tarde. No creo que salga, no sé,
tengo un mal presentimiento.
–Pero
no –digo–. Qué tiene.
–Todo,
pibe, tengo todo –mastica–. La vida. Pero si me muero esta tarde, igual quería
desayunar. Café con leche, facturas. El mundo es una mierda, pibe, el mundo es
cruel y es una mierda, y la gente es una mierda. Pero desayunar es genial.
Le
deseo suerte. Le digo que me diga su nombre o el número de su habitación, para
pasar a ver cómo le fue. Toma un sorbo del café con leche y luego sigue
masticando, me hace un gestito con la cabeza, indicándome que no quiere seguir
hablando conmigo, que me vaya.
Y
yo sé que con el 2% de esa actitud sería capaz de mover montañas, de partir
azulejos con la pija, de seguir adelante sin pensar tanto. Sin importar lo que
me pase.