30.1.14

El mundo es una mierda pero


         Paso por la puerta de un hospital. No son, todavía, las siete de la mañana. Pasé la noche en la casa de Paola. Hubo una época en que pasar la noche en la casa de Paola era suficiente motivo para estar contento con 48 horas de anticipación. Pero ahora es un fastidio, Paola, escucharla durante la cena mientras me atraganto de vino barato, justamente, para no escucharla, para que su voz sea apenas un sonido más entre tantos. Y después abre las piernas, Paola, o se pone en cuatro patas, y lanza un cada vez más fastidiado suspiro. Y cogemos como podemos hasta que  nos vence el sueño, y cada uno sueña con todo lo que no le salió, con todo lo que no va a poder ser.
         Vuelvo a casa, quiero ducharme para ir a trabajar. El otoño en Buenos Aires es maravilloso, pero antes de las ocho de la mañana, y después de las diez de la noche. El resto del día está la gente, como un virus, como la peste, y entonces no importa ni el clima ni nada. Entonces es todo en defensa propia.
         –¡Ey! –me están hablando a mí, sé que me están hablando a mí, pero prefiero que no me estén hablando a mí. En la calle, a las siete de la mañana, de qué me pueden hablar.
         Miro, no quiero mirar, tengo mis asuntos que atender, pero miro. Conviene mirar para saber si uno tiene que tirar una trompada o correr.
         En la puerta del hospital, un hombre. Bastante mayor, más de setenta años. Está despeinado, los pocos pelos que le quedan, y con la bata puesta, es un paciente, un enfermo que ha llegado casi hasta la calle. Trata de ocultarse, de guarecerse detrás de una columna, pero no lo consigue. Asoma la cabeza, agita un billete de diez pesos, en la mano con la cual me dice que me acerque. Está descalzo, se le ven las frágiles rodillas.
         –Qué pasa, señor –digo.
         –Me comprás un café con leche –me señala un puesto callejero, un carrito junto a un árbol, donde un  boliviano dormido espera la llegada del personal del hospital, es demasiado temprano para visitas–. Con tres facturas, por favor. Dale.
         Me quiero ir. Últimamente no me importa nada de lo que le suceda al resto de la humanidad, con la curiosa excepción de los perros. Me quiero ir, le indico a mis piernas que sigan, que caminen, pero las piernas no me obedecen.
         –Qué –digo, mantengo unos tres pasos de distancia, pero está claro que el hombre no puede hacerme ningún daño–. Qué necesita.
         –Tres facturas, bolas de fraile –tose, se toma el pecho, escupe sobre el piso, su escupida es gris–. O churros rellenos… Con dulce de leche. Y café, café con leche.
         Agarro los diez pesos de su mano con dedos como garras. Un tipo de limpieza continúa baldeando el frente del hospital con los auriculares puestos, sin llevarle el apunte a nada ni a nadie.
         El hombre me mira, su mirada es traslúcida y ausente, como si tuviera cataratas y me mirara desde un lugar muy lejano, desde quizás ninguna parte. Tiene la cabeza, el cráneo, moteado de lunares, amarillentas manchas, la canosa barba crecida. Se apoya en la columna, se esfuerza en respirar.
         Voy. Le compro las facturas y un aguachento café con leche en vasito de plástico. Agrego diez pesos yo. Vuelvo con el pedido. Abre la bolsa de papel madera, se mete un churro en la desdentada boca. Muerde, mastica, se mancha el mentón con dulce de leche. Bebe un sorbo del café con leche. Cierra los ojos. Muerde otra vez, como puede, mastica.
         –Ahhh … –exhala–. Ahhh… –vuelve a exhalar, y me parece que está llorando. Lagrimea, en silencio.
         –Señor –digo–. Qué le pasa. ¿Quiere que llame a un médico? ¿Se siente mal? –Hacer preguntas pelotudas quizás sea la más democrática de las especialidades.  
         –Me operan, pibe –chupa el azúcar de la bola de fraile que acaba de sacar de la bolsa de papel–. Del corazón, a las tres de la tarde. No creo que salga, no sé, tengo un mal presentimiento.
         –Pero no –digo–. Qué tiene.
         –Todo, pibe, tengo todo –mastica–. La vida. Pero si me muero esta tarde, igual quería desayunar. Café con leche, facturas. El mundo es una mierda, pibe, el mundo es cruel y es una mierda, y la gente es una mierda. Pero desayunar es genial.
         Le deseo suerte. Le digo que me diga su nombre o el número de su habitación, para pasar a ver cómo le fue. Toma un sorbo del café con leche y luego sigue masticando, me hace un gestito con la cabeza, indicándome que no quiere seguir hablando conmigo, que me vaya.
         Y yo sé que con el 2% de esa actitud sería capaz de mover montañas, de partir azulejos con la pija, de seguir adelante sin pensar tanto. Sin importar lo que me pase.

4 comentarios:

Yoni Bigud dijo...

Sí, sí, cómo no. El problema, creo yo, es que esa actitud que a usted le serviría para mover montañas y partir azulejos con la gallina, llega casi siempre dos horas antes de las tres de la tarde. Digo, de esas tres de la tarde, no de cualquier tres, y no de cualquier tarde.

Pero bueno... me puedo equivocar. A lo mejor el caballero era un antiguo titular de esa actitud, quizás estaba llevando a cabo el último acto de una vida plena, y no el primero de un final desesperado. Quién sabe... las medialunas y los churros, las facturas en general, tienen la virtud de atraer la más variada fauna.

Le dejo, como se me ha hecho costumbre, un admirado saludo.

J. Hundred dijo...

*yoni bigud! a algunas personas el impulso revolucionario, la pulsión de cambiar el perverso y particular orden del universo todo, se nos manifiesta, por lo general, como ganas de almorzar. lo saludo, es bueno saber de usted.

MaGa dijo...

Factura power.

J. Hundred dijo...

*maga! y sí.