Por lo general, por norma, suelo cumplir años, todos los años, una vez al año. Aquel que se esfuerce en ser original en los acontecimientos más pueriles, corre el severo riesgo de ser un salamín. No creo en los acontecimientos, además. No creo en las fiestas ni en los cumpleaños ni en los aniversarios. Los que ponen excesivo énfasis en los acontecimientos, suelen dejar demasiados tiempos muertos; demasiados espacios en blanco. Prefiero saltarme los acontecimientos, prefiero el durante.
Dicho esto, hecha la aclaración, igual, la gente que me conoce, el círculo de consanguinidad íntimo, lo que se ha dado en llamar ‘familia’, decide celebrarme el cumpleaños. Una cena, un brindis, poca gente, cinco, o siete personas, no hace falta recurrir a precisiones de carácter estadístico.
Aquí viene la parte relevante. Tras la cena, deciden hacerme soplar una velita. Es una formalidad, un inofensivo rito.
Traen la torta, con una velita.
Presten atención, por favor. Descubro, con sorpresa, con pesar, que a la torta le faltan tres porciones, tres pedazos. Es una torta de ocho porciones, pero faltan tres. Al parecer alguien tuvo visitas el día anterior, y utilizó la torta en cuestión. Al ver mi expresión, alguien dice ‘es lo mismo, es lo mismo. Pedí tres deseos. Dale’.
Así que cumplo mi rol. Murmuro algo ininteligible. Pido tres deseos y soplo. Soy saludado.
Sin embargo, creo que si a la torta le faltan tres porciones, tres pedazos, eso debe tener alguna implicancia, algún significado.
Tal vez debí pedir dos deseos, no abusar. Tal vez debí tirarme al piso y llorar como un chico.