30.1.23

Sh


La gente está tan sola, la gente está tan mal, que necesitan gritar lo que les pasa. Creen, pobres, cómo no comprenderlos, que otorgándole una sonora cualidad a sus tragedias quizás eso les confirme que de algún modo existen.
No hablan, ya nadie habla, hace tiempo que hablar se dejó de usar, pasó de moda como los pantalones pata de elefante. Sin saberlo desde ya, piden socorro.
Entonces gritan, no pueden parar de gritar. Por teléfono celular principalmente, en cualquier parte, en la calle, en un transporte público repleto de gente.
–¡Ravioles! ¡A la noche comemos los ravioles que quedaron del freezer! –dice una mujer y mira alrededor como si fuera Diana Krall y acabara de terminar un tema.
–Ayer miré la tele, y después me dormí –dice un hombre por teléfono y asiente, asiente esperando que alguien también asienta, alguien que le confirme que si miró la tele y durmió entonces es muy probable que esté vivo, que todavía respire.
En los bares pasa lo mismo, exactamente lo mismo. Se te sienta una parejita en la mesa de al lado y ella grita ‘¡Ahora voy a retirar el análisis de sangre!’, y te mira porque si se va a buscar el análisis de sangre entonces, aunque prácticamente no tiene nada que se parezca a una vida, tiene sangre. Algo es algo.
La gente cree que si repiten lo que les pasa una y otra vez, cada vez más fuerte, quizás logren volverse un cachito más interesantes. Puede que el oído ajeno les regale algún significado a esa sucesión de imbecilidades, una maldita cosa detrás de la otra (dijo Winston), la vida.
En lo personal ya casi no digo nada. Murmuro apenas, cuando voy a comprar jamón y queso en la fiambrería, digo ‘permiso’ cuando entro a un ascensor, pido un café en alguna parte. Digo ‘gracias’, también, a veces, ‘muchas gracias’. Y nada más, miro por alguna ventana cómo pasan los autos. Por lo general vivir es un fastidio que no merece mayores estridencias ni comentarios.

20.1.23

Esa chispa


Descubrí algo extraño que me sucede, una pauta de comportamiento por decirlo de algún modo, rara.
Cuando voy a encontrarme con mi novia, cuando arreglo para salir un martes a la noche o a veces los jueves. Después de cenar, vamos a coger. Le exijo, primero le indico pero si es preciso le exijo que realice durante el acto sexual, el coito, la fornienda, las peores barbaridades. Le pido que se meta varios dedos en el culo, o que se trague el esperma como si en verdad lo estuviera saboreando, que se pase un dedo manchado de esperma por las cejas o por los labios, que grite, que diga que quiere ser atravesada por un senegalés con la poronga del tamaño de un antebrazo humano o por un enano disfrazado de Batman, de Oaky, del Capitán América. Que aúlle y me pida que le acabe en los ojos, que me pida que la estrangule con un cinturón o que le de latigazos hasta dejarle el culo en carne viva.
Después, otro día, cuando concurro de visita a una prostituta, le pido que se vista. Que nos sentemos en la cocina a conversar mientras tomamos unos mates, que me cuente de su infancia, cómo se jodió los ligamentos cuando quería ser bailarina, que me muestre fotografías de su pequeña hija durante el acto de fin de año del colegio. Después hablamos de lo caro que está todo, de la inseguridad, del costo de vida. Le cuento que me están por ascender a subgerente de algo, de cualquier cosa, que quiero cambiar el auto. Al rato me voy, no, nada de coger, qué coger, lo importante es conversar, compartir experiencias, estar en agradable compañía.
No, no me pasa nada. El asunto es que uno de los pocos momentos en que las personas se vuelven interesantes es cuando se las saca de su zona de confort. Cuando no pueden hacer lo que quieren hacer, lo que están acostumbradas a hacer, lo que hacen más o menos siempre.
Esos únicos momentos en los que puede surgir una chispa de magia. Lo demás es lo que sos todo el tiempo, como si estuvieras guionado. Tu maldito libreto.

10.1.23

Meteorológico


A veces voy y me paro en una esquina. Diciembre en Buenos Aires, más de treinta y tres grados, el sol te atraviesa como un rayo láser. Casi podés sentir el asfalto caliente que pasa las suelas de goma y sube y sube como una dulce caricia primero, para transformase en una simpática pitón después con el único objetivo de recordarte que te estás quemando.
A veces llueve, es otoño y llueve. Explota el cielo y se abre como si alguien rasgara una bolsa de residuos del tamaño del cielo, justamente. Y me quedo parado en una esquina como si estuviera esperando para cruzar, con una camisa apenas. Y el agua me chorrea por las cejas, por la nariz, por el cuello.
Y no falta, nunca falta alguien que se me acerque y se me quede mirando. Alguien que me pregunta si me pasa algo o me diga sin decir, en un murmullo apenas, que está lloviendo, o que me ponga a la sombra, o que me estoy mojando.
Pero yo no contesto, nunca contesto. Sigo viendo el horizonte o la nada misma hecha de autos. Porque si recuerdo todo lo que quise ser y no salió, todo lo que pudo ser y no fue, o cuánto te quise. Para resumir, si recuerdo todo lo que fracasó, bueno. El clima es anécdota.