28.3.18

Desde aquí


A veces prendo el televisor, llego a casa y no tengo un pomo para hacer hasta la hora de la cena, la verdad, vivir es pagar el gas, hervir arroz, no mucho más que eso.
Prendo la televisión, entonces, están los noticieros o los programas de espectáculos, con panelistas, alguien intentando ser gracioso o divertido, ahora es todo lo mismo.
Y ponele que muestran imágenes de un maremoto en Japón con olas de sesenta y seis metros de altura que se devoran edificios enteros como si fueran de hojaldre mientras la gente grita (en japonés) del más puro espanto.
O se escapan tres leones de un zoológico en Minneapolis o en Minnesota y los leones entran a las casas y se comen un bebé con papas españolas y la gente grita y hay francotiradores que se suben a los techos de los edificios mientras los leones van y entran a un supermercado y se puede ver la sangre desparramada sobre el piso junto a la góndola de los quesos.
O entrevistan a alguien, alguien que apenas puede hablar del susto que tiene. Alguien que iba por la ruta a Rosario y era medianoche y se le apareció una nave espacial de frente y se bajaron tres marcianos medio panzones con cabezas en forma de huevo y ojos fosforescentes y le dijeron que venían a colonizar el planeta tierra y que les gustaban mucho las papas fritas en tubo con dulce de batata. Y se lo garcharon.
Y así, más o menos así son las noticias. Un delivery de tragedias. Pero yo sonrío, pongo el agua para los ravioles, me fijo si me queda queso rallado. Trabajé más de diez años en oficinas, a mí no me asusta más nada.

21.3.18

Espejito, espejito


Hago lo que te voy a contar, hago lo siguiente. Si me cruzo con alguien en cualquier parte, en la calle o en el trabajo o en un bar. La persona que te saluda porque te conoce, o puede ser un extraño a veces, si estás haciendo un trámite o comprando algo. La persona, entonces, decía, dice algo. Y lo que dice en el 97% de los casos es una estupidez, o una agresión. Alguien que te conoce te puede decir ‘che, estás más gordo, ¿no? Cuidate, mirá que ya estamos en una edad jodida’. O ‘¿Así que fuiste de vacaciones a Pinamar? Por qué no vas a Necochea que es más barato, si la arena es igual en todos lados’. En fin, variaciones por el estilo.
​Entonces, lo que hago. No hago nada, apretás pausa. Lo único que hacés es levantar la vista, un poco, unos catorce o diecisiete grados quizás. Y tratás de sentir un punto. Un punto en vos, la palma de una mano, debajo del ombligo, detrás de la cabeza. Puede ser la planta de los pies. Tenés que encontrar ese punto donde te resulte cómodo anclar la atención.
​Y listo. Hacés eso. Metés esa pausa mientras tu atención va a ese punto, ahí te quedás. No respondés, no decís más nada. Pueden ser cinco segundos, o diez, no hace falta más.
​Y vas a ver cómo la persona se desmorona por completo. Se ríe o se disculpa, se desdice, puede que agregue ‘la verdad que siempre me pareciste un tipo único, una persona genial’. Puede que la persona se vaya prácticamente corriendo, me ha pasado también que alguien me diga ‘no puedo más’ y se largue a llorar.
​Es esa pausa sin reacción, donde vos te corrés como si supieras que estabas de algún modo obstruyendo un espejo. Como si viniera un chorro de luz, desde atrás y desde arriba, y vos lo dejaras pasar. Y entonces la persona, el ocasional interlocutor tiene aunque sea por un instante la oportunidad de verse, algo que quizás jamás había hecho. El horrendo monstruo que lo habita, y no lo puede soportar.

14.3.18

Pasa el tren


Iba caminando, tenía que ver a un amigo de Martín que quería comprar un auto, y yo vendía mi auto. El tipo vivía por zona norte y se volvía del centro, me dijo que tomáramos un café en Selquet
​Así que bajé por Olleros, se me ocurrió que todavía era temprano, tenía tiempo así que pensé que podía dar una vuelta por Palermo, estirar las piernas. Después ir a Selquet, mostrarle un par de fotitos del auto al tipo, decirle el precio a ver si estaba interesado. Yo no me iba a comprar otro auto, no necesitaba otro auto, no tenía adónde ir. Necesitaba guita eso sí, aunque más no fuera para quedarme quieto. Si no conseguía algo de guita pronto no iba a poder dormir nunca más en mi vida.
​Llegué a Libertador, crucé Libertador. Entonces escuché el sonido, vi las barreras bajas, arrancaba el tren que iba para el centro.
​Me sonó el teléfono. Moni, quejándose tal era su costumbre. Que había llamado el propietario porque debíamos tres meses de alquiler, que yo le había prometido que la iba a llevar el sábado al teatro pero era viernes y ni siquiera había sacado las entradas, que el domingo tenía el cumpleaños de su hermana y ella quería llevar una torta y yo había dicho que la llevaba a comprar la torta pero que no iba a a hacer un pomo, como de costumbre. Puteaba, Moni, le encantaba putearme mientras se quejaba. Decía ‘forro’ muchas veces, decía ‘qué pelotudo’.
​Entonces dejé de escuchar, con el teléfono todavía en la mano, y miré. No podés escuchar y mirar al mismo tiempo, lo había leído en una revista científica, te parece que sucede todo al mismo tiempo pero no es al mismo tiempo, estaba estudiado. Así como tampoco se puede tener más de un pensamiento a la vez, es secuencial.
​Un perro, sí, un perro. Atorrante, bigotudo, de los perros que suelen andar por ahí, por las vías del tren. Pensé ‘¿es sordo? ¿cómo puede ser que no se vaya?’, porque el tren ya había arrancado y agarraba velocidad. Debía estar, el perro, en el medio de las vías, a unos treinta metros de distancia.
​Y vi. El perro levantó la cabeza y me di cuenta que estaba enganchado. De una pata, se había quedado trabado en las vías. Tiraba un poco pero le dolía y no podía porque el dolor te quita la voluntad, todo su ser preso de un temblor, la exoftálmica mirada, la desesperación más pura.
​Sonó la bocina, más fuerte. Pero era inútil, el perro no podía moverse, el tren no podía parar. Miré, grité algo y miré.
​–¡Eh!
​Pero el conductor que también había visto al perro se agarró la cabeza con una mano, esperando el mínimo e inevitable impacto.
​Y entonces, como en las películas, como si todo transcurriera en cámara lenta, pensé.
​Pensé si hay un Dios, si existe algún Dios, una fuerza superior, algo, entonces el perro no va a morir. Porque no, el tren no lo va a atropellar, el perro va a lograr soltarse la pata.
​Eso pensé, limpio y claro como un pomelo, en ese preciso instante.
​Y mientras escuchaba el aullido del perro pulverizado por el metal, sentí el toque. Un chiquito me arrancó el teléfono de la mano, pasó justo por detrás del tren y corrió a toda velocidad para el lado del bosque.
​Quién dijo que el orden universal tiene algo que ver con tu conveniencia personal, con lo que vos creés que debería ocurrir, como vos pensás que deberían ser las cosas. Seguí.

7.3.18

Un asunto filosófico


Iba por la ruta, a Pinamar, fuera de temporada. Se había muerto mi abuelo y había dejado un departamentito en Pinamar. Mi abuelo tenía dos hijas, mi madre y mi tía S. Mi tía S. le había dicho a mi madre que no podía venir con nosotros porque tenía un problema en una pierna, y su perro salchicha que se llamaba Tommy, bueno, no lo podía dejar solo porque se angustiaba, se ponía mal. Yo ya tenía todo más o menos arreglado para vender el departamento con una inmobiliaria de allá. No era gran cosa, pero era algo.
Era viernes a la mañana. Íbamos, firmábamos, y volvíamos al otro día.
Conducía el auto de mi difunto padre, un Ford Escort viejo sin dirección hidráulica que probablemente jamás había sido lavado. Yo acababa de divorciarme y le había tenido que dejar mi auto a Mónica.
Después de Dolores nos paró un control policial. Me tiré a la derecha, me detuve.
–Buenos días, señor –dije al oficial, algo excedido de peso y con la cara picada de viruela.
–Registro, seguro, cédula verde –dijo.
–Sí –dije y miré a mi madre mientras sacaba mi registro del bolsillo de la campera.
Me miró, mi madre, con esa mirada transparente tan bonita que siempre había tenido. Me miró y sonrió, apenas. En su mundo. No tenía un solo papel, no tenía idea de qué le estaba hablando. No debía pagar patente ni seguro desde la muerte de mi padre, y mi padre había muerto hacía varios años. Pagar las boletas era algo que hacía mi padre, y mi madre simplemente había considerado que todo lo que hacía él, mientras vivía, debía seguir haciéndolo de algún modo después de muerto.
–Oficial –dije, bajé del auto–. Tengo mi registro, pero no tengo los papeles del auto. El auto es de mi madre, bueno, en realidad es de mi padre, y acaba de fallecer su padre, el padre de mi madre, o sea mi abuelo. Estoy yendo a enterrarlo, a mi abuelo, en Pinamar.
–No tiene los papeles del auto –dijo el oficial, y se tocó, casi, apenas, la gorra.
–Mi madre tiene alzheimer –dije, la señalé. Mi madre miraba por la ventana, sonrió y nos saludó–. Se olvida de las cosas.
–Si no tiene los papeles del automóvil no puede circular –miraba mi registro–. Es una infracción grave.
–Escuche –dije–. Tengo que llevar a mi madre a Pinamar, voy a un entierro –hice una cinematográfica pausa–. Tiene que haber una forma de arreglar esta situación.
Levantó la vista, me miró. Todo lo que había que saber para sobrevivir en el planeta tierra estaba en esa mirada. Quizás ser argentino sea esa mirada y no mucho más que eso.
–Yo no le pedí nada –dijo.
–No, ya sé –dije–. Usted no me pidió nada y yo no le ofrecí nada. Ahora, lo que tenemos que averiguar es cuánto es nada.
Busqué la billetera.
–Suba al auto –dijo–. Me lo da cuando le devuelvo el registro.
Saqué trescientos pesos. Se los pasé por la ventanilla. El oficial me dijo que espere y se alejó a hablar con otro que parecía estar a cargo. Volvió y se inclinó sobre la ventanilla para hablarme otra vez.
–Disculpe –dijo–. Pero van a tener que ser dos nadas, usted entiende.
Le di trescientos pesos más. Me saludó con una venia. El resto del viaje no revistió mayores dificultades.