31.3.08

Curaciones

Cuando anochece, concurro a cualquier shopping center. Llevo todo el dinero que soy capaz de transportar. Llevo una mochila llena de billetes.
Camino entonces, a paso lento, contemplando las vidrieras. Me detengo frente a objetos, prendas de vestir, artículos electrónicos que fácilmente podría comprar. Miro cualquier objeto un minuto o dos, no hace falta más. Aprecio su belleza, su utilidad. Lo miro, y no lo compro.
Hecho este ejercicio, dos o tres veces, se experimenta una inaudita carga de energía, como quien ha aprendido a retener la eyaculación mediante misteriosas técnicas hindúes. Se adquiere una enigmática paz. Puede entonces marcharse a su domicilio y dormirá como un bendito, podrá descansar sin dificultad.

28.3.08

El jefe de la tribu

El jefe de la tribu, el líder, el brujo, el chamán, salió de su choza con el torso pintado de naranja y verde, tenía el conocimiento para hacer colores con extractos vegetales. Lo aguardaba una multitud silenciosa, temerosa, expectante. Llevaba puesto una peluca gigantesca, hecha con plumas de pavo real. Al verlo sobre la tarima, la gente retrocedió un poco. Las mujeres se pusieron de rodillas y de espaldas, cabeza en tierra, exhibiendo el ano como un animal que se sabe vencido, no les estaba permitido mirar a la deidad de frente.
–¡Sagarp! –dijo el jefe. Luego encendió una antorcha y la arrojó, encendida, a la multitud. Dio media vuelta y volvió a entrar a su choza.
Pasadas siete lunas volvió a salir. Había estado espiando, y salió justo cuando un relámpago cruzaba el cielo, lo cual fue un exquisito golpe de efecto. Esta vez salió sin el pecho pintado ni la peluca hecha de plumas de pavo real macho. Iba completamente desnudo, cubierto por una piel de jaguar. La piel lo cubría como una manta, por la espalda, y llevaba las extremidades de la piel atadas a sus propias extremidades con finas tiras hechas de tripa de cerdo. Pierna delantera derecha de la piel de jaguar sobre su brazo derecho, pierna trasera izquierda de la piel de jaguar sobre su pierna izquierda, cabeza de jaguar con colmillos y bigotes y ojos amarillos por sobre su propia cabeza. El efecto era el de estar viendo al jefe convertido en un mismísimo jaguar, erguido sobre dos patas, mirando con disgusto y fiereza mientras se apoyaba en un bastón hecho de fémures humanos.
–¡Shagosh! ¡Shagosh! –avanzó un paso, como si fuera a atacar, y la multitud retrocedió, los hombres dejaron caer sus lanzas y levantaron los brazos al cielo–. ¡Shagosh Impele!
Dio media vuelta y se metió en su choza, no sin antes lanzar una furibunda escupida.
Pasaron siete lunas, otra vez, y la multitud hizo guardia frente a la choza desde muy temprano. Hacía mucho frío y el ganado se moría sin explicación. El invierno parecía no sólo haberse adelantado, sino también haber aumentado en intensidad. Además, el Guerrero Quibusi había encontrado en su choza, junto al lecho de su primogénito, una mamba negra. La serpiente había mordido al niño mientras dormía dejándole una manito del tamaño de una sandía, lo cual era un claro signo del disgusto de los dioses.
El jefe, el brujo, el chamán, había pasado la noche con dos vírgenes vestales, untándolas con aceite de coco y haciéndoles, luego del rito de iniciación, cruces de esperma y nuez moscada sobre sus pequeñas frentes. Las chicas habían reído y llorado un poco y vuelto a reír. Ahora dormían desnudas y abrazadas, sobre una piel de antílope, al pie del camastro principal, junto al perro Eke, perro atorrante y bigotudo que siempre se las ingeniaba para conseguir calor y comida fingiendo una lesión en una pata.
El jefe había estado toda la noche bebiendo un aguardiente de pésima calidad, hecho con caña de azúcar, con más de cincuenta grados de alcohol. Le dolía la cabeza, sentía que le latía la nuca y detrás de los párpados. Cuando quiso frotarse con una piel de castor embebida en mentol, casi grita de dolor. Le parecía que tenía la nuca a quince centímetros de la nuca.
Se puso lo primero que encontró: un traje negro Hugo Boss, de dos botones, una camisa Armani de seda blanca, zapatos negros Salvatore Ferragamo, y un pañuelo Hermès asomando del bolsillo superior del saco, color lila, que le había traído un primo de Milán.
Se asomó, gargajeó un poco, y apuntando con un índice a una nube dijo:
–¡Shuruk! ¡Shuruk tosi nowan! –iba a meterse en la choza de inmediato, pero volvió a girar, abrió los brazos en cruz, tanto como pudo, y levantó la vista al cielo– ¡Samur nevene!
La multitud, impávida, asintió y se quedó rumiando, repitiendo las palabras del gran jefe.
El jefe de la tribu volvió a meterse en su choza y lanzó una puteada. La camisa estaba planchada para la mierda.

25.3.08

Me llamo rencor

Yo no creo que seas mejor que yo. Creo que tuviste suerte, creo que no es justo, creo que fue casualidad. Creo que de ninguna manera te merecés lo que te está sucediendo. Creo que es un error, creo que todo lo que te fue dado en algún momento deberás devolverlo, creo que las boletas revolotean sobre tu cama como buitres famélicos y no te dejan dormir, creo que los milagros golpean en algún momento a la puerta y ya no son milagros, usan sombrero de hongo y están ojerosos y grises, y dicen ‘vengo a cobrar’.
O quizás yo hice todo mal, no me hagas caso.

22.3.08

Pastillas

Deje de recordar.
*De ‘Para poder olvidar. Lección # 73’.

Cuando entro a un bar, veo en cada mesa una vida que no voy a vivir, y me surgen inmediatas ganas de felicitarme, de invitarme a un café.
*De ‘Introducción al conformismo’.

Para saber qué clase de persona sos, necesito saber si tu aburrimiento se parece más a la preocupación o a la desesperación.
*De ‘Si es preciso conocerte, si no puede evitarse’.

Ser lo bastante bueno para imaginarse cómo sería ser bueno de verdad, y al mismo tiempo saberse incapaz de llegar allí.
*De ‘Frustración’.

Después de ver por televisión cantidad de programas de cocina, estoy en condiciones de afirmar que el futuro es pasado hervido.
*De ‘Gourmet’.

19.3.08

Puede ser extraño, puede ser cruel

Veo un documental de la National Geographic. Hay un rinoceronte. El rinoceronte, al parecer, tiene deseos de fornicar. La cámara toma su mirada, de perfil, su ojo legañoso, en medio de milenarias arrugas.
El rinoceronte encuentra una hembra. Si bien no hablan, si bien no consigo descifrar ninguna conversación, la voz en off nos cuenta que la hembra está dispuesta.
Es entonces cuando la hembra comienza a correr. No a caminar, ni a dar vueltas, sino a marchar a paso vivo. La hembra ha soltado algún olor peculiar, y marcha, veloz, con destino incierto. El rinoceronte la sigue, manteniendo el paso, olvidando todo lo demás.
Cuenta la voz que la hembra mantiene esa marcha durante días. Ya se ha hecho referencia a la predisposición, por lo tanto, dice la voz en off, el objeto es probar el estado físico del macho que la ha elegido, antes de dejarse alcanzar.
Puede ser extraño, puede ser cruel, puede ser algo que debe ser hecho de esa forma, algo natural. Sorprendente.
Pero no le pide dinero, en ningún momento del documental. Y eso me sorprende, también.

16.3.08

El día del desafío

El joven practicante de artes marciales entró al templo. Era muy temprano, de madrugada, y el sol se negaba a aparecer. Las alturas de la montaña Ku Soi Wen permitían, a los pocos elegidos de entre millones de aspirantes que se presentaban año a año para ser aceptados entre los discípulos, disfrutar del paisaje más maravilloso de todo China. Pero hacía frío.
Isogu había ingresado al templo teniendo tan sólo nueve años. Hijo de una humilde campesina y vaya a saber quién, tal vez un mongol que había bajado del caballo a orinar o a beber, y había dejado preñada a la mujer, para luego retirarse sin emitir mucho más que un sonido gutural.
Después de haber vagado durante su corta vida, comiendo un mendrugo de pan y un puñado de arroz, de vestir con harapos, de vivir como un lobo, sin saber mucho más que unas once palabras, había pasado un día por la puerta del templo. Como no tenía nada para hacer, y una interminable fila de muchachos de todas las edades esperaba, se había sentado a esperar también.
Cuando le tocó su turno después de nueve noches y nueve días de esperar a la intemperie, cuando llegó a la entrada del monasterio hecho de la piedra más maravillosa que nadie jamás hubiera visto, con sus furiosos dragones abrazados a columnas de jade que flanqueaban el inmenso pórtico de oro puro, se le permitió pasar, avanzar tan sólo tres pasos.
Los tres monjes examinadores le preguntaron porqué quería dedicar su vida al Kung Fu, porqué quería vivir para siempre bajo los designios del tigre y el dragón, cuáles eran sus habilidades especiales.
Cansado, exhausto, confundido por el hambre y la espera, el joven Isogu lanzó un aullido que estremeció las farolas de papel que adornaban la entrada. Luego emprendió una corta carrera en cuatro patas, y mordió con todas sus fuerzas los testículos de uno de los guardias que, despreocupado y de espaldas, se desmayó de inmediato.
Se le permitió quedarse, vaya uno a saber porqué. De eso hacía ya once años.
Isogu aprendió a hablar, a comer, aprendió artes marciales. Se volvió un verdadero maestro, temible en el manejo de sus manos y la espada, indomitable e indetenible en cada combate, sumiso y obediente a sus maestros a medida que se perfeccionaba, que se hacía hombre.
Isogu entró al templo esa mañana helada y se dirigió de inmediato a la sala de práctica, pasando la galería principal, donde pequeños budas de piedra recordaban a cada uno de los venerables predecesores que habían conducido los destinos del templo.
En la sala, iluminada apenas por la tenue luz del día que se negaba a comenzar, Pion Lin, su maestro de toda la vida, encendía cada una de las novecientas cuarenta y dos velas que circunvalaban el sagrado recinto.
El maestro Pion Lin le había enseñado todo lo que sabía. Llevaba puesto su tradicional kimono amarillo, y su cabeza rasurada parecía casi azul, por el frío. El maestro Pion Lin siguió encendiendo las novecientas cuarenta y dos velas, como cada mañana desde hacía treinta y siete años, sin prestarle atención.
Isogu sabía que el período de enseñanza había llegado a su fin. Sabía que la vida en el templo, y por ende la vida como él la conocía en su totalidad, había terminado. Sabía porqué había concurrido aquella mañana, tan temprano, después de beber un vaso de leche mezclado con la sangre de tres palomas blancas.
Isogu se quitó la camisa sin cuello de su uniforme negro, desabrochando con cuidado cada uno de los botones de nácar. Su cuerpo, trabajado al máximo, era un intrincado cableado de tendones, no había en él una pizca de grasa.
Hizo un lento y estudiado movimiento de manos que asemejaba la picadura de una cobra, con sus rodillas en una ínfima flexión y la mirada fija en la espalda, algo encorvada por cierto, del maestro.
–Maestro –su voz fue un susurro de chi contenido–, he venido a desafiarlo.
Pion Lin giró su hirsuta cabeza, apenas.
–Tomatelás, pendejo –dijo–. Hace un frío.

13.3.08

Arquímedes 3, Hundred 0

Todo cuerpo sumergido en agua recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al volumen de agua desalojado (Arquímedes).
Todo cuerpo sumergido en agua recibe un empuje de arriba hacia abajo igual a, bueno, habría que preguntarle al que me empujó. ¿Son graciosos, no? (Hundred).
Denme una palanca, y moveré el mundo (Arquímedes).
Denme trescientos sesenta mil dólares, y te muevo lo que quieras (Hundred).
El lado del hexágono regular inscrito en un círculo es igual al radio de dicho círculo; así como que el lado del cuadrado circunscrito a un círculo es igual al diámetro de dicho círculo. De la primera proposición se deduce que el perímetro del hexágono inscrito es tres veces el diámetro de la circunferencia, mientras que de la segunda proposición se deduce que el perímetro del cuadrado circunscrito es cuatro veces el diámetro de la circunferencia.
Se afirma además que toda línea cerrada envuelta por otra es de menor longitud que ésta, por lo que la circunferencia debe ser mayor que tres diámetros, pero menor que cuatro. Por medio de sucesivas inscripciones y circunscripciones de polígonos regulares se determina el valor aproximado de pi (Arquímedes).
Estas milanesas están buenísimas. ¿Quedó más puré? (Hundred).

10.3.08

Servime otro martes

La falta de sentido en todo lo que hago, en todo lo que veo, no me impide continuar, cosa extraña y porqué no paradojal, haciendo y viendo.
El desapego se transforma en indolencia, en qué otra cosa podría transformarse.
El virus del fastidio hace una clásica pirueta y muta con displicencia hacia el tedio.
Claro que te estoy prestando atención, te estoy escuchando. Me interesa lo que me decís.
Estás deprimida, te parece. Mirá vos.

7.3.08

Cortinas

Sábado, nueve de la mañana, el otoño mancha las cosas de un melancólico gris. Bajo con mi bolsa de ropa para lavar. Voy al lavadero. Al lavadero de los chinos. El chino se llama, así me lo ha dicho, o yo lo he establecido y él no ha considerado relevante desmentirlo, se llama, decía, Li.
Conozco a Li desde hace unos cuatro años. El primer año, le enseñé a decir ‘buen día’. El segundo año, le enseñé a decir ‘¿todo bien?’. El tercer año, le enseñé a decir ‘nos vemos’. El parece disfrutar nuestro diálogo semanal, hecho de una sola oración.
Yo: Buen día, Li.
Li: Mdía.
Al año siguiente.
Yo: ¿Todo bien?
Li: ¿Tuwein?
Al año siguiente. Cuando ya he dejado mi ropa y le he pagado.
Yo: Nos vemos.
Li: Lemos.
Estoy pensando cuál será la frase del año en curso. Aún no lo he decidido. Li me recibe expectante, con interés, cuenta las camisas para planchar, y distribuye mi ropa en un par de canastos de plástico azul, usando un criterio que no consigo descifrar.
Luego debo darle veinte pesos, y él debe darme las camisas, planchadas, de la semana anterior. Hasta que me decida, hasta que agregue una nueva frase al repertorio, diré ‘nos vemos’. Tal vez la frase de este año sea ‘Calor’, o quizás, arriesgándome en las procelosas aguas del lenguaje, la frase sea ‘Mucho calor’.
Entra al local una mujer. La mujer es igual, en sus medidas, de ancho que de alto. Va vestida de manera tosca, con un arrugado vestido floreado. El vestido es verde, las flores amarillas. Lleva zapatos muy antiguos, y las piernas enfundadas en medias de color carne. Su cabello es corto, entrecano, y el ceño fruncido no podría ser alterado ni a punta de cincel.
Estamos en el local, solamente, Li y yo.
–Necesito que las cortinas tengan mucho suavizante, y cuidado con los bordes porque las puntillas…
La mujer parece no haber registrado mi presencia. Ha extraído dos gruesas cortinas de un bolso negro que ha dejado junto a su cartera, por seguridad, como si alguien pudiera querer robarle algo, entre sus piernas. Apoyó las cortinas sobre la mesa, sobre mi ropa. La mujer levanta un dedo, da instrucciones, su expresión es severa.
–Señora –le digo–. Estoy yo.
–La última vez las cortinas quedaron con manchitas, y eso es porque las lavaste junto con otra cosa, un par de medias, no sé –La mujer sigue con su diatriba.
–Señora –digo. Tiene que verme. Es imposible que no me vea. Mido un metro noventa.
–Y las voy a venir a buscar hoy a la tarde, Li. No quiero esperar un día. Ustedes los chinos son muy haraganes, y este país les dio todo.
–Señora, va a tener que esperar que me terminen de atender, va a tener que esperar que yo me vaya –algo me pasa, me conozco. Algo en mí se ha corrido de lugar, algo no está bien. Estoy perdiendo el control.
–Para la tarde, entonces. ¿A las cinco?
–Vas a tener que esperar, vieja de mierda, porque si no te voy a cagar las cortinas –Tomo las cortinas y las arrojo al piso, hechas un bollo. Me bajo los shorts y los calzoncillos en un solo movimiento, y me acuclillo sobre el montón de género. Hago fuerzas, ahora he logrado captar su atención. Se lleva el dorso de una mano a los labios, y retrocede un paso, aterrada. Li, por primera vez desde que lo conozco, se toma la frente y niega con la cabeza.
–Ahora vas a ver –digo. Me pongo rojo, hago un esfuerzo importante pero estoy incómodo. Me duelen las rodillas, y las cortinas me hacen cosquillas en los testículos. No consigo defecar, por más que lo intento.
La mujer logra recuperar las cortinas de un tirón, y huye despavorida, olvidando el bolso. Oigo el taconear de sus zapatones en retirada.
Me pongo de pie. Me subo los shorts. Li me mira con las manos a la espalda.
–Va a hacer calor, Li, mucho calor. –Le doy veinte pesos, me da mis camisas.
–Calol –dice Li.

4.3.08

amanece

tengo tremendas dudas
si el mundo soportará
un día más.
pero justo desde mi ventana
puedo ver ahí
entre dos edificios
asomarse con timidez al sol.

el croupier celestial
ha echado a rodar
otra bola.
hagan sus apuestas.