Durante un tiempo fuimos felices, durante un tiempo creímos que la felicidad era posible. Pero después no. De pronto, como quien se mira al espejo y descubre una cana y no puede creer qué le pasó, el gorila del tiempo comiendo su banana hecha de vos.
Te quedás mirando por la ventanilla de la vida, no alcanzás a entender, todo aquello que funcionaba, la alegría, las ganas escurriéndose como una luz debajo de una puerta.
Llegan los reproches, el fastidio, el insoportable again and again de una diluida fragancia, una fruta que perdió su sabor.
Cada tanto alguien vuelve a repetir, generalmente fuera de contexto, aunque quién puede saber cuál es el contexto, la frase de Einstein, respecto a su definición de la locura. Aquello de hacer una y otra vez lo mismo y esperar un resultado diferente. Se refería, supongo, a insistir con algo que no funcionó, esperando que la insistencia lo haga funcionar.
Lo que Einstein no dijo, o quizás olvidó mencionar, es que aquello que funcionó, aquello que una y otra vez funcionó, también dejará de funcionar. No será ninguna locura, será triste y nada más.
30.7.11
25.7.11
Energético
Te voy a explicar algo, aunque últimamente ya no ando con ganas de explicar nada, pero te voy a explicar algo. Porque no lo sabés, porque sería bueno que lo sepas, prestá atención.
A ver, la única energía que existe en este planeta proviene de los seres vivos. Ya está, eso. Veo que no entendés, no es tu culpa tampoco, debés ser perito mercantil, o estudiaste psicología, no pasa nada.
Lo que se enchufa, en realidad, no se enchufa. Lo que lleva baterías, bueno, no lleva baterías. Es un push, un empujón, para arrancar, pero después, mientras dura, come de vos. Veo que seguís sin entender. Ahí voy de nuevo, no te hagás problema.
Vos prendés la luz, y la luz, para permanecer encendida, usa tu energía, la energía del ser vivo que alumbra, la luz te alumbra gracias a vos.
Vos hablás por teléfono celular, el milagro de la comunicación, pero el teléfono por el que hablás, no anda a batería, anda a vos. No, no es que trae cáncer, el cáncer pasó de moda, no se usa más. Te estoy diciendo que el teléfono, para permanecer encendido, usa tu energía, te chupa vida.
¿La computadora? Sí, claro, la computadora también. La heladera anda de la energía que todavía conserva la comida, una manzana, carne, leche, así.
No, no te sale, ni siquiera sabés qué preguntar. No importa. Basta con que sepas que cualquier aparato o dispositivo que precisa de energía para funcionar en cualquiera de sus formas, usa principalmente tu energía.
El residuo de ese proceso de combustión, lo que va quedando, sos vos, extraviado, perplejo, aturdido. Apestando a información.
A ver, la única energía que existe en este planeta proviene de los seres vivos. Ya está, eso. Veo que no entendés, no es tu culpa tampoco, debés ser perito mercantil, o estudiaste psicología, no pasa nada.
Lo que se enchufa, en realidad, no se enchufa. Lo que lleva baterías, bueno, no lleva baterías. Es un push, un empujón, para arrancar, pero después, mientras dura, come de vos. Veo que seguís sin entender. Ahí voy de nuevo, no te hagás problema.
Vos prendés la luz, y la luz, para permanecer encendida, usa tu energía, la energía del ser vivo que alumbra, la luz te alumbra gracias a vos.
Vos hablás por teléfono celular, el milagro de la comunicación, pero el teléfono por el que hablás, no anda a batería, anda a vos. No, no es que trae cáncer, el cáncer pasó de moda, no se usa más. Te estoy diciendo que el teléfono, para permanecer encendido, usa tu energía, te chupa vida.
¿La computadora? Sí, claro, la computadora también. La heladera anda de la energía que todavía conserva la comida, una manzana, carne, leche, así.
No, no te sale, ni siquiera sabés qué preguntar. No importa. Basta con que sepas que cualquier aparato o dispositivo que precisa de energía para funcionar en cualquiera de sus formas, usa principalmente tu energía.
El residuo de ese proceso de combustión, lo que va quedando, sos vos, extraviado, perplejo, aturdido. Apestando a información.
20.7.11
Cómotevatantotiempoquéesdetuvida
Alguien se encuentra con alguien. En un bar. Para identificar con mayor precisión, para que la historia sea quizás un poco más accesible, serán, en adelante, ‘Alguien1’, y ‘Alguien2’.
Tanto Alguien1 como Alguien2 son mujeres, olvidé mencionarlo.
La historia, lo que está sucediendo, en el bar, es más o menos así. Alguien1 y Alguien2 son amigas desde hace mucho, quizás desde la secundaria. Alguien1 se ha ido a vivir a Europa, a Londres muy probablemente, o a Paris, no hace a la cuestión, no viene al caso. Alguien1 se ha ido a Londres hace muchos años, a estudiar idiomas, o filosofía, o antropología, algo así. Ahora vive allí, en Londres o en Berlín, es profesora de algo, de algo que estudió, da clases. Está en pareja con alguien, alguien que conoció allá, alguien que vive también allá, en Londres o en Roma, era parte del plan.
Alguien1 habla, Alguien2 escucha. Alguien1 es la mujer que fue a ver qué había allá afuera, salió al mundo, aprendió a comprar aspirinas en alguna farmacia de Europa, a tener frío lejos de mamá, a fumar hachís con un compañero de curso africano que además tenía la verga del tamaño de un antebrazo, y olía horrible, apestaba a curry, algo que puede ocasionar más de un incordio a la hora de fornicar, no es como en las películas, nunca es como en las películas.
Alguien2, que escucha, se quedó, en el sentido amplio del término. Se casó pronto, a los veintidós, tiene tres hijos, y un marido al que desprecia, pero es más lo que se tiene invertido en el plan, que lo que el mundo tiene para ofrecer, conviene seguir, así que sigue. Pero se siente mal, Alguien2, sabe que no saltó, que no saltó a ninguna parte, hizo, más o menos, lo que le fue apareciendo en el camino, lo que pudo, está aburrida, está cómoda, no le va mal.
Alguien1, en cambio, en esta visita, advierte lo lejos que se ha ido, tan lejos que ya no hay manera de volver. Necesita, a través del descubrimiento de Alguien2, sentir que hizo bien, que su viaje le abrió el abanico de la vida al que casi nadie se anima. Que toda la húmeda melancolía de Londres tuvo algún sentido, que los solitarios cigarrillos frente a aquella ventana que daba a una pared de ladrillos, lo que equivale decir a la nada misma, tuvieron su recompensa. Puede subirse a un tren, dormir una siesta, y despertarse en Amsterdam, o en Madrid. Puede ir a un concierto de jazz, en Berlín.
Pero, mientras Alguien1 habla, al mismo tiempo Alguien1 siente, como nunca antes, que su vida no ha ido a ninguna parte, que lo único que le ha quedado de los últimos diez años son tres o cuatro cafés con leche y los museos, y la verga del africano que tiene un chivo particular y único, por las mañanas las axilas le huelen a algo que sólo puede semejarse a la orina de un gato, de aquel gato que tenía en su niñez, Felipe, se llamaba, el gato. El negro se llama Daniel, pero con acento en la a.
Y mientras Alguien2 escucha, Alguien2 siente que no le ha pasado nada, con la notable excepción de sus hijos, que ni siquiera se animó a probar la marihuana aquella vez en San Bernardo, que lo único que ha estado haciendo son trámites, para los chicos, inscripciones, legalizaciones, certificaciones, análisis de sangre, y compras, compras y más compras para mantener andando un aerostático globo que apenas se sostiene en el aire, cada vez más bajito, en un abrumador viaje hacia la senectud sin paradas donde poder bailar, o coger, o reír.
Alguien1 habla, Alguien2 escucha, y la mañana transcurre como cualquier otra mañana. Las dos tienen fotos para mostrar, digitales y en papel. Las dos se hicieron las tetas, por motivos bien diferentes, por motivos que ambas desean explicar con cierto detalle. Pasan los autos por la avenida.
Tanto Alguien1 como Alguien2 son mujeres, olvidé mencionarlo.
La historia, lo que está sucediendo, en el bar, es más o menos así. Alguien1 y Alguien2 son amigas desde hace mucho, quizás desde la secundaria. Alguien1 se ha ido a vivir a Europa, a Londres muy probablemente, o a Paris, no hace a la cuestión, no viene al caso. Alguien1 se ha ido a Londres hace muchos años, a estudiar idiomas, o filosofía, o antropología, algo así. Ahora vive allí, en Londres o en Berlín, es profesora de algo, de algo que estudió, da clases. Está en pareja con alguien, alguien que conoció allá, alguien que vive también allá, en Londres o en Roma, era parte del plan.
Alguien1 habla, Alguien2 escucha. Alguien1 es la mujer que fue a ver qué había allá afuera, salió al mundo, aprendió a comprar aspirinas en alguna farmacia de Europa, a tener frío lejos de mamá, a fumar hachís con un compañero de curso africano que además tenía la verga del tamaño de un antebrazo, y olía horrible, apestaba a curry, algo que puede ocasionar más de un incordio a la hora de fornicar, no es como en las películas, nunca es como en las películas.
Alguien2, que escucha, se quedó, en el sentido amplio del término. Se casó pronto, a los veintidós, tiene tres hijos, y un marido al que desprecia, pero es más lo que se tiene invertido en el plan, que lo que el mundo tiene para ofrecer, conviene seguir, así que sigue. Pero se siente mal, Alguien2, sabe que no saltó, que no saltó a ninguna parte, hizo, más o menos, lo que le fue apareciendo en el camino, lo que pudo, está aburrida, está cómoda, no le va mal.
Alguien1, en cambio, en esta visita, advierte lo lejos que se ha ido, tan lejos que ya no hay manera de volver. Necesita, a través del descubrimiento de Alguien2, sentir que hizo bien, que su viaje le abrió el abanico de la vida al que casi nadie se anima. Que toda la húmeda melancolía de Londres tuvo algún sentido, que los solitarios cigarrillos frente a aquella ventana que daba a una pared de ladrillos, lo que equivale decir a la nada misma, tuvieron su recompensa. Puede subirse a un tren, dormir una siesta, y despertarse en Amsterdam, o en Madrid. Puede ir a un concierto de jazz, en Berlín.
Pero, mientras Alguien1 habla, al mismo tiempo Alguien1 siente, como nunca antes, que su vida no ha ido a ninguna parte, que lo único que le ha quedado de los últimos diez años son tres o cuatro cafés con leche y los museos, y la verga del africano que tiene un chivo particular y único, por las mañanas las axilas le huelen a algo que sólo puede semejarse a la orina de un gato, de aquel gato que tenía en su niñez, Felipe, se llamaba, el gato. El negro se llama Daniel, pero con acento en la a.
Y mientras Alguien2 escucha, Alguien2 siente que no le ha pasado nada, con la notable excepción de sus hijos, que ni siquiera se animó a probar la marihuana aquella vez en San Bernardo, que lo único que ha estado haciendo son trámites, para los chicos, inscripciones, legalizaciones, certificaciones, análisis de sangre, y compras, compras y más compras para mantener andando un aerostático globo que apenas se sostiene en el aire, cada vez más bajito, en un abrumador viaje hacia la senectud sin paradas donde poder bailar, o coger, o reír.
Alguien1 habla, Alguien2 escucha, y la mañana transcurre como cualquier otra mañana. Las dos tienen fotos para mostrar, digitales y en papel. Las dos se hicieron las tetas, por motivos bien diferentes, por motivos que ambas desean explicar con cierto detalle. Pasan los autos por la avenida.
15.7.11
En lo cierto
Éramos cuatro. Toto, Richar, Juan Manuel, y yo. Nos encontrábamos a comer una pizza, cada dos semanas. Éramos amigos, no sabíamos ni cómo nos habíamos ido haciendo amigos, de la vida.
La pizzería podía cambiar, por semestre, de acuerdo a si alguien decía que era mejor la fugazza rellena de Banchero, o si alguien decía que lo mejor era la pizza al molde de El Palacio. Se aceptaban sugerencias, se podía opinar. Pero si uno sugería el cambio de lugar, eso implicaba también una responsabilidad. Si las cosas no funcionaban, si las cosas salían mal en el nuevo lugar por cualquier motivo, quien había pedido el cambio de lugar sería el blanco de todas las puteadas.
Estábamos en el semestre de El Cuartito. Llegamos, pedimos. Una grande napolitana con ajo, una chica de fugazzeta, dos Warsteiner de litro, cinco o seis porciones de fainá.
Pasa algo, en esos sacrosantos lugares, que te sentís cómodo. No importa si tu esposa coge con el portero del edificio, o si ahí afuera hay gente capaz de quemarte el culo con una plancha Atma por un par de monedas. Lo único interesante de la Argentina son esas cinco o siete pizzerías, el resto del país te lo podés meter bien en el culo, me vas a tener que disculpar.
–Epa, che, ¿qué te pasa? –dijo Juan Manuel. Le hablaba a Toto. El Toto, en silencio, lloraba. Caían las lágrimas como animales indiferentes y resbaladizos, y él estaba muy quieto, las manos sobre la mesa, miraba una pared, como si estuviera mirando por una ventana.
–Nada –dijo el Toto–. No me pasa nada.
–¿Cómo que no te pasa nada? –Richar apagó el celular–. Estás llorando.
–Sí, estás llorando –dije yo, porque Juan Manuel y Richar esperaban que yo, de alguna forma, convalidara. Y el Toto estaba llorando, no había mucho que corroborar.
–Bueno, sí, estoy llorando –el Toto se secó los ojos con un antebrazo–. Me voy a morir.
Se hizo un silencio, de esos cinematográficos silencios. Ninguno sabía que el Toto estuviera enfermo, estaba flaco, tenía pelo, salía a trotar. Tenía llegada con las minas. El Toto se levantaba pendejas, alumnas, daba clases en un par de facultades, vivía con su mamá.
–Pará, boludo –Richar se agazapó– ¿Qué tenés? ¿Qué te pasó?
–Nada, no va por ahí –El Toto jugaba con su tenedor a pinchar la nada sobre la mesa, se pinchaba la mano, la palma de una mano, un poco, apenas, también–. No tengo ninguna enfermedad. Pero esta mañana cuando sonó el despertador supe que me voy a morir. Una certeza de mi finitud, una curiosa e insostenible conciencia de mi mortalidad. La perecedera naturaleza de las cosas. Supe, ahora sí, lo supo todo mi ser, que me voy a morir. Que el mar en Santa Clara va a seguir estando aunque yo no pueda meter las patitas. El árbol de Plaza Irlanda donde le di mi primer beso a Elina y pensé que se podía ser feliz va a seguir ahí como cuando paso y toco la corteza del tronco para recordar lo que sentí con la yema de los dedos, va a seguir igual. Va a llover, con lo que a mí me gusta ver llover, y va a ladrar un perro en alguna parte y yo no voy a estar. Me voy a morir, lo sé, lo supe esta mañana y me hizo moco, me hizo mal.
Llegó el mozo con el pedido, Juan Manuel sirvió la cerveza, a todos. Hicimos un módico brindis, bebimos uno o dos sorbos. Los chicos arrancaron con la napolitana, yo me serví primero una porción de fugazzeta, para jorobar. La primer porción, servirse la primer porción de pizza, es como la primer estocada, el pito ingresando en la vagina misma, pero sólo la primer entrada, esa sensación única, tan particular. Lo demás es sexo, lo demás lo dejamos para otra oportunidad.
La cerveza estaba justa, perfecta. Masticamos en silencio.
–Está buena la pizza –dijo Juan Manuel.
–Sí –dijo Richar–. Está genial.
La pizzería podía cambiar, por semestre, de acuerdo a si alguien decía que era mejor la fugazza rellena de Banchero, o si alguien decía que lo mejor era la pizza al molde de El Palacio. Se aceptaban sugerencias, se podía opinar. Pero si uno sugería el cambio de lugar, eso implicaba también una responsabilidad. Si las cosas no funcionaban, si las cosas salían mal en el nuevo lugar por cualquier motivo, quien había pedido el cambio de lugar sería el blanco de todas las puteadas.
Estábamos en el semestre de El Cuartito. Llegamos, pedimos. Una grande napolitana con ajo, una chica de fugazzeta, dos Warsteiner de litro, cinco o seis porciones de fainá.
Pasa algo, en esos sacrosantos lugares, que te sentís cómodo. No importa si tu esposa coge con el portero del edificio, o si ahí afuera hay gente capaz de quemarte el culo con una plancha Atma por un par de monedas. Lo único interesante de la Argentina son esas cinco o siete pizzerías, el resto del país te lo podés meter bien en el culo, me vas a tener que disculpar.
–Epa, che, ¿qué te pasa? –dijo Juan Manuel. Le hablaba a Toto. El Toto, en silencio, lloraba. Caían las lágrimas como animales indiferentes y resbaladizos, y él estaba muy quieto, las manos sobre la mesa, miraba una pared, como si estuviera mirando por una ventana.
–Nada –dijo el Toto–. No me pasa nada.
–¿Cómo que no te pasa nada? –Richar apagó el celular–. Estás llorando.
–Sí, estás llorando –dije yo, porque Juan Manuel y Richar esperaban que yo, de alguna forma, convalidara. Y el Toto estaba llorando, no había mucho que corroborar.
–Bueno, sí, estoy llorando –el Toto se secó los ojos con un antebrazo–. Me voy a morir.
Se hizo un silencio, de esos cinematográficos silencios. Ninguno sabía que el Toto estuviera enfermo, estaba flaco, tenía pelo, salía a trotar. Tenía llegada con las minas. El Toto se levantaba pendejas, alumnas, daba clases en un par de facultades, vivía con su mamá.
–Pará, boludo –Richar se agazapó– ¿Qué tenés? ¿Qué te pasó?
–Nada, no va por ahí –El Toto jugaba con su tenedor a pinchar la nada sobre la mesa, se pinchaba la mano, la palma de una mano, un poco, apenas, también–. No tengo ninguna enfermedad. Pero esta mañana cuando sonó el despertador supe que me voy a morir. Una certeza de mi finitud, una curiosa e insostenible conciencia de mi mortalidad. La perecedera naturaleza de las cosas. Supe, ahora sí, lo supo todo mi ser, que me voy a morir. Que el mar en Santa Clara va a seguir estando aunque yo no pueda meter las patitas. El árbol de Plaza Irlanda donde le di mi primer beso a Elina y pensé que se podía ser feliz va a seguir ahí como cuando paso y toco la corteza del tronco para recordar lo que sentí con la yema de los dedos, va a seguir igual. Va a llover, con lo que a mí me gusta ver llover, y va a ladrar un perro en alguna parte y yo no voy a estar. Me voy a morir, lo sé, lo supe esta mañana y me hizo moco, me hizo mal.
Llegó el mozo con el pedido, Juan Manuel sirvió la cerveza, a todos. Hicimos un módico brindis, bebimos uno o dos sorbos. Los chicos arrancaron con la napolitana, yo me serví primero una porción de fugazzeta, para jorobar. La primer porción, servirse la primer porción de pizza, es como la primer estocada, el pito ingresando en la vagina misma, pero sólo la primer entrada, esa sensación única, tan particular. Lo demás es sexo, lo demás lo dejamos para otra oportunidad.
La cerveza estaba justa, perfecta. Masticamos en silencio.
–Está buena la pizza –dijo Juan Manuel.
–Sí –dijo Richar–. Está genial.
10.7.11
Corpus teórico
Fui a ver cómo cogen los conejos. Tengo una amiga que estudia veterinaria, y que mientras estudia veterinaria trabaja, justamente, en una veterinaria. Le pedí que me dejara ver cómo cogen, los conejos. Fui y los vi.
Fui a ver cómo cogen los gatos. Fui al parque de mi barrio, muy tarde, de madrugada. El parque está lleno de gatos. Los vi coger.
Fui a ver cómo cogen los perros. Es fácil, más fácil todavía. Cualquiera tuvo un perro alguna vez, cualquiera conoce a alguien que tenga un perro. Lo soltás, al perro, a la perra, y lo dejás estar un rato. Casi de inmediato se ponen a coger.
Fui a una granja, vi cómo cogen los chanchos, con ese pirulín tan particular, tan característico. Vi cómo cogen las ovejas, los gauchos de la zona me aseguraron, entre risas y asentimientos de cabeza, que la vagina de una oveja es tremendamente similar, una precisa proxy (aunque no emplearon desde ya ese término) de una vagina humana. Vi cómo cogen los caballos, los burros de interminable verga, las distraídas vacas.
Fui al zoológico a ver cómo cogen los monos. Los chimpancés de frenéticos chillidos, los orangutanes algo indiferentes, los apesadumbrados gorilas.
Vi la televisión, vi mucho National Geographic, vi cómo cogen los leones, los tigres, las cebras. Vi cómo cogen los elefantes y las jirafas.
Vi videos, por internet. Consumí toneladas de pornografía. Videos donde chicas se meten turrones en la cola mientras ensayan su mejor sonrisa, videos donde hombres algo mayores azotan las nalgas de en apariencia frágiles señoritas vestidas con tableadas y cortísimas polleras, videos de chicas con excesivas glándulas mamarias que utilizan para envolver, literalmente, fatigados pitos, como si de acunar heridos animales se tratara, videos de hombres de insólita potencia que eyaculan sobre rostros de mujeres con los ojos bien abiertos y les provocan, con redentores lechazos, desprendimientos de retina, videos donde mujeres que tranquilamente uno podría encontrar tomando un café en un bar de Balvanera o de Paternal se dejan penetrar por tres o cuatro zulúes con vergas del tamaño de antebrazos, al mismo tiempo, lo que equivale decir al unísono, hasta que el tam tam de los cuerpos hace pensar en complejas y abstrusas maquinarias.
Por eso te digo, vi prácticamente todo, estudié, entiendo del tema, podría armar un powerpoint, dar cátedra. Pero hace un tiempo, un tiempo algo excesivo mucho me temo, que nadie quiere coger conmigo. Yo no sé qué pasa.
Fui a ver cómo cogen los gatos. Fui al parque de mi barrio, muy tarde, de madrugada. El parque está lleno de gatos. Los vi coger.
Fui a ver cómo cogen los perros. Es fácil, más fácil todavía. Cualquiera tuvo un perro alguna vez, cualquiera conoce a alguien que tenga un perro. Lo soltás, al perro, a la perra, y lo dejás estar un rato. Casi de inmediato se ponen a coger.
Fui a una granja, vi cómo cogen los chanchos, con ese pirulín tan particular, tan característico. Vi cómo cogen las ovejas, los gauchos de la zona me aseguraron, entre risas y asentimientos de cabeza, que la vagina de una oveja es tremendamente similar, una precisa proxy (aunque no emplearon desde ya ese término) de una vagina humana. Vi cómo cogen los caballos, los burros de interminable verga, las distraídas vacas.
Fui al zoológico a ver cómo cogen los monos. Los chimpancés de frenéticos chillidos, los orangutanes algo indiferentes, los apesadumbrados gorilas.
Vi la televisión, vi mucho National Geographic, vi cómo cogen los leones, los tigres, las cebras. Vi cómo cogen los elefantes y las jirafas.
Vi videos, por internet. Consumí toneladas de pornografía. Videos donde chicas se meten turrones en la cola mientras ensayan su mejor sonrisa, videos donde hombres algo mayores azotan las nalgas de en apariencia frágiles señoritas vestidas con tableadas y cortísimas polleras, videos de chicas con excesivas glándulas mamarias que utilizan para envolver, literalmente, fatigados pitos, como si de acunar heridos animales se tratara, videos de hombres de insólita potencia que eyaculan sobre rostros de mujeres con los ojos bien abiertos y les provocan, con redentores lechazos, desprendimientos de retina, videos donde mujeres que tranquilamente uno podría encontrar tomando un café en un bar de Balvanera o de Paternal se dejan penetrar por tres o cuatro zulúes con vergas del tamaño de antebrazos, al mismo tiempo, lo que equivale decir al unísono, hasta que el tam tam de los cuerpos hace pensar en complejas y abstrusas maquinarias.
Por eso te digo, vi prácticamente todo, estudié, entiendo del tema, podría armar un powerpoint, dar cátedra. Pero hace un tiempo, un tiempo algo excesivo mucho me temo, que nadie quiere coger conmigo. Yo no sé qué pasa.
5.7.11
Si quieren saber qué es la poesía
Recordé la frase, no sé por qué. Recordé la frase, aunque venía pensando en otra cosa. Sábado a la mañana, muy temprano, volvía de haber pasado la noche con una piba que vive en Ezeiza. No es tan piba, tampoco, pero yo no soy un galán. Coge con entusiasmo, la piba, el entusiasmo se impone por sobre todo lo que nos falta, a ella y a mí, somos felices por lo que dura un parpadeo, un instante, suma mucho, cuando ya prácticamente todo lo demás resta. Gracias, Vicky.
Me fui muy temprano, ella dormía. Tomé tres mates, acaricié al perro, atorrante, bigotudo, que cada vez que me ve mueve la cola y a mí me hace creer que está contento de verme.
Hacía un frío del carajo, pero yo estaba contento. Manejaba despacio, tenía que ir a encontrarme con una sobrina que quería hablar conmigo. Quiero hablar con vos, me había dicho. Quedamos en desayunar, el sábado, supongo que ella, adolescente, iba a venir a desayunar directo, sin dormir. Como dijo alguna vez el bueno de buk: juventud, hija de puta, dónde te has ido.
Llegué a capital, pasé un minuto por el departamento a tirar un bolso, hice Lacroze, Corrientes, y me paró la barrera de Dorrego.
Esperé que pasara el tren, y ahí recordé la frase, o lo que yo recordaba de la frase, de Dylan Thomas.
‘Y si los señores quieren saber qué es la poesía, si los señores preguntan qué es la poesía, les diré’, decía Dylan Thomas, o había escrito, Dylan Thomas. Lo que yo recordaba era haber leído el pequeño párrafo, unos veinte años antes. El párrafo, la explicación, la frase, me había conmovido profundamente, me había dado ganas de ser poeta.
‘Es un señor o una señora’, decía la frase, ‘un niño o una niña’, acá se me nublaba un poco, no recordaba del todo bien, pero ponele que decía ‘en Londres o en Estambul’, y acá sí, estoy seguro, porque era lo que me había impactado, lo que había estado plagado del más profundo de los sentidos para mí, ‘levantando una mano cuando pasa un tren’.
Eso es lo que recordé, la poesía como un magnánimo saludo, una infinita delicadeza, existencial cortesía, no sé, llamalo como quieras, la nobleza de un gesto, ‘levantando una mano cuando pasa un tren’. Eso decía, terminaba así, estoy seguro.
Estaba fumando, con la ventanilla baja, a pesar del frío. Había tenido una buena noche, la vida a veces se acomoda, me sentía bien.
Vino el tren, justo, pasó el tren, despacito, yo estaba primero en la fila, aunque no había fila, dos o tres autos junto a la barrera.
Había muchos rostros, en el tren, algunos obreros de la construcción quizás, varios hermanos latinoamericanos también, algunos que parecían cargar un par de bombos y una enorme bandera de algún club de fútbol, gente con viejos abrigos, destartaladas bicicletas, bufandas, gorritas con visera.
Levanté una mano, en señal de saludo, me salió así, no lo pensé.
–¡Eeehh, puto!
–¡Bajá el brazo que apestás, gordo forro!
–¡Aguante, aguante All Boys! –uno se sacó la gorrita, me apuntó con un dedo– ¡Me garcho a tu vieja!
Uno que estaba de pie entre dos vagones se agarró los testículos por encima del pantalón, con ambas manos, como si quisiera levantarse, los testículos, y colocarlos, por decirlo de algún modo, a la altura del ombligo, incluso más arriba. Un pibe me tiró un naranjazo que pasó demasiado cerca, y me hizo el gesto, como si colocara una pistola, hecha de los dedos índice y pulgar de su mano derecha, debajo de su boca. Satán hubiese tenido miedo de ese rostro, lo vi sonreír en absoluto amarillo.
Habrá durado todo diez segundos, o quince. Pasó el tren. Tardaron un minuto más y levantaron la barrera. Quizás no haya que buscarle demasiadas explicaciones al asunto, no es preciso analizar mucho la cuestión. Yo tampoco soy Dylan Thomas.
Me fui muy temprano, ella dormía. Tomé tres mates, acaricié al perro, atorrante, bigotudo, que cada vez que me ve mueve la cola y a mí me hace creer que está contento de verme.
Hacía un frío del carajo, pero yo estaba contento. Manejaba despacio, tenía que ir a encontrarme con una sobrina que quería hablar conmigo. Quiero hablar con vos, me había dicho. Quedamos en desayunar, el sábado, supongo que ella, adolescente, iba a venir a desayunar directo, sin dormir. Como dijo alguna vez el bueno de buk: juventud, hija de puta, dónde te has ido.
Llegué a capital, pasé un minuto por el departamento a tirar un bolso, hice Lacroze, Corrientes, y me paró la barrera de Dorrego.
Esperé que pasara el tren, y ahí recordé la frase, o lo que yo recordaba de la frase, de Dylan Thomas.
‘Y si los señores quieren saber qué es la poesía, si los señores preguntan qué es la poesía, les diré’, decía Dylan Thomas, o había escrito, Dylan Thomas. Lo que yo recordaba era haber leído el pequeño párrafo, unos veinte años antes. El párrafo, la explicación, la frase, me había conmovido profundamente, me había dado ganas de ser poeta.
‘Es un señor o una señora’, decía la frase, ‘un niño o una niña’, acá se me nublaba un poco, no recordaba del todo bien, pero ponele que decía ‘en Londres o en Estambul’, y acá sí, estoy seguro, porque era lo que me había impactado, lo que había estado plagado del más profundo de los sentidos para mí, ‘levantando una mano cuando pasa un tren’.
Eso es lo que recordé, la poesía como un magnánimo saludo, una infinita delicadeza, existencial cortesía, no sé, llamalo como quieras, la nobleza de un gesto, ‘levantando una mano cuando pasa un tren’. Eso decía, terminaba así, estoy seguro.
Estaba fumando, con la ventanilla baja, a pesar del frío. Había tenido una buena noche, la vida a veces se acomoda, me sentía bien.
Vino el tren, justo, pasó el tren, despacito, yo estaba primero en la fila, aunque no había fila, dos o tres autos junto a la barrera.
Había muchos rostros, en el tren, algunos obreros de la construcción quizás, varios hermanos latinoamericanos también, algunos que parecían cargar un par de bombos y una enorme bandera de algún club de fútbol, gente con viejos abrigos, destartaladas bicicletas, bufandas, gorritas con visera.
Levanté una mano, en señal de saludo, me salió así, no lo pensé.
–¡Eeehh, puto!
–¡Bajá el brazo que apestás, gordo forro!
–¡Aguante, aguante All Boys! –uno se sacó la gorrita, me apuntó con un dedo– ¡Me garcho a tu vieja!
Uno que estaba de pie entre dos vagones se agarró los testículos por encima del pantalón, con ambas manos, como si quisiera levantarse, los testículos, y colocarlos, por decirlo de algún modo, a la altura del ombligo, incluso más arriba. Un pibe me tiró un naranjazo que pasó demasiado cerca, y me hizo el gesto, como si colocara una pistola, hecha de los dedos índice y pulgar de su mano derecha, debajo de su boca. Satán hubiese tenido miedo de ese rostro, lo vi sonreír en absoluto amarillo.
Habrá durado todo diez segundos, o quince. Pasó el tren. Tardaron un minuto más y levantaron la barrera. Quizás no haya que buscarle demasiadas explicaciones al asunto, no es preciso analizar mucho la cuestión. Yo tampoco soy Dylan Thomas.
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