Clara se había casado a los veintidós años, y seguía casada, más de catorce años después. Tenía dos hijas, Romina y Camila. Había comenzado a estudiar arquitectura en su momento, pero al poco tiempo había dejado. Era ama de casa, hacía un poco de gimnasia, había hecho cursos de pintura y fotografía. Su marido, César, tenía dos, no, tres locales de artículos de limpieza. Veraneaban en Brasil, y en invierno iban a esquiar. Tenían un buen pasar, la vida transcurría sin mayores contradicciones, envejecían.
Carla había querido ser bailarina de tango, profesional. Después había puesto una academia para enseñar. Había viajado bastante con un espectáculo de tango en un crucero. Había vivido en Barcelona y en Ámsterdam. Había salido con cientos de tipos, con un piloto de turismo carretera, con un profesor de filosofía noruego, con un cantante que había tenido un accidente y había quedado paralítico. Había estado internada un par de meses en rehabilitación, porque se había hecho adicta a la cocaína primero, a los antidepresivos después. Flaca, conservaba un cuerpito de una mujer de menor edad. Fumaba mucho, tenía una risa nerviosa, como una descarga eléctrica.
–Estoy saliendo con un jugador de fútbol –pitó, Carla. Estaban sentadas en La Biela, en las mesitas de afuera. Debían ser las cuatro de la tarde, hacía calor–. Un nene de veinticuatro años. No sabés la fuerza que tienen esos tipos en las piernas. Me coge, me coge como una ametralladora, a repetición. Acaba rápido, eso es verdad, pero no sé, acaba y le queda el pito parado. Acaba y sigue, tres, cuatro veces seguidas.
–Con César casi ni cogemos –dijo Clara–. Después que nació Camilita, es como que dejó de interesarnos. Cogemos cada quince o veinte días. Algún domingo a la mañana. Pero es algo automático, como lavarse los dientes, cogemos un poco y después desayunamos.
–Imaginate yo –dijo Carla–, bajando de una cupé flamante con ese pibito. Lo están por vender a Europa, si le sale eso se salva. Me dijo que si se va a Europa me lleva. Ojo, es bruto como un arado. Le dije que me gustaba la ópera, y a los dos días apareció en casa con una caja familiar de obleas, pobrecito.
–César es muy buen padre –dijo Clara, tomó un trago de su jugo de naranja–. Lleva a las nenas al colegio, mira los cuadernos a ver qué dicen las maestras. A la noche, cuando vuelve del negocio, me llama por teléfono para ver si hace falta comprar algo, para la cena. Me dice ‘pasame la lista, pichona’. Me dice pichona porque antes me decía ‘gordita’, pero a mí no me gusta que me digan ‘gordita’.
–El pibe me coge, viene y me coge, quiere coger todo el tiempo –dijo Carla–. Tiene la poronga muy gruesa, eso me encanta. Aunque el pobre pibe debe haber visto mucha pornografía. Me quiere acabar en el pelo, o me da vuelta y me la quiere meter por el culo, así de una. Y yo le tengo que explicar que no es así, que no se coge así. Y no le pidas una palabra dulce porque no le sale. Entrena todos los días, y cuando no entrena sigue jugando al fútbol en la play, no entiendo.
–La otra vez hablábamos, con César –dijo Clara–. Pensamos que podíamos ir un fin de semana a Pinamar, sin las nenas. Porque sí, para estar juntos y ver qué pasa. Una vez probamos ir a un telo, pero estábamos ahí y nos pareció ridículo. Si nos conocemos de memoria, casi veinte años juntos.
–La verdad que a veces me canso –dijo Carla mirándose una uña del dedo gordo del pie–. Quiero decir, todos me quieren coger, todos quieren que me ponga en cuatro patas y diga ‘sí, papito, así’, o llevarme a Punta del Este de trampa un par de días. Me gustaría estar con alguien que también quiera estar conmigo. Cocinar una cena, ver la televisión, quedarnos en casa. Parar un poco.
–Ojalá conociera a alguien –dijo Clara–. No te digo que me iría de casa, yo a César lo adoro, es un gran tipo, y están las nenas. Pero no sé, tener un amante por un par de meses, alguien del gimnasio que me pida que se la chupe en el auto, o que me lleve a un cine y me pida que le haga la paja ahí. Sentir que me pueden descubrir pero que igual quiero subir a la terraza para que me manoseen las tetas, o en un ascensor. No sé, algo de aventura para que la vida me resulte más entretenida.