Muchas veces viene alguien, alguien que me conoce de algún lado, alguien que fue al colegio secundario conmigo o que jugó al ajedrez conmigo o que nadó conmigo, alguien que me conoce podríamos decir de la vida. Y ese alguien me dice que me ve más gordo, más pelado, más deteriorado en general, más viejo.
O viene alguien, una alguien, un femenino, una mujer podríamos decir. Y me dice que se dio cuenta que ya no me quiere más o quizás es todavía algo más intenso, se dio cuenta que me odia. Me dice que me dio los mejores años de su vida (suponiendo que alguna vez los haya tenido), que soy un sujeto egoísta, malo, vil.
O viene alguien, me encuentro con alguien, cualquiera, en el trabajo o en la tintorería o en la cola del Carrefour Express donde la cajera va pasando mis productos con extraordinaria lentitud, cosas que desde ya no me gustan ni me interesa comprar pero que debo comprar para seguir con vida, como si mis compras, como si yo mismo quizás estuviera hecho de la más pura mierda. Y alguien se me acerca y dice algo sobre lo caro que está todo, o el calor que nos va a dejar pegados al pavimento porque Diciembre en Buenos Aires es ni más ni menos que el horror de estar vivos, o me dice que Estados Unidos está por bombardear Dinamarca porque Donald Trump no puede soportar que exista gente más rubia que él, o me explica que los marcianos ya llegaron a la tierra y están entre nosotros y vinieron a llevarse a todos los delfines porque son fanáticos de la sopa de delfín.
Y entonces en cualquiera de los casos la persona se sorprende un poco de ver que yo no respondo, hago silencio y sigo mirando por la ventana, termino de hacer mis compras o tomo un sorbo de mi café.
Es que yo ya sé.