Soy el encargado de la presentación, de presentar el proyecto. Así se habla en el mundo de los negocios de hoy, esa es la jerga, no me hagan sentir más ridículo todavía.
Trabajo para una consultora, una importante consultora, y tenemos que presentar el proyecto ante nuestro potencial cliente, que ya es cliente, pero tiene que decidir si renueva el contrato, el contrato con nosotros, que ha vencido.
Para no aburrir. Estamos en las oficinas de los clientes. Torre Alem Plaza, piso treinta y tres. Vamos a hacer la presentación. Los clientes son un estudio de abogados, alemanes, que representan a un banco alemán, que maneja los fondos de un conglomerado alemán.
Si renuevan el contrato, entonces todos seremos felices. La empresa de consultoría con todos los que estamos adentro de su nómina, entre ellos yo. Habrá dinero, mucho dinero, por dos años. Compensaciones extraordinarias, autos, teléfonos celulares que te pueden avisar el ingreso de un mensaje de texto mediante un maullido o un ladrido para que vos sepas si el mensaje es importante o no aún antes de leerlo, viajes en avión en primera clase, estadía en los mejores hoteles. Vida de ejecutivos, lo mejor que se puede conseguir si no sos cantante de rock.
Si no se renueva el contrato, entonces es el fin. Nada. Kaput. Va a cerrar la consultora, y nos van a dar una patada en el culo a todos. Sin el contrato con los alemanes estamos muertos, es así.
Está por comenzar la reunión, somos tres del lado de la consultora, y cinco del lado de los alemanes, incluido el mismísimo Otto Rutger, el número dos del consorcio, allá en Dusseldorf, que vino especialmente para la presentación. Un alemanote de más de dos metros que parece raspar las palabras antes de pronunciarlas, y que no se ríe nunca. Han bajado las luces, la gente terminó su café. Está lista la notebook y el proyector.
Paso al baño, por un instante. Como cuando era chico, en la facultad, antes de un examen, me ataca un ingobernable deseo de cagar. Camino por una alfombra color ladrillo de treinta centímetros de espesor, paso por delante de una secretaria que es la mujer más linda que yo haya visto jamás, incluyendo el cine y la televisión, sigo por el pasillo, unos veinte metros más, viendo los cuadros de fondo turquesa o color petróleo, y las camaritas de seguridad que registran y acompañan cualquier cosa que se mueva.
No quiero ponerme escatológico, pero es parte de la historia, la parte, por decirlo de algún modo, sustancial. Entro al cuarto de baño que huele a quirófano y a violetas, voy a uno de los cinco cubículos, cierro la puerta y me suelto el cinturón, dejo caer los pantalones, me bajo los calzoncillos, me siento, todo en un grácil movimiento ejecutado con precisión a pesar de la urgencia.
–¡Plrrrshgrrrpfprrrraaashplshhhfsh! –El alivio. La naturaleza que ordena. Que acomoda. Que expulsa y regula. Válvulas que se abren, palancas que se mueven, pistones, complejos mecanismos.
Algo está mal. Ha llegado el sosiego, vuelvo en mí, pero sé que algo está mal. Estoy bien peinado, impecablemente afeitado, algunas gotas de sudor sobre mi labio superior, bien perfumado, impecablemente vestido, rápido de palabra, ingenioso, solvente, perspicaz.
Me cagué la camisa. Así como lo cuento. La camisa es blanca, es nueva, es cara, algodón egipcio, tiene los faldones muy largos. Faldones que en el apuro, han quedado del lado de adentro del inodoro. Me cagué la camisa. Así como lo cuento, otra vez. No puede estar pasando esto. No puede ser verdad.
Me saco la camisa, con cuidado. He cagado casi toda la parte de atrás, por debajo de la línea de la cintura. Estoy en cueros, sosteniendo la camisa en alto como si se tratara de una radiografía o de un repulsivo animal. Ahora estoy transpirando de verdad.
El olor es fuerte.
En un último y desesperado intento, manoteo los bolsillos de mi pantalón, pero no, de ninguna manera. El teléfono celular ha quedado apoyado sobre la mesa, junto a mi laptop. Un buen teléfono, con más funciones de las que yo sería capaz de manejar.
Estoy ahí, con el torso desnudo y brillante de transpiración, temblando un poco, mirando la camisa pintada de mierda como si se hubiera esmerado el mismísimo Pollock, negando con la cabeza.
Puedo ponerme la camisa, como si nada, reprimir el asco, y volver a la sala de conferencias. Dar la presentación, hasta que el olor haga que alguien se desmaye, y entonces, tratar de escapar.
Puedo salir corriendo, con el pecho al aire, la camisa hecha un bollo, y tratar de llegar a los ascensores, ganar la calle, subirme a un taxi y decirle al taxista ‘¡rápido, me está persiguiendo un gorila plateado, lléveme a la comisaría más cercana!’.
Puedo esperar que alguien entre al baño y golpearlo en la cabeza, fuerte, tratar de desmayarlo pero no de matarlo, para robarle la camisa.
Puedo escribir lo que me sucedió para que vos me digas qué hubieras hecho en mi lugar.